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"Torito", de Julio Cortázar

Hoy no tenemos un cuento de fútbol, tenemos un enorme cuento de boxeo si se quiere, el eterno Julio Cortázar.


***

A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que en las clases de pedagogía del normal “Mariano Acosta”,allá por el año 30, nos contaba las peleas de Suárez.

Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas… Y es así, ñato. Más largas que esperanza’e pobre. Fijáte que yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora… Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: “Pibe, andáte al sobre, mañana hay que meterle duro y parejo”. Una noche que me le escapaba era una casualidad. El patrón… Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar p’arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio.

Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo. Es buena la hermanita, me da leche caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a decir, pibe. El patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. “Lo fajás en seis rounds, pibe”, pero fumaba como loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que te la debo. Me agarró en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con qué bronca me levanté. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra al final. La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba, abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando lo fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al cabo me arrimó una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que me miró, yo le puse el guante en la cabeza y me reía de contento, no me quería reír, te imaginás que no era de él, pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos me agarraban, pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani quieto entre los de él, más chatos que cinco e’queso. Pobre Tani. Por qué me acuerdo de él, decime un poco. A lo mejor yo lo miré así al rubio esa noche. Qué sé yo, para acordarme estaba. Qué biaba, hermano. Ahora no vas a andar disimulando. Te fajó y se acabó. Lo malo que yo no quería creer. Estaba acostado en el hotel, y el patrón fumaba y fumaba, casi no había luz. Me acuerdo que hacía calor. Después me pusieron hielo, fijáte un poco yo con hielo. El trompa no decía nada, lo malo que no decía nada. Te juro que tenía ganas de llorar, como cuando ella… Pero para qué te vas a hacer mala sangre. Si llego a estar solo, te juro que moqueo. “Mala pata, patrón”, le dije. Qué más le iba a decir. Él dale que dale al tabaco. Fue suerte dormirme. Como ahora, cada vez que agarro el sueño me saco la lotería. De día tenés la radio que trajo la hermanita, la radio que… Parece mentira, ñato. Bueno, te oís unos tanguitos y las transmisiones de los teatros. ¿Te gusta Canaro a vos? A mí Fresedo, che, y Pedro Maffia. Si los habré visto en el ringside, me iban a ver todas las veces. Podés pensar en eso, y se te acortan las horas. Pero a la noche qué lata, viejo. Ni la radio, ni la hermanita, y en una de esas te agarra la tos, y dale que dale, y por ahí uno de otra cama se rechifla y te pega un grito. Pensar que antes… Fijáte que ahora me cabreo más que antes. En los diarios salía que de pibe los peleaba a los carreros en la Quema. Puras macanas, che, nunca me agarré a trompadas en la calle. Una o dos veces, y no por mi culpa, te juro. Me podés creer. Cosas que pasan, estás con la barra, caen otros y en una de esas se arma. No me gustaba, pero cuando me metí la primera vez me di cuenta que era lindo. Claro, cómo no va a ser lindo si el que cobraba era el otro. De pibe yo peleaba de zurda, no sabés lo que me gustaba fajar de zurda. Mi vieja se descompuso la primera vez que me vio pelearme con uno que tenía como treinta años. Se creía que me iba a matar, pobre vieja. Cuando el tipo se vino al suelo no lo podía creer. Te voy a decir que yo tampoco, creéme que las primeras veces me parecía cosa de suerte. Hasta que el amigo del trompa me fue a ver al club y me dijo que había que seguir. Te acordás de esos tiempos, pibe. Qué pestos. Había cada pesado que te la voglio dire. “Vos metele nomás”, decía el amigo del patrón. Después hablaba de profesionales, del Parque Romano, de River. Yo qué sabía, si nunca tenía cincuenta guitas para ir a ver nada. También la noche que me dio veinte pesos, qué alegrón. Fue con Tala, o con aquel flaco zurdo, ya ni me acuerdo. Lo saqué en dos vueltas, ni me tocó. Vos sabés que siempre mezquiné la cara. Si me llego a sospechar lo del rubio… Vos creés que tenés la pera de fierro, y en eso te la hacen sonar de una piña. Qué fierro ni que ocho cuartos. Veinte pesos, pibe,
imagínate un poco. Le di cinco a la vieja, te juro que de compadre, pa mostrarle. La pobre me quería poner agua de azahar en la muñeca resentida. Cosas de la vieja, pobre. Si te fijás, fue la única que tenía esas atenciones, porque la otra… Ahí tenés, apenas pienso en la otra, ya estoy de vuelta en Nueva York. De Lanús casi no me acuerdo, se me borra todo. Un vestido a cuadritos, sí, ahora veo, y el zaguán de Don Furcio, y también las mateadas. Cómo me tenían en esa casa, los pibes se juntaban a mirarme por la reja, y ella siempre pegando algún recorte de Crítica o de Última Hora en el álbum que había empezado, o me mostraba las fotos del Gráfico. ¿Vos nunca te viste en foto? Te hace impresión la primera vez, vos pensás pero ése soy yo, con esa cara. Después te das cuenta que la foto es linda, casi siempre sos vos que estás fajando, o al final con el brazo levantado. Yo venía con mi Graham Paige, imaginate, me empilchaba para ir a verla, y el barrio se alborotaba. Era lindo matear en el patio, y todos me preguntaban qué sé yo cuánta cosa. Yo a veces no podía creer que era cierto, de noche antes de dormirme me decía que estaba soñando. Cuando le compré el terreno a la vieja, qué barullo que hacían todos. El trompa era el único que se quedaba tranquilo. “Hacés bien, pibe”, decía, y dale al tabaco. Me parece estarlo viendo la primera vez, en el club de la calle Lima. No, era en Chacabuco, esperá que no me acuerdo, pero si era en Lima, infeliz, no te acordás del vestuario todo de verde, con más mugre… Esa noche el entrenador me presentó al patrón, resultaba que eran amigos, cuando me dijo el nombre casi me agarro de las sogas, apenas lo vi que me miraba yo pensé: “Vino para verme pelear”, y cuando el entrenador me lo presentó me quería morir. Él no me había dicho nunca nada, de puro rana, pero hizo bien, así yo iba subiendo despacio, sin engolosinarme. Como el pobre zurdito, que lo llevaron a River en un año, y en dos meses se vino abajo que daba miedo. En ese entonces no era macana, pibe. Te venía cada tano de Italia, cada gallego que te daba miedo, y no te digo nada de los rubios. Claro que a veces la gozabas, como la vez del príncipe. Eso fue un plato, te juro, el príncipe en el ringside y el patrón que me dice en el camarín: ” No te andés con vueltas, no te vayas a dejar vistear que para eso los yonis son una luz”, y te acordás que decían que era el campeón de Inglaterra, o qué sé yo qué cosa. Pobre rubio, lindo pibe. Me daba no sé qué cuando nos saludamos, el tipo chamuyó una cosa que andá a entendele, y parecía que