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Sos un amargo

Estoy cansado del mundial—dijo el pelado mientras tiraba un pucho y lo apagaba con la zapatilla gastada— ¿Sabes que más me jode del mundial? Gente que no sabe nada de futbol, o ni siquiera tiene la pasión por un equipo o peor, aun, que nunca piso una cancha y que se anota gratuitamente en esta fiesta, como si toda la vida hubiera mamado futbol.

—Sos termo o envidioso, una de dos—inquirió Sebastián mientras el porta condimentos de la mesa del bar.

—Ninguna de las dos cosas, yo no voy a vestirme con la camiseta de Argentina y ver un mundial de hockey, primero porque no entiendo un carajo, segundo porque no me emociona para nada. Sí, me pone contento que a las leonas le vayan bien, que ganen, pero no estoy rompiéndole las bolas a todo el mundo o pintándome la jeta.

—Pero vos sabes cómo es el futbol, pela, pasión de multitudes…

—Una pasión no es cada cuatro años, y vos lo sabes. La pasión se vive siempre.

—Sos contrera Pela eh, no sé qué te jode, deja que la gente sea libre, por lo menos por los colores, por el país que la está pasando como el orto…

—No me vengas con esa pelotudez que por alentar a la selección uno es patriota, no mezcles las cosas…

—No las mezcló, pero deja que la gente disfrute

—¿Disfrutar qué? ¿Algo que no entiende? Hay gente que no tiene ni idea de cómo nos fue en las eliminatorias, de pedo sabe que está Messi y algún otro. Veo cada pelotudo y pelotuda disfrazarse y pintarse la cara de celeste y blanco y no sabe quién es Bilardo o Menotti.

—Ah sos un amargo…

—Amargo no, todos esos se nos vienen a subir al carro de los ganadores, y también al linchamiento si perdemos. Gente que no sabe que es un “orsai” después te putea a Messi porque erró un pase. Ya la vivimos a esta, Sebita…

—Lo tuyo es cerrado, como si fuese una secta.

—No me corras por ahí. Vos sabes toda la popular que tenemos encima, que hemos visto canchas del ascenso de todos los colores. Años de patearla.

—Pero me estás hablando del club del cual somos hinchas y que tenemos todo el año partidos como para tirar al techo.

—Es a modo de ejemplo, el hincha como vos o como yo va a la cancha, quiere a su equipo y también a la selección. No tanto, pero la sigue bien de cerca.

—Vas a caer en el lugar común de todos los termos: que el equipo de uno es más importante.

—Me seguís corriendo por izquierda, y sabes que no es así, nosotros cada tanto vamos a ver a la selección, cuando podemos y sino la seguimos por la tele. Yo estoy hablando de estos pseudohinchas que se contagian de futbol en estas épocas y se piensan que Otamendi es un sanatorio.

—Pela, vivimos en un país plenamente futbolero, dale.

—Y a eso voy, vos agarras a cualquier gil o gila de cualquier oficina y están apasionados mirando el mundial ¿Es por moda? ¿Es para seguir la corriente? ¿Para no quedarse afuera? ¿Para poder hablar de algo? Y durante las eliminatorias, la Copa América no hay nadie, a menos que salgamos campeones o nos vaya horriblemente mal, ni pelota.

—¿Pero me vas a negar que el mundial no nos une?

—No te lo niego, pero así nos tendría que unir cada vez que jueguen las leonas, o la selección de futbol femenino, o la de básquet o…

—Pasó con el básquet…

—Pasó, vos bien lo dijiste, pasó, se fue la moda con la generación dorada. Ahora a la gente le chupa tres pelotas. Los hinchas a los que seguramente les encanta el básquet siguen bancando y mirando a pleno a la selección de básquet, y en su momento habrán pensado como yo, diciendo “uh la puta madre, ahora que ganamos y el deporte es furor todos rompen las bolas, que dale Manu Ginobilli, Nocioni, etc. Hoy esos mismos hinchas pasajeros no saben ni quienes juegan en la selección.


—Puede ser, pero el futbol es el deporte más popular de la Argentina, no lo vas a comparar con otro, Pela.

—Y ahí me estás dando la razón a mí, Seba, lo hacen por moda, porque la tele los empuja. La misma sociedad. No por verdadera pasión o patriotismo.

—Mira, ahí viene el mozo, vamos a pedir y de paso le preguntamos…

—¿Qué van a querer? —pregunto el mozo sin levantar la vista de su libretita.

—Tráete unas papas con cheddar —respondió el Pela— y un Fernet para mi ¿Vos Sebi? ¿Cerveza? Una pinta de Cerveza acá para el caballero.

—¿Discúlpame, te podemos hacer una pregunta que nada que ver? —Lo miro Sebastián al mozo mientras preguntaba.

—Dígame.

—¿Cómo ve a la selección para el mundial? Me imagino que estará ansioso como todos.

—La verdad que no me gusta el futbol, además los días de mundial esto es un quilombo, lleno de gente. Y si no laburo, no como —comento imperturbable el mozo, mientras se daba media vuelta hacia adentro del bar.

Por unos minutos el Pelado y Sebastián quedaron en silencio. Parecía que la respuesta del mozo los metió en una callada reflexión. El Pela estiraba la boca para abajo, como en un gesto de desagrado, mientras que Sebastián movía negativamente la cabeza.

—Hay cada amargo, loco —rompió el silencio el Pelado— mira que chuparle un huevo la selección, mamita, hay que tener líquido refrigerante en las venas eh.

—Vos lo dijiste, vos lo dijiste pela, hay cada uno.

Toni Schweinheim 
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor

Por Toni Seguilo!  

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La venganza

Rubén Cuenca había anotado un golazo, pase filtrado que tomó, enganchó y la coloco al lado del palo. Salió corriendo a festejar su gol. Se sacó la camiseta y no pensó en la amonestación. Era su gol. EL GOL. Con ese gol sobre el final, se metían en primera después de tantos años frustraciones, cargadas y humillaciones.  Después de remarla en ese octogonal de la muerte. Era la resurrección del club. Eso significaba ese gol, ser ídolo del equipo. Ser recordado por años y años. El bronce de los próceres. La demostración a esos infelices de primera que lo dejaron libre tantas veces. Era la consagración.