te iba a salir a pelear con galera. El patrón no te vayas a creer que estaba muy tranquilo, te puedo decir que él nunca se daba cuenta de cómo yo lo palpitaba. Pobre trompa, se creía que no me daba cuenta. Che, y el príncipe ahí abajo, eso fue grande, a la primera finta que me hace el rubio le largo la derecha en gancho y se la meto justo justo. Te juro que me quedé frío cuando lo vi patas arriba. Qué manera de dormir, pobre tipo. Esa vez no me dio gusto ganar, más lindo hubiera sido una linda agarrada, cuatro o cinco vueltas como con el Tani o con el yoni aquél, Herman se llamaba, uno que venía con un auto colorado y una pinta bárbara… Cobró, pero fue lindo. Qué leñada, mama mía. No quería aflojar y tenía más mañas que… Ahora que para mañas el Brujo, che. De donde me lo fueron a sacar a ése. Era uruguayo, sabés, ya estaba acabado pero era peor que los otros, se te pegaba como sanguijuela y andá sacátelo de encima. Meta forcejeo, y el tipo con el guante por los ojos, pucha me daba una bronca. Al final lo fajé feo, me dejó un claro y le entré con una ganas… Muñeco al suelo, pibe. Muñeco al suelo fastrás… Vos sabés que me habían hecho un tango y todo. Todavía me acuerdo un cacho, de Mataderos al centro, y del centro a Nueva York… Me lo cantaban por todos lados, en los asados, por la radio… Era lindo oírse en la radio, che, la vieja me escuchaba todas las peleas. Y vos sabés que ella también me escuchaba, un día me dijo que me había conocido por la radio, porque el hermano puso la pelea con uno de los tanos… ¿Vos te acordás de los tanos? Yo no sé de dónde los iba a sacar el trompa, me los traía fresquitos de Italia, y se armaban unas leñadas en River… Hasta me hizo pelear con dos hermanos, con el primero fue colosal, al cuarto round se pone a llover, ñato, y nosotros con ganas de seguirla porque el tanito era de ley y nos fajábamos que era un contento, y en eso empezamos a refalar y dale al suelo yo, y al suelo él… Era una pantomima, hermano… La suspendieron, que macana. A la otra vez el tano cobró por las dos, y el patrón me puso con el hermano, y otro pesto… Qué tiempos, pibe, aquí sí era lindo pelear, con toda la barra que venía, te acordás de los carteles y las bocinas de auto, che, qué lío que armaban en la popular… Una vez leí que el boxeador no oye nada cuando está peleando, qué macana, pibe. Claro que oye, vos te creés que yo no oía distinto entre los gringos, menos mal que lo tenía al trompa en el rincón, áperca, pibe, dale áperca. Y en el hotel, y los cafés, qué cosa tan rara, che, no te hallabas ahí. Después el gimnasio, con esos tipos que te hablaban y no les pescabas ni medio. Meta señas, pibe, como los mudos. Menos mal que estaba ella y el patrón para chamuyar, y podíamos matear en el hotel y de cuando en cuando caía un criollo y dale con los autógrafos, y a ver si me lo fajás bien a ese gringo pa que aprendan cómo somos los argentinos. No hablaban más que del campeonato, qué le vas a hacer, me tenían fe, che, y me daban unas ganas de salir atropellando y no parar hasta el campeón. Pero lo mismo pensaba todo el tiempo en Buenos Aires, y el patrón ponía los discos de Carlitos y los de Pedro Maffia, y el tango que me hicieron, yo no sé si sabés que me habían hecho un tango. Como a Legui, igualito. Y una vez me acuerdo que fuimos con ella y el patrón a una playa, todo el día en el agua, fue macanudo. No te creas que podía divertirme mucho, siempre con el entrenamiento y la comida cuidada, y nada que hacerle, el trompa no me sacaba los ojos. “Ya te vas a dar el gusto, pibe”, me decía el trompa. Me acuerdo cuando la pelea con Mocoroa, esa fue pelea. Vos sabés que dos meses antes ya lo tenía al patrón dale que esa izquierda va mal, que no dejés entrar así, y me cambiaba los sparrings y meta salto a la soga y bife jugoso… Menos mal que me dejaba matear un poco, pero siempre me quedaba con sed de verde. Y vuelta a empezar todos los días, tené cuidado con la derecha, la tirás muy abierta, mirá que el coso no es macana. Te creés que yo no lo sabía, más de una vez lo fui a ver y me gustaba el pibe, no se achicaba nunca, y un estilo, che. Vos sabés lo que es el estilo, estás ahí y cuando hay que hacer una cosa vas y la hacés sobre el pucho, no como esos que la empiezan a zapallazo limpio, dale que va, arriba abajo los tres minutos. Una vez en El Gráfico un coso escribió que yo no tenía estilo. Me dio una bronca, te juro. No te voy a decir que yo era como Rayito, eso era para ir a verlo, pibe, y Mocoroa lo mismo. Yo qué te voy a decir, al rato de empezar ya veía todo colorado y le metía nomás, pero no te vas a creer que no me daba cuenta, solamente que me salía y si me salía bien para qué te vas a afligir. Vos ves cómo fue con Rayito, está bien que no lo saqué pero lo pude. Y a Mocoroa igual, qué querés. Flor de leñada, viejo, se me agachaba hasta el suelo y de abajo me zampaba cada piña que te la debo. Y yo meta a la cara, te juro que a la mitad ya estábamos con bronca y dale nomás. Esa vez no sentí nada, el patrón me agarraba la cabeza y decía pibe no te abrás tanto, dale abajo, pibe, guarda la derecha. Yo le oía todo pero después salíamos y meta biaba los dos, y hasta el final que no podíamos más, fue algo grande. Vos sabés que esa noche después de la pelea nos juntamos en un bodegón, estaba toda la barra y fue lindo verlo al pibe que se reía, y me dijo qué fenómeno, che, cómo fajás, y yo le dije te gané pero para mí que la empatamos, y todos brindaban y era un lío que no te puedo contar… Lástima esta tos, te agarra descuidado y te dobla. Y bueno, ahora hay que cuidarse, mucha leche y estar quieto, qué le vas a hacer. Una cosa que me duele es que no te dejan levantar, a las cinco estoy despierto y meta mirar p’arriba. Pensás y pensás, y siempre lo malo, claro. Y los sueños igual, la otra noche, estaba peleando de nuevo con Peralta. Por qué justo tengo que venir a embocarla en esa pelea, pensá lo que fue, pibe, mejor no acordarse. Vos sabés lo que es toda la barra ahí, todo de nuevo como antes, no como en Nueva York, con los gringos… Y la barra del ringside, toda la hinchada, y unas ganas de ganar para que vieran que… Otra que ganar, si no me salía nada, y vos sabés cómo pegaba Víctor. Ya sé, ya sé, yo le ganaba con una mano, pero a la vuelta era distinto. No tenía ánimo, che, el patrón menos todavía, qué te vas a entrenar bien si estás triste. Y bueno, yo aquí era el campeón y él me desafió, tenía derecho. No le voy a disparar, no te parece. El patrón pensaba que le podía ganar por puntos, no te abrás mucho y no te cansés de entrada, mirá que aquél te va a boxear todo el tiempo. Y claro, se me iba para todos lados, y después que yo no estaba bien, con la barra ahí y todo te juro que tenía un cansancio en el cuerpo… Como modorra, entendés, no te puedo explicar. A la mitad de la pelea la empecé a pasar mal, después no me acuerdo mucho. Mejor no acordarse, no te parece. Son cosas que para qué. Me quisiera olvidar de todo. Mejor dormirse, total aunque soñés con las peleas a veces le acertás una linda y la gozás de nuevo. Como cuando el príncipe, qué plato. Pero mejor cuando no soñás, pibe, y estás durmiendo que es un gusto y no tosés ni nada, meta dormir nomás toda la noche dale que dale.