Vinieron los compañeros a abrazarlo, a palmearlo a felicitarlo. El estadio se derrumbaba de la emoción. Empezaron a corear su nombre. De pronto se escuchó un grito que decía “no”. La tribuna estalló en insultos. Sus compañeros fueron a increpar al juez de línea. Rubén no entendía nada. Quedo aletargado, como atrapado entre dos realidades. Hasta que de refilón vio como el juez de línea tenía la bandera levantada. Impávido mantenía su postura el linesman, ante las protestas e improperios de los jugadores.

Cuenca con el torso desnudo cayó de rodillas sin poder creerlo. Ya todo el equipo y parte del cuerpo técnico rodaba al juez de línea que se aguantaba todo. Desde las tribunas empezó a diluviar todo tipo de objeto. Rubén se levantó, agarró su camiseta y también fue al tumulto a reclamar por qué no le cobraron el gol. Un gol legitimo según se pudo ver, luego, en la repetición por televisión. El árbitro vino a poner orden, expulsando a dos compañeros y amonestando a Cuenca por estar en cuero a los gritos. La cosa no terminó ahí porque al momento de mostrarle la amarilla, el jugador le estampó terrible cachetaz. El sonido se escuchó en cada rincón del estadio. Como si todos se hubiesen callado adrede en ese preciso momento. El árbitro, como si fuese un robot, sacó la roja y chau.

El equipo terminó perdiendo en tiempo adicional y chau octogonal. Otro año más en el averno del ascenso. Otra temporada en esa maldición llamada Nacional B. Pensar que Deportivo San Antonio había hecho temporadas históricas en primera. Si hasta la Libertadores había jugado en tres ocasiones. Pero una vez que descendió, nunca más supo volver. De ídolo a enemigo. La tribuna empezó a insultarlo. Rubén se fue llorando de impotencia hacia los vestuarios. Cuando pudo ver por la tele que no había sido fuera de juego, estalló. Pateo sillas, golpeó las paredes hasta hacerse sangrar los puños. Sus compañeros de equipo trataron de calmarlo, pero fue en vano.

Pasaron los días y la bronca continuaba. Lo peor vino después: sanción de la AFA de 3 meses sin poder jugar. Sobre llovido mojado: el club, otro más, lo dejó libre. Rubén Cuenca empezó a pensar que el futbol no era para él. Pero luego recalculo: él no era para el futbol. Pasaron los meses, no había equipos que se interesaran en él. Su estado físico iba mermando terreno ante el sobrepeso. Los pocos ahorros que se había hecho como jugador ya se habían esfumado. Para colmo de males, se separó de la mujer, porque Rubén había dejado de ser Rubén desde el momento en el que el juez de línea levanto esa maldita bandera.  Se había vuelto taciturno, malhumorado, irascible. No se aguantaba ni él, mucho menos la mujer. Así es, nuevamente se quedó solo, como aquella tarde en la que no le dieron un gol legítimo.

Así empezó a odiar el futbol, a rechazarlo por completo. Ni por la televisión ni por la radio quería escuchar de ese maldito deporte. Deporte injusto, manejado por gente del mal. Pero había algo que lo molestaba más: escuchar un grito de gol. Con decirles que ya retirado y como chofer de un remis, chocó su 504 contra un VW Gol. El choque fue lo de menos, lo posterior fue lo grave. Se bajó con fierro y reventó al pobre auto de la marca alemana. Uno cuenta eso, porque Ruben en la calle tuvo múltiples choques, en todos solo se bajó del auto, intercambió datos de seguro y nada más. Pero con el incidente con el gol, le había movido la estructura psicológica.

Solo, con dolor, bronca y odio Rubén pasaba sus días pensando en cómo vengarse del fútbol. Pero no una venganza cualquiera. Algo grande, algo que mate al futbol, que lo deje sin fuerzas. Y eso era el gol, no marcarlos, sino gritarlos, festejarlos. Eso era lo más lindo del futbol, lo que mantenía con vida a pesar que todos sabían que el deporte es un mero negocio. No hay nada más bello que gritar un gol y abrazarse en la tribuna. Algunos especialistas lo comparan con un orgasmo. Y lo es, sin el orgasmo el sexo no sería nada. En el futbol sin el grito de gol, pasaría lo mismo ¿Cómo hacerlo? ¿y más estando solo en esta cruzada? ¿Recurrir a una bruja? ¿A la magia? Nada de eso, pensó Rubén mientras sonreía.

Si la fe mueve montañas, la venganza mueve volcanes. Rubén tenía todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su venganza, para erradicar la felicidad del futbol. El nuevo milenio todavía no había empezado, él solo tenía 26 años, podría dedicarse todo el resto de su vida a fraguar la venganza contra tan noble deporte y acallar los gritos. Rubén empezó la facultad, laburaba y le metía con todo a la carrera de programación. Él sabía que ni el mal, o un pacto demoniaco o cualquier otra barrabasada iban a funcionar, lo único que iba a surgir efecto era la tecnología. Lo intuía. Su venganza lo percibía.

A lo largo del tiempo se recibió de ingeniero, mientras montaba su pequeña empresa de tecnología. Más tarde logró el posgrado, la maestría en Ciencia de Datos. La sociedad que había construido creció hasta transformarse en la más grande de Argentina. Distintos proyectos informáticos de los más grandes del país pasaban por sus manos: organismos de gobierno, multinacionales, casi logro un monopolio. Luego de años, su empresa ya era la más grande de Latinoamérica. Llegaba la hora de concretar su venganza: acallar los goles.