Julio Cortázar.
Extraído del libro "Final del juego". Ed. Sudamericana 1964

Un día en la vida.

A Tomas le rompía un poco las pelotas tener que ir corriendo a su casa a buscar los botines, los pantaloncitos y todos los elementos necesarios para la práctica del noble del deporte, que es el fútbol. Pero el fútbol era más. Salía de la oficina a las 19 horas. Tenía dos horas para irse desde pleno microcentro a Provincia, tomar las cosas y volver hasta capital, pero al barrio de Almagro. Se podría traer las cosas directamente desde la casa, en lugar de ir y volver como un pelotudo. Pero no, a la mañana salía temprano para la facultad y cargarse con un bolso rechoncho de ropa deportiva, además del morral de la facultad, era peor. Todo esto le sacaba un poco las ganas de jugar a la pelota con los compañeros del laburo. Pero, si no fuese por esos partidos que alguna vez se le ocurrió organizar junto con Nico y Lele, nunca hubiese conocido a todos los integrantes de esa enorme, fría y vieja oficina. Tampoco le hubiese interesado conocerlos, pero el fútbol lo obligó. Porque hay dos claves en la vida de Tomas: asado con amigos y fulbito. Hacía seis meses que trabajaba en esa oficina. En su mayoría, sus compañeros le parecían demasiado formales como para desarrollarse bien en un campo de juego. El fútbol le demostraría que no era tan así. Los picados te hacen conocer las virtudes de cada uno. Por ejemplo ese gil de contabilidad. Era eso mismo en la oficina: un gil de goma espuma. Pero en el picado era otro tipo. Veloz, rápido, asistidor. Un capo y un tipazo. Paso de ser un gil a ser un fenómeno. O el mismo Mono. Fuera de la cancha era un tipazo, ahora adentro lo querías matar. Mañoso, sucio, vendehumo. El fútbol te hace amigo enseguida.
Ya eran casi las 19 horas. Pero ahí estaba el jefe otra vez trayendo trabajo ¡Qué nazi hijo de puta! De toda persona autoritaria se puede prejuzgar cierta inclinación nazi; más si esa persona además de ser autoritaria es medio hijo de puta. Encima era forro, porque espera al final del día para venir a cargar más la balanza del trabajo. Era un nazi forro e hijo de puta. Todo junto. Le podía haber dicho sobre el partido que siempre hacían los chicos. Pero qué le iba a importar, si todavía estaba fresco el recuerdo de aquella entrevista de trabajo incómoda, molesta, con silencios eternos. Claro para romper el hielo, Tomas tuvo que tocar el tema fútbol. "¿Es de independiente? " le preguntó al ver un banderín viejo y deshilachado de ese club. "No, es del jefe de la mañana " dijo el asqueroso mientras se prendía otro Parisienne. “Mira si a este hijo de puta le va gustar el fútbol. Amargado como el carajo. Seguro que su última alegría fue cuando los nazis anexaron Austria” pensó Tomas.
Levantado desde las seis de la mañana. Con cuatro horas de clases encima. Cagado de laburo y con dos horas para ir, cambiarse y volver desde el culo del mundo. Y encima casi sin comer, un pebete de jamón y queso no es comida. Siete menos diez. Irse diez minutos antes no es ningún pecado. Tomas manotea el pesado morral. Zigzaguea entre los escritorios y se pierde tras una puerta de vidrio que hace borrosa su silueta y su huida. Aprieta con bronca y apuro el botón del ascensor. Deja pasar unos segundos y vuelve a la carga contra el botoncito que permanece teñido de rojo. Así tres veces en menos de un minuto. Siente unos pasos atrás.  "Diez minutos antes, Sánchez", suelta el jefe, quien también parece irse más temprano. "Es que los jueves organizamos un fulbito entre todos los compañeros, mañana recupero". Tomas mira al piso. El otro esboza una sonrisa o eso parece. En esas fauces de tiburón pueden significar cualquier cosa. Desde una sonrisa macabra, hasta un rictus de odio o dolor. Vaya uno a saber.
Viene por fin el maldito ascensor. Solo ellos dos adentro de lo que parece un ataúd de aluminio por lo silencioso, por lo incómodo. Los 12 pisos se hacen eternos. "Hasta mañana señor Suarez", dice Tomas antes de salir picando a toda velocidad por la calle como si fuese un eterno lateral.
Llega por fin a la parada. Uno, dos, tres, cinco, diez... se iban acumulando los minutos. El hijo de puta no viene. Once minutos y por ahí se divisa una mole verde viniendo como tortuga ebria por el medio de la calle. Hay lugar a pesar de la hora. Se suben los primeros de la cola y una vieja de esas que no faltan comienza a poner una a una las monedas en la máquina que, con un ruido metálico, las escupe todas juntas. Como si le hubiesen caído mal, las vomita. La vieja repite la operación dos veces más hasta que el chófer la deja pasar, por impaciencia o por cortesía. Las cuadras van pasando lentamente. Las agujas del reloj tranquilamente le sacan dos o tres vueltas de ventaja a este vetusto y cascoteado Mercedes Benz. Todo alrededor se detiene, salvo las agujas del reloj.
Por fin Tomas llega a su casa. Puta madre, la vieja hizo milanesas. "Quédate a comer". Le insisten sus padres. "No puedo", responde  mientras escapa hacia la pieza tras desmarcarse de ellos. Revuelve el cajón de las medias con furia, con desesperación. La hora Tomás, la hora. Agarra el viejo bolso. Botines, camiseta, cortos, medias, canillas y un rollo de vendas entran desprolija pero rápidamente. Se despide cortito de sus viejos, pero lo suficientemente rápido para rapiñar una milanesa para el camino.
Por suerte ahora puede hacer la combinación tren-subte. Va a llegar justo. Lo mejor es ir cambiándose en el vagón, aunque sea ponerse los botines. Total a esta hora nadie va para Capital, en 15 llega. Afuera las zapatillas y las medias. Venda, media y botín. Falta la izquierda. Listo. Los cabezazos del tren indican que Constitución está allí. Todavía aguardan 20 minutos en subterráneo. Pasa el primer molinete y la chicharra maldita indica que las puertas de la formación se están cerrando. Pega un pique y salta adentro. Las puertas se cierran casi sobre él, como esa pelota que pasa por arriba de la barrera y esquiva por un milímetro la mano del arquero para terminar en el ángulo. San Juan, Independencia y ahí la combinación. Tomas ya está en la línea E, con ese olor tan característico que tiene. Hoy hay suerte parece, aparece enseguida el  gusano amarillo gigante. Un pensamiento cruza fugazmente el cerebro de Tomas: “El forro de Derecho dijo que mañana había que entregar un TP”. Un cartel que dice “Estación General Urquiza” lo devuelve a la tierra, o debajo de esta, de un salto está afuera.
Ya está, ya falta poco.  Una cuadra más.  En cinco minutos serán las 21. Hay que ponerse los cortos todavía. Por ahí la cancha se desocupó antes y están peloteando. Tomás desespera y se manda un último pique, esto cuenta como el precalentamiento. Abre la puerta del Urquiza Tenis y ahí está el Mono. Sonriendo con una botella de cerveza a medio terminar, con un pucho en la otra. Fabi lo acompaña.
"Dale boludo, siempre tarde vos", le grita Flo desde la barra. Tomás saluda a todos y se manda al vestuario. Están Lele, Nico y Brian cambiándose. Cruzan saludos y los típicos chistes de vestuarios. Al cabo de unos segundos se suman Martín, Pato y Cagadita, cuyo apodo, un poco grosero, se debía a su pequeña contextura que, ante el mínimo choque, vuela… como una cagadita. Martín demora en deshacerse del traje, más de lo que tardó el subterráneo desde Constitución hasta ahí. Pelusa y Pablo ya están peloteando, se los ve desde el buffet.
Ya están todos en la canchita. Hay más arena que en un desierto. Se vienen 10 minutos de discusiones en el armado de los equipos. Tomás no discute, no es tan bueno como para que se maten por él. Tampoco es tan burro como para que lo dejen a lo último como lastre. Ya está todo armado. Tardaron poco esta vez a pesar de los lloridos del Mono. Más o menos los equipos son parejos.  Lele para Nico, arranca el fútbol.
Ya no son compañeros de trabajo, son amigos unidos por el fútbol. Son pares. Se borró la división del trabajo. El supervisor dejo de controlar todo, ahora lo controlan a él. Si esta adelantado, si está bien posicionado en el arco... el único grito que se le acepta acá es el “mía”, adentro del área.  El Ingeniero ahora ya no es tan preciso. Se le va larga, no llega. Los cadetes siguen corriendo con prisa pero ya no llevan facturas, sino a la redonda por el lateral. El de traje impoluto, ahora esta con las rodillas raspadas y con arena hasta las orejas. Ahí está Tomás sumergido en el partido, corriendo como durante todo el día, pero con ganas, por elección, no por obligación… y lo disfruta. El resultado no importa, haber corrido todo el día y dejar las milanesas de la vieja para más tarde, tampoco.