El conocimiento da riqueza, y la riqueza contactos. Fue en un software contable que desarrollo para la CONMEBOL donde se relacionó con todo tipo de dirigentes, tanto de la Confederación Sudamericana, como con las del resto del mundo. Hasta que llegó a entablar relaciones con la FIFA. Todos estos años le habían dado la capacidad de poder manejar a su antojo el accionar de su venganza: había diseñado un software, que, mediante un circuito de cámaras y chips en la pelota y jugadores, monitoreaban constantemente las jugadas. Las estadísticas de los equipos que participaron, obviamente en silencio, arrojaron como resultado que el 70% de los goles deberían ser invalidados por infracciones previas o por fuera de juego. Con ello no lograría erradicar el grito de gol tan ansiado, pero le daba una estocada de muerte al futbol: antes de gritar casi cualquier gol, había que esperar el visto bueno del árbitro y el de la máquina.

Presentó dicho proyecto en la FIFA en el 2015. Lo atendió un suizo, que pareció bastante interesado, más viniendo de un ex jugador que sabía de lo que hablaba. Mientras Roberto Cuenca explicaba las bondades del “sistema veedor de goles”—tal como lo bautizó Cuenca— el dirigente de alto rango de la FIFA parecía interesarse cada vez más. Luego programaron otra reunión, ya con el sector de tecnología aplicada al futbol de la máxima autoridad del futbol. Todo transcurría sobre ruedas, el proyecto avanzaba cada vez más. Finalmente, Cuenca entrego todo el proyecto en una presentación con el mismísimo presidente de la FIFA, en donde había miembros de la UEFA, AFC, CONMEBOL, entre otras Confederaciones.


Pero un buen día la FIFA no le respondió más los mails. Tampoco el teléfono. Los días se transformaron en meses. Rubén estaba descolocado, no sabía que había pasado. Incluso fue varias veces a Ginebra, pero no tuvo suerte, le ponían cualquier pretexto para no atenderlo. Durante meses y meses, Rubén Cuenca pensaba y pensaba en lo que había hecho mal, si el proyecto no les gusto o se “avivaron” que con eso iban a arruinar el fútbol. Hasta que un buen día, en el 2016, la FIFA presentó el VAR. El concepto, la logística… todo era igual a lo creado por Rubén. Cuando se enteró de tal funesta noticia, estalló en ira, empezó a romper todo lo que tenía en su lujoso escritorio. Revoleo cosas por la ventana de su edificio en Puerto Madero, hasta que la policía se lo llevo detenido. Más tarde fue internado en un neuropsiquiarico. Su empresa fue tomada por otros socios, y él en la más completa miseria. Hace un par de años le dieron el alta. Hoy por hoy, está solo en una pensión, cuando se enteró que para este mundial debutaba el offside automático, Rubén solo masculló bronca, se sentó en su silla de plástico en el kiosquito que atiende y suspiro profundo. Hay quienes dicen que Rubén Cuenca está planeando una venganza en contra de todos los corruptos de la FIFA. Otros que han hablado con él, dicen que ya está, que al futbol lo van a matar los dirigentes. El tiempo dirá.

Toni Schweinheim 
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor



Romualdo

Ahí está Romualdo, una vez más la suerte le ha sido esquiva. Una vez más la pelota se perdió lejos del arco. Una vez más bajan los gritos desaforados de los hinchas puteándolo. Se acaba la paciencia y el partido. Un nuevo yerro cerca del final. Las manos en jarra sobre la cintura, la mirada perdida en el césped como buscando una explicación que nunca encontrara. Siguen llegando las puteadas, cada vez más fuerte.

Un once de julio de mil novecientos noventa y uno hubo un eclipse solar. Fue total en Costa Rica, el día se transformó en noche. La luna jugueteo bravamente con el sol y este tímidamente se escondió tras ella como un niño se esconde en las faldas de su madre.  Había magia en el aire, las estrellas aparecieron como las salpicaduras de caspa de algún dios distante y espacial algo descuidado. En la Argentina el fenómeno se vio en forma parcial pero sin embargo eso no le quito la magia al día. Nacía Romualdo, no venía solo al mundo.  Su número en esta vida no sería el once, tampoco el dos. Sería el nueve. Algunos dicen que nació un cinco de marzo ¡Hasta en eso le hacen errar al pobre de Romualdo!

Ahí está Romualdo esperando solo, sus compañeros lo miran, dudan si darle el pase o no. Pero se lo dan. Romualdo arremete con fuerza, mueve las piernas con la fuerza de un caballo de molienda.  Recibe la pelota y como un corvette en las onduladas carreteras norteamericanas se lanza hacia al área. Difícil que esta vez falle. “Off Side” dice la bandera del lineman que flamea. Otra vez esa bandera enemiga flameando en el aire. ¡Ese banderín hijo de puta de nuevo! Romualdo se agarra la camiseta y muerde la parte inferior, su mirada febril otra vez descansa en la gramilla. “Esta semana en el gym no voy a hacer bíceps porque me toca marcarle las jugadas a Romualdo, practico brazos levantando miles de veces el banderín con los off sides de Romualdo”, había bromeado el hijo de puta del juez de línea en la antesala del partido. Algún compañero solidario lo consuela: “Será la próxima, no te preocupes”. Otros en cambio lo miran con cara de culo y se lamentan haberle dado el pase. ¡Qué sabrán ellos! ¿Cuántos golpecitos debe dar un orfebre para terminar su obra? ¿Cuántas veces fracaso Einstein antes de desarrollar la teoría de la relatividad? El delantero, ese nueve de área es como una ametralladora, en armas de ese calibre muchas balas se desperdician, quizás tantas más de las que aciertan en el objetivo. ¿Cuántos goles se habrá errado Pelé? ¿Cuántas veces Jürgen Klinsmann quedo en Off Side en toda su carrera? Claro, nadie cuentas las malas. Solo valen las buenas, los goles asestados, las asistencias.  ¿Y si Romualdo se está errando todo esto porque luego emboara todas? Difícil saberlo. De mil goles que hizo Romario es más que seguro que habrá malogrado unos tres mil. Si los delanteros son así. En una muy buena tarde de cinco ocasiones, dos te la mandan al fondo de la red. Tres si están en una excelente racha. ¿Dicen algo de las ocasiones falladas? No, pero ahora Romualdo está fallando de cinco de cinco. O seis de seis. Perdimos la cuenta.

Otra vez bajan las puteadas, como esa lava que lentamente quema la vegetación. A Romualdo le zumban los oídos, seguramente tendrá revancha, pero hoy el enemigo a batir es él. Sus propios miedos y en dejar de darle bola a las oleadas de improperios que bajan de las gradas. No va a tener mucho tiempo más, el reloj marca que solo quedan un puñados de minutos. Tal vez pueda meter alguna y hacerle comer todas las palabras a esos hijos de putas que no dejan de romper las bolas con insultos. Se viene otro ataque, tal vez el ultimo del partido. “Pensá” le dice una voz interior a Romualdo. Entonces detiene su carrera hacia el arco rival, observa al último defensor y nota que no está en posición adelantada. 

Entonces ve como la jugada se va desarrollando por la banda derecha. Le llega el balón que quema, arde en los pies del delantero. “¿Por qué justo a mí?” pensó hasta el hartazgo. Romualdo levanta la cabeza, mira rápidamente a todos lados como para deshacerse de esa maldita pelota y evitar el ridículo y las postreras puteadas. No puede. Todos están marcados. Queda una única posibilidad: enfilar al arco. La gente brama, en el medio de la soledad de sus pensamientos puede escuchar lo que dice cada uno de ellos, sin embargo, en su pecho los latidos cada vez se oyen más fuertes. Siente un escozor que va desde el estómago hasta la garganta. La transpiración le cae fría, los ojos le brillan y siente una presión fuertísima en la nuca. Pero él estoicamente va al frente logra deshacerse de un marcador y fusila al arquero. El balón se pierde por los aires.  Hoy a la noche los programas deportivos lo mataran. Sus compañeros lamentaran haberle dado el pase.  Las palabrotas caen desde la popular y la platea como una cascada en donde no se distingue nada, solo es un ruido fuerte que lastima. Él sigue mirando el césped, buscando una explicación. Sus ojos ahora se posan en aquel esférico inflado con aire y maldad que descansa allá a lo lejos. La contempla como si pudiera desde lejos una darle una confortación. Pero el balón, la “caprichosa” como la llama Quique Wollf, sigue impávida allá a lo lejos como cagándose de risa de sus infortunios. La pelota no habla, si hablara tal vez lo aconsejaría, tal vez lo consolaría o tal vez lo putearía, como hacen todos.


Toni Schweinheim 
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor


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¿De qué te ponés contento?

 Yo la verdad es que no te entiendo Cacho, la verdad que no te entiendo. Ni a vos, ni a todos aquellos que van a una cancha. O a esos hinchas que siguen a sus equipos. Es medio una locura hermano. ¿Medio? Es una locura sideral completa. Sufrir, amargarse o estar de capa caída por el resultado donde un par de tipos no puede meterla en un arco. Es enfermizo eso, es enfermizo. Ni hablar cuando vas a la cancha. Parado haciendo fila bajo el sol, después en la popular cagado de calor, en el trayecto la cana te maltrata. No te entiendo, no los entiendo.


Y eso de ponerse contento cuando ganan, mamita querida. Eso sí que no lo entiendo. Si ganaras el prode, lo entendería. O si fueses parte del equipo y te dan una moneda. ¿De qué te pones contento? Si mañana tenés que ponerte a laburar como si nada. Y encima en un par de semanas el torneo empieza otra vez y nuevamente comenzás a ponerte nervioso. Es un círculo vicioso. Para mí eso del futbol es un vicio. Es como fumar, pero con más altibajos emocionales. Pero claro Cacho, si sos un tobogán de emociones. Más que tobogán sos una montaña rusa, hermano. Hasta te peleas con amigos.


Pero que te voy a decir yo, si no escuchas a nadie, estas como loco. Todos los domingos lo mismo. Aunque últimamente no son los domingos. Son casi todos los días, porque lo que organizan el futbol ponen un partido cuando se les canta el orto. Ahí tenés lo poco que lo respetan a ustedes. Es una locura, pero vos seguís y seguís yendo. Y no solo vos, son miles, millones en todo el país.

Anda tranquilo Cacho, anda, disfruta de eso a lo que le llaman pasión. Yo también me tengo que ir yendo, porque a las siete abre el bingo y hoy me tengo fe. Vengo perdiendo seguido y en casa me quieren matar, pero yo me tengo fe que hoy algo bueno saco. Si no saque nada hace rato, pero esto es cuestión de persistencia, la maquinita tarde o temprano algo te va a soltar. Además, me hace bien, me relaja, me saca de la rutina. Vos dirás que estoy loco por pasarme como doce horas ahí adentro, pero vos tenés que estar ahí. Y somos varios eh. Tendrías que probar un día ¿te vas a la cancha? Anda tranca, yo no entiendo la verdad como te gusta eso, la flauta.


Por lo único que seguiría un partido sería por las apuestas. Pero lo veo difícil. Los jugadores son muy permeables. Vos viste la cantidad de partidos arreglados que hay. Y hasta te amargas por eso, Cachín, si sabes que esto es un negocio. Ahora encima vino el VAR. Vos me dirás que vino a mejorar el futbol. No, mi viejo, no, para nada. Vino a meter la mano negra ¿O por qué te crees que hay más casas de apuestas on line con el futbol? Hasta la selección tiene una de sponsor. Vos déjame con las maquinitas que no tarde o temprano te tiran una ficha y no me hago mala sangre, bueno un poco si cuando me dejan seco y me amargan la semana. Pero es un juego y vos lo sabes ¿Qué lo tuyo también es un juego? No Cachito, vos le metes pasión a eso. Una cosa es meter una moneda y darle a la palanquita. Otra es ir disfrazado con los colores de tu equipo a la cancha, cantar, todo eso que haces gratis y porque, según decís, te gusta.