Se acerca el canchero lentamente, como para que alguno pispee de reojo y grite el clásico “mete gol, gana”. Se terminó ¿Cómo puede ser, si recién empezó? ¿Tan rápido, che? Tomás se manda al vestuario y se cambia rápidamente: llegar tarde a casa implica asumir un riesgo de que lo afanen en la estación del tren. Mete las cosas rápido en el viejo bolso rojo. Cortos, zapatillas y la camperita arriba de la camiseta transpirada, total no hace frio. Se bañará después en casa. Saluda a todos con un vaivén de su mano derecha. Baja al andén de la línea E. Se sube a la formación que está casi vacía. Abraza su bolso y piensa un rato largo. Falta una semana para que la corrida diaria vuelva a tener sentido. 

Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
Por Toni Seguilo!  

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"El hombre de la raya" de Juan Sasturain.

Hay un hombre que tiene algo de gendarme por su obsesión en la custodia de los límites y mucho de marinero en su revoleo simbólico de la banderita de colores. Sin embargo, su nominación más frecuente pone el énfasis en la condición judicial de su profesión, algo excesivo y lejano del original inglés -cuándo no- que lo rotuló sintéticamente, lo asoció a su caminito: lineman, “hombre de la raya”, sencillamente.

La llamada

El licenciado Schwartz cerró la puerta tras atender al paciente, se dirigió al balcón y se prendio un cigarrillo. Iba a agarrar su celular para llamarla, pero pensó que no era la mejor idea, otro paciente estaba próximo. Ya demasiado era la aventura de salir a fumar. Porque Schwartz pensaba que era poco profesional atender con olor a cigarrillo. Tenía que haber llamado y no fumar, esa no llamada le iba a costar caro. A la mitad del pucho sonó el timbre. Aplastó el cigarrillo en una maceta. Entró rápidamente al consultorio, tiro perfume de ambiente y se echó algo de colonia. Fue hasta la puerta y le abrió al recién llegado.

—Pase joven. Indico Schwartz, mientras el paciente miraba por todos lados, era un joven de unos 25 años, atlético, de un metro ochenta y pico. Su nombre le va a sonar a los futboleros: Félix González. Delantero de San Lorenzo.

—Perdón doctor, es mi primera vez, la verdad no sé qué decirle o hacer…

— Empiece por llamarme Hugo. Podes sentarse o acostarse en ese diván que ve ahí. Generalmente la gente se sienta, pero hay quienes prefieren no tenerme a la vista.

El grandote atacante se sentó pesadamente en la silla que estaba en el escritorio. Acto seguido se rascó la barba y quedo mirando un punto fijo.

—Ejem— carraspeó Schwartz— Puede empezar diciéndome porque estas acá…

—Bueno, en el departamento de psicología del club…

—Perdón que lo interrumpa, pero ya lo sé, me derivaron su caso, me explicaron todo, sobre todo desde aquel penal contra Racing que erró estrepitosamente.

—¿Ah… usted es hincha de San Lorenzo?

—No, soy de Argentinos Juniors, pero esta profesión no sabe de colores, bah lo sabe, pero es mucho más profundo. Me comentó el licenciado Ruiz que usted desde ese penal no fue más el mismo. Que todo le importa poco. Hasta los entrenamientos. Y subió notoriamente de peso.

—Sí, pero no es por un problema futbolístico, ni de depresión, le quiero aclarar.

—Es ahí donde trabajo yo. Cuente nomas, cuente.

—Bueno me erré ese penal contra Racing y nos quedamos afuera de la Copa Argentina. Si bien ese partido hice dos goles y lo remontamos, yo erré el penal decisivo...

En ese momento comenzó a sonar ruidosamente el celular del licenciado que retumbo en todo el consultorio.

—Discúlpame un minutito Félix. Estas son llamadas de urgencia que debo atender si o si —dijo Hugo mientras agarraba el celular. —Hola, sí, sí. Perdóname no te pude llamar antes, estuve con mucho trabajo. Bueno, bueno. Si, tenés razón. Agarra el blíster con las pastillas rosas, el de la caja azul, es una de esa y otra de las blancas del envase blanco. No, ese no. Ese, ese. Si. Y tipo siete salgo. Bueno, bueno, chau, chau. Sí, estoy con un paciente, chau.

—¿Algún problema doctor? —preguntó el jugador.

—No, nada grave, son casos que requieren atención. Habíamos quedado en el penal errado.

—Si, me lo erré, la verdad no sentí culpa, si habíamos llegado hasta ahí fue gracias a mis dos goles. Es más, mis compañeros me felicitaron igual. La hinchada normal. Pero me salió llorar, y llore.

—Es normal, una emoción reprimida, el momento, el esfuerzo de haberlo empatado.

—Tal vez, pero cuando más me quebré es cuando vi a mi vieja en el banco de suplentes.

—¿¡A su mamá!?

—Si. Ella que nunca vino a ningún partido.

—No la estará acusando de mufa…

—Todo lo contrario, yo no creo en cábalas. Pero ahí estaba mi vieja, la viejita que tanto hizo por mí, que me llevaba en colectivo. Que nos crio en medio de la pobreza con todo el amor del mundo…

—Ajá, es un dato fascinante ese. —dijo el licenciado mientras movía la cabeza. — ¿Sintió culpa? ¿Qué le fallo a ella?

—No, o sea, si, pero no por eso

Nuevamente volvió a sonar estrepitosamente el celular de Schwartz, este bajo sus anteojos un poco y miro por encima de ellos el número. Con un gesto pidiéndole silencio a González.