¿Cuántos partidos ganaste? ¿Cuántos torneos? ¿Te dieron un premio? Nada viejo, al otro día a la misma rutina como siempre. Vos me dirás que vas contento, pero se te pasa cuando empieza el otro torneo, y ustedes no salen campeones muy seguido eh. Parecen el cometa Halley. Si fueses del Real Madrid por ahí te entiendo, te cansas de festejar. Siempre ahí arriba, y debo decirte que sí, eso debe ponerte contento. ¿Pero lo tuyo? No, olvídate. Si ganan uno y pierden tres. Se te van a años de vida, viejo. Claro, vos decís que soy un amargo, que de pasión no entiendo una goma, pero yo me caliento por cosas concretas, no porque el 9 del equipo al que le pagan por hacer goles metió un gol después de cinco partidos. Es como ponerme contento cuando la maquinita me tira que gané algo ¿Sabes la plata que le metí? Esto es lo mismo Cacho, estas enfermo, tenés que hacerte ver, te va a hacer mal este fanatismo, es como una enfermedad, querido amigo.

Toni Schweinheim
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De la cuna al cajón

Jorgito corrió a toda velocidad a la esquina donde se juntaba con los pibes. Traía consigo el diario de la tarde y a juzgar por su color pálido parecía que había visto un fantasma.  El grupo de amigos debía estar todavía en la esquina. Siempre se quedaban allí hasta entrada la tarde para luego irse al bar de la otra esquina a jugar algo de pool o algún que otro partido de truco. Las piernas no le daban más, pero la trágica noticia que llevaba encima no le dio respiro. Cuando por fin llego, se puso en frente de donde estaba el Ruso, puso sus manos sobre las rodillas en clara señal de cansancio mientras jadeaba fuerte. 

—Se murió el Cabezón —dijo por fin Jorgito mientras le brotaban las lágrimas.

— ¿¡Qué!? —Dijeron a coro los pibes.

—Le pegó… un bobazo… no lo puedo… creer —dijo entre sollozos y jadeos el recién llegado.

— ¡Pero el Esteban tiene 27 años!  —gritó el Gordo.

—Acá tenés el aviso fúnebre, mirá si voy a joder con una cosa así, pelotudo —respondió Esteban mientras le señalaba una necrológica en el diario.

“Esteban Rapetti partiste hoy. Siendo tan joven te nos fuiste al cielo. Te extrañaremos. Tu familia” decía el texto por debajo de una cruz. El gordo tiró el diario y se agarró la cabeza. El Ruso se sentó en el cordón, otros como Sebas y Fede  quedaron en silencio. Juan se puso la mano a la altura de la boca y se largó a llorar.

—Pero pará un poco ¿Cómo sabemos que es el cabezón? —el Gordo se resistía a creer lo de Esteban.
 
—Lo llamé al celular, no atiende, da apagado… no sé. Además vengo de la casa, está lleno de gente llorando, muchos vecinos… no me animé a más.

— ¿¡Fuiste hasta la casa!? —se sorprendió Juan.

—Tenía que confirmar, hice de tripas corazón y me mandé. Ojo, solo miré, desde la vereda de enfrente, no voy a ser tan pelotudo de meterme ahí cuando en esa familia no nos juna nadie y más en un momento así.

Este aborrecimiento de la familia de Esteban a sus amigos provenía por una cuestión netamente futbolistica. La familia Rapetti siempre estuvo vinculada a la vida social de Newell’s Old Boys, uno de los tatarabuelos maternos había llegado a ser vicepresidente de la institución leprosa. Era una familia que respiraba los colores rojinegros. Pero por esas cuestiones de la vida, el Cabezón Esteban se había hecho fanático de Rosario Central desde pequeño. No hubo oferta u amenaza familiar que lo sacase de ser canalla.  La familia no tuvo más remedio que aceptar esa elección. Eso sí,  lo que no aceptaba era la relación con sus amigos. Esa banda de vagos sin oficio ni beneficio. Fue en el cumpleaños del abuelo Cholo, allá por 2008, cuando se armo la podrida y a Esteban casi lo rajan de la casa. El Cabezón había ido al cumple del nono con los amigos canallas. Fue como una olla a presión. No tardaron mucho en  trenzarse a golpes con unos primos y unos tios leprosos que empezaron a cantar canciones de cancha en contra de los canallas. El saldo de esa fiesta fue lamentable: el viejo terminó internado y los amigos junto con los primos y esos tíos en la comisaria demorados. Desde ese día ni un amigo del Cabezón podía pisar ni siquiera la vereda de la casa. Ni siquiera podían llamar a la casa.

—Como mierda vamos a hacer para darle el último saludo al Cabezón —dijo con desazón Sebas.

—Yo iría igual, viejo. No creo que sean tan chotos de impedirnos entrar al velatorio de un amigo —terció el Gordo.

—Son chotos, hermano… son chotos. Olvidate.

—A mí me preocupa que no le vamos a poder cumplir la última voluntad al Esteban —dijo en tono preocupado Jorgito.

—Siempre supimos que esa voluntad iba a ser imposible de cumplir —se resignaba el gordo.

—Justo mañana jugamos, loco, parece una puta ironía del destino…

—Ustedes están en pedo, en primer lugar como carajo hacemos para meter un ataúd en un una tribuna, más en medio de un partido —se indignaba Juan—, segundo ¿Ustedes se piensan que la familia va a dejar que hagamos eso? Todo muy lindo con la romántica idea de ir por última vez a la cancha en lugar de tener velatorio. De estar en una tribuna en lugar de un lugar de mierda con un monton de caretas. Pero seamos realistas, no podemos y si queremos hacerlo primero nos caga a tiros la familia y después la policía cuando queramos entrar el ataúd a la cancha. Es imposible. Ahora ni velarlo en la sede podríamos…

—El Cabezón es un hermano más que un amigo, yo daría hasta la vida por cumplir su sueño, que en definitiva es nuestro sueño, nuestro pacto de amistad…—se rebelaba Jorgito.

—Yo también, loco. Daría la vida. Vamos a hacerlo  —se sumaba el gordo. Otros asentían con la cabeza. Un silencio quedo flotando en el aire, como si esa falta de palabras fuese un compromiso asumido.