—Hola. Si, ya te dije no lo toques. Ya sé que lo tocaste, solo no se pudo haber puesto. Pará, pará un poco. Agarra el control, fíjate que tiene como una cruz, a la derecha tenés un botón gris. A la derecha, a la derecha. Apretalo, ahora con esa cruz anda bajando y párate en HDMI y ahí apretas la tecla OK. ¿Quedo? Ahora sí, podes cambiar. Sí, estoy atendiendo. Calculo que a las siete. Bueno, está bien. Si te aviso. Chau.

Schwartz entrecerró los ojos, puso el celular en el escritorio, entrelazo los dedos y trato de volver a concentrarse.

—Perdón Félix, pero estos son emergencias donde tengo que atender si o si. Me decías que sentías culpa, pero de otro tipo.

—Así es Hugo. Me puse a llorar, ella vino, me abrazo y también se puso a llorar. Nunca la vi llorar, ni siquiera cuando falleció el viejo.

—¿Qué le dijo?

—Que debería haber estudiado medicina como ella quería, que no hubiese pasado ese mal rato en la cancha errándome el penal.

—¿¡Eso le dijo!?

—Sí, y la verdad es que sentí culpa por no haberle hecho caso.

—Pero ese nunca fue su sueño

—La verdad que no

—Soñó ser futbolista, ¿no?

—No, quería ser actor.

Otra vez el maldito celular vibrando y gritando una música fuerte interrumpió la consulta. Schwartz cerró los ojos, González hizo un ademan con la cabeza como dándole permiso para que atienda.

—¿Si? No, recién son las seis menos cuarto, a las siete te dije. Si, en este momento estoy con un paciente. Si, ya pagué está al día todo, son grabaciones que mandan por sistema. Yo te llamo, yo te llamo, si a las siete. ¿Tomaste las pastillas que te dije? ¡Y si no sabes vos yo menos! Bueno, te llamo en un rato. Chau, chau.

Schwartz se sacó los lentes, y se presionó el entrecejo como para volver a tomar las vías de la consulta.

—Mil disculpas otra vez, pero este es un caso que me está volviendo loco —dijo el licenciado mientras sonreía. —Bueno, me había dicho que su sueño era el de ser actor.

—Sí, así es. Pero me fue mejor en el futbol.

—En ese partido usted sintió la culpa por no haber seguido lo que quería su madre.

—La verdad que sí, también me hubiese ahorrado las presiones, la exposición…

—No se crea, nunca más presionado que un médico que tiene que correr contra el tiempo y el sistema para salvar una vida, que gana poco, noches sin dormir, poca vida social. Sabemos que el futbol implica sacrificios, toda carrera implica sacrificios. Pero la frutilla del postre es que ese sueño es de su madre. Su sueño de ser actor, lo está cumpliendo, crea o no.

—¿Vos decís? —dijo Félix mientras se le dibujaba una sonrisa.


—Por supuesto, el futbol no es solo un deporte, es cultura, arte. Las tribunas son los palcos teatrales, las butacas. Y lo que usted hace es arte. Lo he visto hacer cada gol que son un espectáculo, usted es un actor de un elenco principal de nada más y nada menos que San Lorenzo. Te preparas en la semana, ensayas, te vestís con la camiseta y te pones en tu rol de jugador. Hasta declarando usted es un actor ¿o me va a decir que no?

—Tenés razón, he dicho cada cosa en los reportajes, cuando sentía otra. —dijo entre risas González.

—Ahí tiene, ahí tiene, el sueño de ser doctor, es el de su madre, porque una madre no solo proyecta en los hijos sus sueños incumplidos, sino que en base a ellos busca protegerlos. Ella piensa o pensó que, siendo médico, usted estaría…

El sonido agudísimo del celular otra vez interrumpió. Sin ningún tipo de vergüenza o sin pedir permiso, Schwartz lo tomo y atendió.

—¿Hola? No, ahí no está, está en el cuarto cajón. ¿Viste la heladera? El despensero de al lado, bueno, el cuarto cajón. A las siete te dije, si, sigo con el mismo paciente pobre que ya lo interrumpí como 80 veces. Bueno, bueno. Está bien. Chau. Si, después vemos que hacemos. Chau.

El licenciado chasqueo los labios, suspiro profundamente para mantener la calma.

—Le decía González, que su madre pensaba que usted como médico tendría todo lo que ella no tuvo y gozaría de la tranquilidad. No es para enojarse con ella, ni para sentirse culpable. Todos somos distintos, y los mandatos podemos esquivarlos. ¿Ahora dígame, porque subió de peso, porque se dejó estar?

—La verdad es que mi vieja para consolarme después de ese partido, me hizo milanesas, yo sé que parece una boludez…

—No es ninguna boludez, las milanesas de la vieja son sagradas —dijo entre risas el licenciado.

—Lo sé, pero fue tanto el consuelo que buscaba, que voy todas las noches a lo de mi vieja a comer milanesas.

—Ese es otro tema que lo vamos a tratar la próxima sesión. —dijo Schwartz mientras se levantaba.

Ambos se estrecharon la mano en despedida, González lo palmeo y se fue.  Ese era su ultimo paciente del día. Se prendió un pucho, estiro las piernas, agarro el celular, marcó un número.

—¿Hola ma? Si, deja yo llevo a la salida de acá. Escúchame… ¿Queras hacer milanesas? ¿No? Bueno, deja las hago yo, si a las siete salgo, si llevo, llevo. Chau, chau, cuídate.

Hugo Schwartz corto, tiro el celular a un lado y pensó: “¿Por qué le hice caso a mi vieja y estudié psicología? Yo quería ser jugador de futbol, acá viene cada loco, mira que querer ser médico y no futbolista, mamita querida…”


Toni Schweinheim

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"Un viejo que se pone de pie" de Eduardo Sacheri

Algunas historias son fáciles de contar. Otras no. Como si fuesen demasiado complejas, huidizas, inabarcables. La que en estas páginas me empeño en narrar pertenece a estas últimas.

Como casi todas las historias nace a partir de una única imagen, cargada de sentido. Esa imagen primera, esa que me subyuga al punto de querer contarla es ésta: en una tribuna baja, una tribuna de tablones de madera, en la que, salteados aquí y allá, hay unos cuantos espectadores, un hombre mayor, un viejo, se pone de pie.

Creo que ya está

Las últimas palabras de un prócer son las que quedan grabadas a fuego. Al momento de pasar a la inmortalidad, siempre pronuncian una que será inalterable a lo largo de toda la historia. A menos que la misma sea un tanto ruda y aguerrida como la que pronunció el Sargento Cabral: “Muero contento porque cagamos a esos mierdas”. Era un poco fuerte para el pomposo vocabulario de la época y para los futuros manuales de las escuelas, así que la modificaron un poquito y quedo registrado el “Muero contento, hemos vencido al enemigo”.

Tan importante es ese epitafio tallado en el mármol de la historia, que reconocemos al prócer si nos dicen una frase suya al momento de exhalar el último aliento. Generalmente son espontaneas y tratan sobre la libertad, la patria… siempre y cuando el prócer en cuestión llegue a estar su lecho de muerte esperando el tan temido final. Distinto es el caso de fallecer en pleno combate. Es más difícil de escuchar si uno no tuvo la suerte de Cabral. Porque no solo están los ruidosos cañonazos, los sablazos entre las distintas facciones, sino porque el ajetreo y candor de la batalla hace que el emisor de la frase para la posteridad se olvide que exista una. Fue el caso del Teniente Hugo Baltasar Romero de la Casa, héroe de innumerables batallas, cuyas últimas palabras fueron: “¡La re concha de tu madre, justo me vienen a sablear ahí, pedazo de hijo de puta!”. Las crónicas de la época solo dijeron que el Teniente Romero de la Casa hasta último momento vocifero en contra de los enemigos.