Esteban y sus amigos tenían un “pacto”, por definirlo de alguna manera, un tanto difícil de cumplir. Tanto el Cabezón como sus amigos habían leído que en el 2011 en Colombia un hincha del Cúcuta, que había sido asesinado el día anterior,  había tenido su “última visita” a la cancha en pleno partido, cuando su equipo jugaba contra Envigado. Con el cajón en andas los hinchas irrumpieron en pleno partido, para que el difunto hincha tuviese un velatorio acorde a sus ideales. Mucho se habló del tema: que eran barras, que no lo eran, que fue un ajuste de cuenta... Lo cierto es que Esteban y sus amigos se habían “enamorado” de esa secuencia y se juraron que el día de la muerte de alguno de ellos, iban a hacer lo mismo. Nunca pensaron que eso iba a ocurrir tan pronto.


—Bueno ¿Cómo mierda hacemos? —se plegó al compromiso Juan— ¿Vamos hasta la casa le decimos que por favor nos presten el ataúd con Esteban para llevarlo a la cancha y volvemos? Nos van a sacar a tiros boludo…

—Hablando no se pierde nada —dijo el Gordo—, anda vos Fede, que sos el más educado…

—Ni loco, chabón.

— ¿Y si  robamos el ataúd?

— ¿Qué mierda fumaste pelotudo? —lo paro en seco Juan.

—Por la inseguridad las casas velatorio cierran a la medianoche, —empezó a maquinar Jorgito— ahí podemos entrar. Forzamos una puerta sacamos el féretro, lo subimos al auto de Sebas y nos mandamos para la cancha bien temprano, cuando la barra mete los trapos y eso…

—Estas completamente en pedo…

—Hay que pensar otra cosa ¿Tu tío es policía, no podrá hacer algo? —tiro un centro Jorgito

***

—Buenas tardes, Soy el sargento Roberto Esqueda de la policía científica. Recibimos una denuncia sobre el fallecimiento de Esteban Rapetti y tenemos que llevarnos el ataúd con los restos del causante a la morgue judicial.

—En este momento no se encuentra ningún familiar en la sala, son las seis de la mañana y hasta las siete está cerrado el lugar.

—Tenemos una orden judicial.

—Un momentito por favor —respondieron por el portero eléctrico. Al cabo de unos minutos abrió la puerta un hombre flaco de bigotes entrado en años. Intercambió un saludo frio con el sargento se interiorizó de la orden judicial, constató sobre su legalidad y por fin hizo pasar a los oficiales al hall.

—Bien, está todo en orden —dijo el de la funeraria—, ahora llamo a personal de la cochería para que los ayude a cargar el féretro ¿Quiere constatar al causante antes de retirarlo?

—No hace falta, confío en ustedes. Además no es la primera vez que pasa algo así —devolvió parcamente el sargento. Lo que siguió fue un papeleo, firmas, algún testigo que pasaba por allí. Al cabo de media hora cargaron el ataúd a la camioneta de la policía científica y emprendió su marcha. El móvil hizo un par de cuadras y doblo por una cortada y se detuvo frente a unos muchachos que estaban como esperando a la camioneta. El sargento, que iba del lado del acompañante, bajó la ventanilla. Uno de los jóvenes se acercó hasta él.

—Juli, ya tenemos a tu amigo a bordo —dijo mientras se prendía un cigarrillo—, tuvieron suerte, la denuncia que hicieron por muerte dudosa tuvo eco. La fiscalía nos mandó a recoger al causante y acá lo llevamos a la morgue judicial.

—Gracias tío, no sabes el favor enorme que te vamos a deber —dijo el gordo al borde de las lágrimas.

—Mira Julito, te voy a ser sincero. Con esto me juego el puesto, pero lo hago por nosotros para que esos pingüinos malparidos no impidan cumplir el sueño de uno de nosotros —dijo el sargento, ya abajo del móvil—. Ahora me lo llevo para la morgue, a eso de las tres, cuando falte poco para el partido lo llevo hasta la cancha. Voy a poner la chata en la calle, por detrás de la tribuna y de ahí no se mueve. No va a estar adentro de la cancha pero de la camioneta no lo podemos sacar.  Al fin y al cabo va a estar ahí de la cancha. Y es la única forma para que no se me arme quilombo porque la autopsia se la harán por la tarde noche.

El sargento volvió a subirse a la camioneta y partió hacia la morgue judicial. Los muchachos se abrazaron formando una ronda y se largaron a llorar como chicos en plena madrugada rosarina.

***

La camioneta se había estacionado ya. Faltaba muy poco para que el partido comience. Los muchachos habían ido tempranito a esperar al Cabezón. Era el último partido al que iban a asistir juntos y estaban muy emocionados. A lo largo de la tarde brotaban las anécdotas, las lágrimas, las risas. Hasta habían preparado una bandera que decía: “Por siempre Cabezón”.  Los pibes rodearon la camioneta y se pusieron a llorar. Sebas se largó a cantar y los otros lo siguieron. Los chicos no se querían mover de al lado del móvil de la científica. El encuentro en sí era uno más, Central se enfrentaba a Banfield, pero para ellos se trataba del partido más importante de sus vidas, puesto que Esteban, el Cabezón, partiría al cielo y ese sería su último encuentro.

—Vayan a ver el partido que ya empezó hace rato, eso es lo que hubiese querido su amigo, no se van a quedar acá —les dijo el sargento—, ustedes ya cumplieron, le aseguro que su amigo esta acá presente sonriendo y feliz por lo que hicieron por él.

Las palabras le calaron hondo al Gordo que se largó a llorar como desquiciado. Sebas seguía cantando como extasiado. Entraron a la cancha llorando y cantando. Cuando entraron había mucho silencio, eso los impactó aún más. Pero era porque justo el  Taladro había metido el primer gol, el uno a cero. A los pibes no les importaba el resultado, aunque si querían ganar así su amigo se iba para el cielo con una victoria del Canalla. Fue cuando llegó el empate: Todos se abrazaron fuertemente y el Gordo recordó lo que le dijo su tío hacia unos minutos. Que seguramente Esteban estaría allí, contento, celebrando el gol, llevándose consigo esa maravillosa postal del gol. Un grito eterno de gol. Y allí lo vieron a Esteban, sonriendo  y levantando una mano hacia donde estaban ellos. El gordo lo vio, Sebas lo vio, también lo vieron Jorgito y Juan. El Cabezón estaba allí.