Como hemos dicho, cuando el prócer o valiente soldado servido de la patria tiene la buena fortuna de envejecer o morir en su lecho, las últimas palabras pueden pensarse, pueden decirse y luego quedar callado hasta que la muerte lo visite. Tal fue el caso del General Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente. Héroe de la batalla de Pavón y Brasil, que mantuvo a su tropa invita en la batalla de la General Paz, protagonista de la batalla de campo empiojado. Un prócer con todas las letras y que conllevaba con él la responsabilidad que sus últimas palabras sean dignas de sus cicatrices en defensa de la Patria, la justicia y la paz.


Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente, no dejaba nada librado al azar. Antes de cada batalla se memorizaba lo que eventualmente serían su frase. “Muero por la unión y libertad del pueblo argentino”. Tal fue su obsesión con ello, que durante la guerra contra el Imperio del Brasil fue malherido, pronunció esa frase y luego calló. Ni los médicos de campaña pudieron hacerlo hablar. Ya pasado el riesgo de muerte, volvió a emitir palabra y por fin dijo donde le dolía. Tuvieron que pasar tres días y varias sanguijuelas usadas por los galenos. “Estas mierdas me están chupando, carajo”. Fueron sus palabras. A su lado se encontraba don Fernando de la Usura, quien además de ser su fiel ladero era el escribano que iba a certificar sus últimas palabras. “No anotes eso por favor, voy a vivir”, le suplicó Hornos de la Fuente al ver como su amigo y escribano escribía ese insulto como última frase para la posteridad.

Los años fueron pasando, las guerras fueron acallándose en el seno interior de la patria y con ellas el General Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente pasó a retiro con 65 años. Tenía una vitalidad y energía envidiable para alguien de su edad y para aquella época. Todo lo hubiese cambiado por morirse y decir sus últimas palabras. Pero estas también cambiaron. Porque si él se moría, lo iba a hacer de viejo o por enfermedad, accidente o lo que fuese. Su frase había cambiado a: “¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti”. Le había parecido una frase corta, buena. Entre Sanmartiniana y Belgraniana. O mejor aún, porque nadie le había entregado el alma a la patria. Tan contento estaba que se la memorizó y hasta dejó anotado en un papel al lado de su mesa de luz, por las dudas.

Pasaron los años, y el tan ansiado día de la muerte parecería que había llegado. Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente ya tenía 87 años, con fiebre, postrado en una cama y rodeado de sus dos amadas hijas, Merceditas y Bernardita, además de su fiel amigo y escribano Fernando de la Usura, y el doctor Rodolfo de Paulo. Su amada esposa, Cintia Carolina Cardozo de Hornos de La Fuente, hacía años que había dejado su mundo. Se marchó al Uruguay, porque con los años el General se había puesto bastante insoportable y cansador.

La muerte acechaba ya, los huesos cansados del General ya sentían el abrazo acogedor del eterno descanso.

—Creo que ya está. —comentó en voz bajita el General. Merceditas, Bernardita, Fernando y el doctor se acercaron. Ambas hijas comenzaron a llorar.

—No lloren, he esperado este momento. Comentó el General, mientras Fernando, el escribano, empezó a anotar. El prócer de las mil batallas lo miró azorado.

—¿Qué anotas?

—Anoto sus últimas palabras para la posteridad, mi excelentísimo General.

—¿¡Pero vos sos boludo!? ¿En que habíamos quedado? Yo digo “¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti”, vos anotas eso y ahí me muero.

—No papá, no te mueras por favor. —dijo Merceditas apretándole la mano.

—¡Me tengo que morir! ¿¡Y vos que seguís anotando, pelotudo!? —se enojó el General.

—Perdón mi General, la costumbre. Ahora usted solo diga esas palabras yo las anoto y esperamos el trágico desenlace.

—Para mí el paciente está estable, ni fiebre tiene, es más los latidos van bien, creo que hice un buen trabajo. —acotó el medico mientras le tomaba el pulso.

—¿Y usted va a conocer más de la muerte que yo? —se irguió en la cama el General— yo en la batalla de Gallina tuerta vi a la muerte a los ojos, y ahí comprendí todo, sus tiempos y formas.

—Si usted lo dice. —dijo el médico mientras miraba su reloj.

Pasaron dos horas de un silencio incómodo para todos, el General miraba un punto fijo en el techo y movía la cabeza negativamente. Merceditas y Bernardita cuchicheaban sobre sus cosas. Fernando se quedó medio dormido en un sillón, mientras que el medico aprovechaba para leer un voluminoso libro de anatomía.

—¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti —grito el General asustando y rompiendo el silencio en pedazos, haciendo saltar a los presentes. Acto continuo, cerró los ojos.

Mercedita y Bernardita se abrazaron llorando a los gritos. El escribano tomo nota de las últimas palabras de uno de los más gloriosos Generales que habían visto estas tierras. Mientras el medico ni se levantó de su sofá. Solo levantó la cabeza para mirarlo unos segundos.

—Ese hombre respira y está más vivo que yo. —dijo el doctor desde su sillón luego de unos minutos que parecieron eternos.

—¡Papá, papá estas vivo! —gritaron ambas hijas al unísono mientras corroboraban lo dicho por el doctor. Sin embargo, el General no abrió los ojos, los cerró más fuerte y pudo advertirse una mueca de fastidio y de enojo en su cara. —Háblanos papá, háblanos— suplicaban las chicas. Pero el General seguía apretando cada vez más los ojos.

—¿Qué hacemos? —pregunto el escribano, obteniendo como respuesta un encogimiento de hombros por parte del doctor.

El tiempo fue pasando, el General seguía ahí mientras sus hijas lo animaban a que diga algo, o que por lo menos hiciese un gesto. Hasta que por fin el General se irguió en la cama y abrió los ojos. Estuvo un rato así, mientras Merceditas y Bernardita daban gritos de júbilo. El General empezó a mirar mal, primero al escribano, luego al médico y finalmente a sus herederas. Se sentó en la cama, resoplo. Volvió a mirar a todos con cara de enojado y meneando la cabeza. Se colocó sus zapatos, se levantó y tomó su bastón, comenzó a caminar lentamente. Abrió la puerta del dormitorio ante la azorada mirada de todos. Bajó las escaleras, sus pasos se escuchaban como iban perdiéndose hasta el portazo que le dio a la puerta principal de la casa. Nunca más se lo vio al General. Algunos dicen que se fue a su casa cerca de San Pedro, otros dicen haberlo visto internarse en la selva del impenetrable, para así no hablar con nadie más y que esas hayan sido sus últimas palabras escuchadas.  Lo cierto es que algunos lugareños del Chaco, juran que, en algunas noches oscuras sin luna, suelen escuchar un grito enojado que dice así: “¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti”.

Toni Schweinheim

Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor


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Sos un amargo

Estoy cansado del mundial—dijo el pelado mientras tiraba un pucho y lo apagaba con la zapatilla gastada— ¿Sabes que más me jode del mundial? Gente que no sabe nada de futbol, o ni siquiera tiene la pasión por un equipo o peor, aun, que nunca piso una cancha y que se anota gratuitamente en esta fiesta, como si toda la vida hubiera mamado futbol.

—Sos termo o envidioso, una de dos—inquirió Sebastián mientras el porta condimentos de la mesa del bar.

—Ninguna de las dos cosas, yo no voy a vestirme con la camiseta de Argentina y ver un mundial de hockey, primero porque no entiendo un carajo, segundo porque no me emociona para nada. Sí, me pone contento que a las leonas le vayan bien, que ganen, pero no estoy rompiéndole las bolas a todo el mundo o pintándome la jeta.

—Pero vos sabes cómo es el futbol, pela, pasión de multitudes…

—Una pasión no es cada cuatro años, y vos lo sabes. La pasión se vive siempre.

—Sos contrera Pela eh, no sé qué te jode, deja que la gente sea libre, por lo menos por los colores, por el país que la está pasando como el orto…

—No me vengas con esa pelotudez que por alentar a la selección uno es patriota, no mezcles las cosas…

—No las mezcló, pero deja que la gente disfrute

—¿Disfrutar qué? ¿Algo que no entiende? Hay gente que no tiene ni idea de cómo nos fue en las eliminatorias, de pedo sabe que está Messi y algún otro. Veo cada pelotudo y pelotuda disfrazarse y pintarse la cara de celeste y blanco y no sabe quién es Bilardo o Menotti.

—Ah sos un amargo…

—Amargo no, todos esos se nos vienen a subir al carro de los ganadores, y también al linchamiento si perdemos. Gente que no sabe que es un “orsai” después te putea a Messi porque erró un pase. Ya la vivimos a esta, Sebita…

—Lo tuyo es cerrado, como si fuese una secta.

—No me corras por ahí. Vos sabes toda la popular que tenemos encima, que hemos visto canchas del ascenso de todos los colores. Años de patearla.

—Pero me estás hablando del club del cual somos hinchas y que tenemos todo el año partidos como para tirar al techo.

—Es a modo de ejemplo, el hincha como vos o como yo va a la cancha, quiere a su equipo y también a la selección. No tanto, pero la sigue bien de cerca.

—Vas a caer en el lugar común de todos los termos: que el equipo de uno es más importante.

—Me seguís corriendo por izquierda, y sabes que no es así, nosotros cada tanto vamos a ver a la selección, cuando podemos y sino la seguimos por la tele. Yo estoy hablando de estos pseudohinchas que se contagian de futbol en estas épocas y se piensan que Otamendi es un sanatorio.

—Pela, vivimos en un país plenamente futbolero, dale.

—Y a eso voy, vos agarras a cualquier gil o gila de cualquier oficina y están apasionados mirando el mundial ¿Es por moda? ¿Es para seguir la corriente? ¿Para no quedarse afuera? ¿Para poder hablar de algo? Y durante las eliminatorias, la Copa América no hay nadie, a menos que salgamos campeones o nos vaya horriblemente mal, ni pelota.

—¿Pero me vas a negar que el mundial no nos une?

—No te lo niego, pero así nos tendría que unir cada vez que jueguen las leonas, o la selección de futbol femenino, o la de básquet o…

—Pasó con el básquet…

—Pasó, vos bien lo dijiste, pasó, se fue la moda con la generación dorada. Ahora a la gente le chupa tres pelotas. Los hinchas a los que seguramente les encanta el básquet siguen bancando y mirando a pleno a la selección de básquet, y en su momento habrán pensado como yo, diciendo “uh la puta madre, ahora que ganamos y el deporte es furor todos rompen las bolas, que dale Manu Ginobilli, Nocioni, etc. Hoy esos mismos hinchas pasajeros no saben ni quienes juegan en la selección.


—Puede ser, pero el futbol es el deporte más popular de la Argentina, no lo vas a comparar con otro, Pela.

—Y ahí me estás dando la razón a mí, Seba, lo hacen por moda, porque la tele los empuja. La misma sociedad. No por verdadera pasión o patriotismo.

—Mira, ahí viene el mozo, vamos a pedir y de paso le preguntamos…

—¿Qué van a querer? —pregunto el mozo sin levantar la vista de su libretita.

—Tráete unas papas con cheddar —respondió el Pela— y un Fernet para mi ¿Vos Sebi? ¿Cerveza? Una pinta de Cerveza acá para el caballero.

—¿Discúlpame, te podemos hacer una pregunta que nada que ver? —Lo miro Sebastián al mozo mientras preguntaba.

—Dígame.

—¿Cómo ve a la selección para el mundial? Me imagino que estará ansioso como todos.

—La verdad que no me gusta el futbol, además los días de mundial esto es un quilombo, lleno de gente. Y si no laburo, no como —comento imperturbable el mozo, mientras se daba media vuelta hacia adentro del bar.

Por unos minutos el Pelado y Sebastián quedaron en silencio. Parecía que la respuesta del mozo los metió en una callada reflexión. El Pela estiraba la boca para abajo, como en un gesto de desagrado, mientras que Sebastián movía negativamente la cabeza.

—Hay cada amargo, loco —rompió el silencio el Pelado— mira que chuparle un huevo la selección, mamita, hay que tener líquido refrigerante en las venas eh.

—Vos lo dijiste, vos lo dijiste pela, hay cada uno.

Toni Schweinheim 
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La venganza

Rubén Cuenca había anotado un golazo, pase filtrado que tomó, enganchó y la coloco al lado del palo. Salió corriendo a festejar su gol. Se sacó la camiseta y no pensó en la amonestación. Era su gol. EL GOL. Con ese gol sobre el final, se metían en primera después de tantos años frustraciones, cargadas y humillaciones.  Después de remarla en ese octogonal de la muerte. Era la resurrección del club. Eso significaba ese gol, ser ídolo del equipo. Ser recordado por años y años. El bronce de los próceres. La demostración a esos infelices de primera que lo dejaron libre tantas veces. Era la consagración.

Vinieron los compañeros a abrazarlo, a palmearlo a felicitarlo. El estadio se derrumbaba de la emoción. Empezaron a corear su nombre. De pronto se escuchó un grito que decía “no”. La tribuna estalló en insultos. Sus compañeros fueron a increpar al juez de línea. Rubén no entendía nada. Quedo aletargado, como atrapado entre dos realidades. Hasta que de refilón vio como el juez de línea tenía la bandera levantada. Impávido mantenía su postura el linesman, ante las protestas e improperios de los jugadores.

Cuenca con el torso desnudo cayó de rodillas sin poder creerlo. Ya todo el equipo y parte del cuerpo técnico rodaba al juez de línea que se aguantaba todo. Desde las tribunas empezó a diluviar todo tipo de objeto. Rubén se levantó, agarró su camiseta y también fue al tumulto a reclamar por qué no le cobraron el gol. Un gol legitimo según se pudo ver, luego, en la repetición por televisión. El árbitro vino a poner orden, expulsando a dos compañeros y amonestando a Cuenca por estar en cuero a los gritos. La cosa no terminó ahí porque al momento de mostrarle la amarilla, el jugador le estampó terrible cachetaz. El sonido se escuchó en cada rincón del estadio. Como si todos se hubiesen callado adrede en ese preciso momento. El árbitro, como si fuese un robot, sacó la roja y chau.