— ¿Cómo andan muchachos? Llegue tarde, no saben lo que me paso —le dijo el cabezón mientras se acercaba—El gordo empalideció y se desmayó en el acto. Los otros se quedaron mirándolo atónitos, como tratando de entender semejante milagro.

— ¿Ehhh que carajo les pasa?

—Pero vos… vos… ¡Acá! —tartamudeo Sebas.

—Si yo acá, no iba a venir, ¡No sabes la que me pasó! Ayer se murió mi tío Esteban, un bobazo fulminante. Con todo el quilombo perdí el celular y no pude avisarles, garronazo loco. Hoy, ahora bah,  era el entierro,  no sé qué mierda paso pero la policía se llevó el cuerpo del velatorio, así que aproveche que no había entierro y vine. ¿Pero qué le pasa al gordo? Ni que fuera que vio un muerto…

Toni  Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor

Ciego, no boludo

Leonel plegó su bastón blanco y se sentó en la platea. Iba solo a la cancha. En realidad no tan solo. Javier, su hermano, era jugador de reserva y en los últimos meses había pegado el salto a primera. Y Leonel muy emocionado quería estar presente en su debut. Ambos hermanos habían venido del interior, uno para jugar al futbol en forma profesional y él para estudiar.

— ¡Qué admirable lo tuyo, pichón! ¡Eso es querer al equipo! no te había visto antes por acá —le dijo un viejo mientras se sentaba a su lado.

—Gracias maestro, pero no soy hincha, yo vengo acá por mi hermano, antes iba a la popular pero mi hermano me consiguió un abono acá en platea la semana pasada —dijo con una sonrisa Leonel.

— ¿Ah, pero dónde está? Porque te veo solo acá — pregunto el viejo.

—En el banco de suplentes, es Javier Guerrero, el pibe de inferiores—comento con una gran sonrisa.

—Ah pero mira vos, que bien, dicen que es muy bueno… —comento el viejo un tanto desencantado.

—Ajá, por ahí debuta hoy, aunque la verdad es que dijeron eso desde hace tres meses pero el técnico no lo pone.

—Hay que tener paciencia ¡Hola Juancito! —dijo eufóricamente el viejo mientras se acercaba otro viejo con el diario bajo el brazo— mirá, te presento al hermano del futuro crack, Guerrero.

—Hola, nene —dijo el recién llegado mientras se rascaba la barba blanca.

—Mucho gusto señor, soy Leonel —se presentó el chico— Les quiero hacer una pregunta, ustedes que son hinchas y que seguro que vienen siempre, capaz que vieron algún partido de reserva o algo ¿Cómo lo ven a mi hermano? ¿Tiene futuro?

Ambos viejos se cruzaron miradas, Juan el recién llegado comenzó a rascarse un oído con el meñique, signo de que estaba dubitativo.

—Es bueno el pibe, es bueno —dijo por fin uno de los viejos, poniendo su dedo índice sobre la boca y mirando al otro viejo.

— ¿y si es bueno, porque no lo pone nunca el técnico? —dijo Leonel, en tono medio socarrón.

—Y… ¿sabes lo que pasa, nene? Con los pibes hay que ir de a poco, sino los quemás, ¿viste?
—Pero mi hermano no es tan chico, anda por los 23 años ya…

— No importa la edad, el tema es que Suarez, el titular, anda fenómeno —terció el otro viejo.

El bullicio y griterío general daba cuenta de que los jugadores salían a la cancha. Un par de petardos del lado de la popular y los típicos cantitos daban por comenzado ya el encuentro. El partido era un verdadero bodrio. Un cero a cero inamovible. Las ilusiones del debut del hermano de Leonel otra vez se hicieron añicos cuando la voz del estadio anunció el tercer cambio, pero no entraba él. Leonel se sentó tranquilo y jugueteaba nervioso con su bastón. Oscar y Juan, los dos viejos, se dieron cuenta de eso y trataron de animarlo con frases hechas del tipo “pero ya va a debutar, las condiciones no estaban dadas”… pero lo cierto es que Javier Guerrero era realmente horrible. Estaba en el banco de suplentes no porque fuera bueno, sino porque el club atravesaba una de las peores crisis económicas en su historia y tenía que atiborrar el banco de muertos. Ya los titulares eran un asco; los suplentes, ni hablar.

Pasaron diez partidos y Leonel siempre estaba firme con su bastoncito blanco en la platea. Con el correr de los encuentros se hizo muy amigo de ambos veteranos del tablón. Los viejos lo “adoptaron” y él les tomo cariño. Más de una vez terminaron en el bar de la esquina tomando algo o lo acompañaban a la parada del colectivo. Tanto Oscar como Juan no sabían cómo decirle a Leonel que su hermano era un tronco, que era horrible y que no lo iba a poner en la cancha ni a cortar el pasto.

—Hay que decirle al pibe que su hermano es horrible, no sirve ni para hacer sombra —dijo Oscar un día cuando se juntó con Juan a tomar una ginebra.

—No seas boludo, como le vas a matar la ilusión al pibe.

—Y pero pobre pibe va a venir siempre al pedo ¿Vos viste que asco que da el hermano en los partidos de reserva? No puede parar ni un colectivo en la terminal.

—Si pero deja que siga viniendo Leonel, es buen pibe, si hasta ya se hizo hincha. Se hace querer. Además llenamos un poco más la platea.

—Por mí que venga siempre, yo lo estimo al pibe, son de esos pibes que hay pocos. ¿El tema sabes cuál va a ser?

— ¿Cuál?

—Que si su hermano debuta, se va a mandar dos mil cagadas como lo hace en reserva y el pobre Leonel se va a poner mal.

—No te preocupes por eso, llegado el momento le mentimos.

— ¿Qué decís?

— El pobre pibe es no vidente, no va a ver lo horrendo que es su hermano, se manda una cagada y le decimos que fue otro jugador.