El equipo terminó perdiendo en tiempo adicional y chau octogonal. Otro año más en el averno del ascenso. Otra temporada en esa maldición llamada Nacional B. Pensar que Deportivo San Antonio había hecho temporadas históricas en primera. Si hasta la Libertadores había jugado en tres ocasiones. Pero una vez que descendió, nunca más supo volver. De ídolo a enemigo. La tribuna empezó a insultarlo. Rubén se fue llorando de impotencia hacia los vestuarios. Cuando pudo ver por la tele que no había sido fuera de juego, estalló. Pateo sillas, golpeó las paredes hasta hacerse sangrar los puños. Sus compañeros de equipo trataron de calmarlo, pero fue en vano.

Pasaron los días y la bronca continuaba. Lo peor vino después: sanción de la AFA de 3 meses sin poder jugar. Sobre llovido mojado: el club, otro más, lo dejó libre. Rubén Cuenca empezó a pensar que el futbol no era para él. Pero luego recalculo: él no era para el futbol. Pasaron los meses, no había equipos que se interesaran en él. Su estado físico iba mermando terreno ante el sobrepeso. Los pocos ahorros que se había hecho como jugador ya se habían esfumado. Para colmo de males, se separó de la mujer, porque Rubén había dejado de ser Rubén desde el momento en el que el juez de línea levanto esa maldita bandera.  Se había vuelto taciturno, malhumorado, irascible. No se aguantaba ni él, mucho menos la mujer. Así es, nuevamente se quedó solo, como aquella tarde en la que no le dieron un gol legítimo.

Así empezó a odiar el futbol, a rechazarlo por completo. Ni por la televisión ni por la radio quería escuchar de ese maldito deporte. Deporte injusto, manejado por gente del mal. Pero había algo que lo molestaba más: escuchar un grito de gol. Con decirles que ya retirado y como chofer de un remis, chocó su 504 contra un VW Gol. El choque fue lo de menos, lo posterior fue lo grave. Se bajó con fierro y reventó al pobre auto de la marca alemana. Uno cuenta eso, porque Ruben en la calle tuvo múltiples choques, en todos solo se bajó del auto, intercambió datos de seguro y nada más. Pero con el incidente con el gol, le había movido la estructura psicológica.

Solo, con dolor, bronca y odio Rubén pasaba sus días pensando en cómo vengarse del fútbol. Pero no una venganza cualquiera. Algo grande, algo que mate al futbol, que lo deje sin fuerzas. Y eso era el gol, no marcarlos, sino gritarlos, festejarlos. Eso era lo más lindo del futbol, lo que mantenía con vida a pesar que todos sabían que el deporte es un mero negocio. No hay nada más bello que gritar un gol y abrazarse en la tribuna. Algunos especialistas lo comparan con un orgasmo. Y lo es, sin el orgasmo el sexo no sería nada. En el futbol sin el grito de gol, pasaría lo mismo ¿Cómo hacerlo? ¿y más estando solo en esta cruzada? ¿Recurrir a una bruja? ¿A la magia? Nada de eso, pensó Rubén mientras sonreía.

Si la fe mueve montañas, la venganza mueve volcanes. Rubén tenía todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su venganza, para erradicar la felicidad del futbol. El nuevo milenio todavía no había empezado, él solo tenía 26 años, podría dedicarse todo el resto de su vida a fraguar la venganza contra tan noble deporte y acallar los gritos. Rubén empezó la facultad, laburaba y le metía con todo a la carrera de programación. Él sabía que ni el mal, o un pacto demoniaco o cualquier otra barrabasada iban a funcionar, lo único que iba a surgir efecto era la tecnología. Lo intuía. Su venganza lo percibía.

A lo largo del tiempo se recibió de ingeniero, mientras montaba su pequeña empresa de tecnología. Más tarde logró el posgrado, la maestría en Ciencia de Datos. La sociedad que había construido creció hasta transformarse en la más grande de Argentina. Distintos proyectos informáticos de los más grandes del país pasaban por sus manos: organismos de gobierno, multinacionales, casi logro un monopolio. Luego de años, su empresa ya era la más grande de Latinoamérica. Llegaba la hora de concretar su venganza: acallar los goles.

El conocimiento da riqueza, y la riqueza contactos. Fue en un software contable que desarrollo para la CONMEBOL donde se relacionó con todo tipo de dirigentes, tanto de la Confederación Sudamericana, como con las del resto del mundo. Hasta que llegó a entablar relaciones con la FIFA. Todos estos años le habían dado la capacidad de poder manejar a su antojo el accionar de su venganza: había diseñado un software, que, mediante un circuito de cámaras y chips en la pelota y jugadores, monitoreaban constantemente las jugadas. Las estadísticas de los equipos que participaron, obviamente en silencio, arrojaron como resultado que el 70% de los goles deberían ser invalidados por infracciones previas o por fuera de juego. Con ello no lograría erradicar el grito de gol tan ansiado, pero le daba una estocada de muerte al futbol: antes de gritar casi cualquier gol, había que esperar el visto bueno del árbitro y el de la máquina.

Presentó dicho proyecto en la FIFA en el 2015. Lo atendió un suizo, que pareció bastante interesado, más viniendo de un ex jugador que sabía de lo que hablaba. Mientras Roberto Cuenca explicaba las bondades del “sistema veedor de goles”—tal como lo bautizó Cuenca— el dirigente de alto rango de la FIFA parecía interesarse cada vez más. Luego programaron otra reunión, ya con el sector de tecnología aplicada al futbol de la máxima autoridad del futbol. Todo transcurría sobre ruedas, el proyecto avanzaba cada vez más. Finalmente, Cuenca entrego todo el proyecto en una presentación con el mismísimo presidente de la FIFA, en donde había miembros de la UEFA, AFC, CONMEBOL, entre otras Confederaciones.


Pero un buen día la FIFA no le respondió más los mails. Tampoco el teléfono. Los días se transformaron en meses. Rubén estaba descolocado, no sabía que había pasado. Incluso fue varias veces a Ginebra, pero no tuvo suerte, le ponían cualquier pretexto para no atenderlo. Durante meses y meses, Rubén Cuenca pensaba y pensaba en lo que había hecho mal, si el proyecto no les gusto o se “avivaron” que con eso iban a arruinar el fútbol. Hasta que un buen día, en el 2016, la FIFA presentó el VAR. El concepto, la logística… todo era igual a lo creado por Rubén. Cuando se enteró de tal funesta noticia, estalló en ira, empezó a romper todo lo que tenía en su lujoso escritorio. Revoleo cosas por la ventana de su edificio en Puerto Madero, hasta que la policía se lo llevo detenido. Más tarde fue internado en un neuropsiquiarico. Su empresa fue tomada por otros socios, y él en la más completa miseria. Hace un par de años le dieron el alta. Hoy por hoy, está solo en una pensión, cuando se enteró que para este mundial debutaba el offside automático, Rubén solo masculló bronca, se sentó en su silla de plástico en el kiosquito que atiende y suspiro profundo. Hay quienes dicen que Rubén Cuenca está planeando una venganza en contra de todos los corruptos de la FIFA. Otros que han hablado con él, dicen que ya está, que al futbol lo van a matar los dirigentes. El tiempo dirá.

Toni Schweinheim 
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor




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