— ¿Y las puteadas y eso? Leonel es ciego, no sordo, mucho menos boludo.

—Las puteadas olvídate, si en la platea ya no hay ni ganas de putear a nadie, lo manejamos. Es una mentira blanca, le haces un favor al Leonel que quiere al hermano.

—Como digas.

Era el anteúltimo partido del campeonato, o sea, el último de local. Como en cada final de torneo, los equipos, por más perros que sean, siempre algún jugador venden o alguno es pretendido por otro equipo. Cuando pasa eso siempre se ponen suplentes, y entre esos suplentes que iban a salir al campo de juego estaba Javier Guerrero.

—Hoy llego el día nene, por fin sale tu hermano con la gloriosa casaca — lo palmeo Oscar a Leonel, ni bien llegó a la platea.

—Hoy la rompe el crack —aseguro Juan.  Leonel asintió con la cabeza y se sentó. Leo no estaba ansioso ni contento, no tenía ningún sentimiento a flor de piel. Tenía una paz envidiable, como si su hermano fuese Pelé o Beckenbauer. Juan y Oscar se miraron y se extrañaron de la tranquilidad del joven.

Cuando los altoparlantes dieron la formación Juan y Oscar aplaudieron y gritaron como locos. Fueron los únicos,  Leonel estaba apático y apenas sonrió de compromiso.

El partido comenzó y no pasaron ni tres minutos cuando el hermano de Leonel levanto por el aire al delantero rival dentro del área, penal y gol para los contrarios.

— ¿Quién hizo el penal? ¿Fue mi hermano? —pregunto muy nervioso Leonel

— No Leonel, tranquilízate, fue el 6 — mintió Oscar.

— ¿Estás seguro? Me pareció oír el nombre de mi hermano —desconfiaba Leonel.

—Idea tuya, pibe.

El partido siguió, un mal pase de Javier hacia atrás provoco lo que sería el segundo, la dejó corta. No había pasado un media hora y ya perdían dos a cero. La platea estaba insostenible, muchos ya puteaban a Guerrero. Juan se agarró la cabeza, Oscar iba a decir algo pero se contuvo. Leonel no pronuncio una palabra pero esbozaba una sonrisa, como si se estuviera divirtiendo con todo lo que le pasaba. Juan la confundió con una risa nerviosa u lo palmeó al joven.  Al cabo de los 45 minutos, el partido estaba dos a cero abajo gracias a los dos errores de Guerrero.

— ¿Cómo está jugando mi hermano? —pregunto Leonel

—Bastante bien, se la viene aguantando bien —mintió Juan mientras Oscar meneaba la cabeza.

El segundo tiempo empezó bien para los locales: a los seis minutos, Miñardi empalmó de volea un centro y puso el 1-2. El equipo comenzó a presionar arriba y el empate vino a los 35 minutos por intermedio de Casilda. Juan, Oscar y Leonel se abrazaron como nunca. Si bien el partido no definía nada, dar vuelta un resultado siempre era motivo de alegría y esta vez  se mezclaba con la nostalgia de no ver al equipo por dos meses, no ir a la cancha. Los cantitos se hicieron sentir en la popular y la platea hacía eco de ellos. A los 47, cuando el empate estaba más que manifiesto, Lara se la toca a Javier Guerrero, este intentó salir jugando pero pisó la pelota, se cayó  de culo al suelo y la pelota le quedó servida al delantero rival que solo tuvo en su camino al arquero. Gol. La cancha quedo en silencio por un par de segundos, hasta que un grito rompió ese sepulcro.

—¡¡¡LA REPUTISMA MADRE QUE TE PARIO JAVIER, TODA TU VIDA FUISTE UN TRONCO!!! —gritó Leonel mientras agitaba el bastón blanco. Oscar y Juan se miraron azorados, no lo podían creer.

—Pibe… ¿vos no eras…?

— ¡Soy ciego, no boludo!
Toni "Preusse" Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor

Heavy Metal

"Lo amo. Él es Sir Arsene Wenger. Pero a él le gusta tener la pelota, jugar al fútbol, los pases... es como una orquesta. Pero es una melodía silenciosa. Me gusta más el heavy metal”
Jürgen Klopp.

Hay muchas formaciones, el 4-4-2 o el  4-3-3 o el 3-5-2 y muchas variantes más que podríamos estar enumerando todo el día. Pero la más linda, la más poderosa, esa que hace sentir inferior a todo el resto, la que se le anima a cualquiera y que gana cualquier tipo de campeonato es la 1-3-1. Una batería atrás, al medio dos guitarras y un bajo y, adelante, el cantante. A veces puede variar a un 2-2-1, cuando un teclado usurpa un lugar junto a la batería o a veces el sistema puede mutar a un 1-3, cuando hay un guitarrista-cantante.  El mejor equipo de futbol es una banda de heavy metal, señores. Duro, agresivo y que siempre va al frente. Un fondo compacto, un medio laborioso y más adelante un virtuoso que le ponga la pelota en el balero al delantero —que ni siquiera hace falta que sea un buen delantero; tiene que cumplir y llevar al equipo adelante. Que haga ruido, como la hinchada.

El guitarrista, claro, no gambetea a nadie y en muchos casos lo único redondo que puede llegar a tener atado es una barriga cervecera… pero, igual que aquel que tiene la 10 en la espalda, dibuja gambetas. Ambos son la magia del equipo, son los virtuosos, en un segundo te pintan la cara de arriba abajo. Un solo de guitarra tiene que ser como ese jugador que la agarra en su campo, que gambetea el sonido del bajo, que pasa limpiamente entre el doble bombo que ya está vencido y le da paso al rayo furioso en la que se convirtió esa guitarra. Su compañera, la otra guitarra, acompaña en silencio, como un testigo, como Valdano a Maradona en el segundo gol a los ingleses. Mientras el solo se va aproximando al área penal, el silencio va apoderándose del recinto, de los cuatro costados, como un trueno que no tiene apuro. Ya vimos el furioso relámpago y el trueno esta por caer,  se hace oír, y hasta ver. Ahí es cuando el solo, lejos de disminuir, la pone contra un palo para volver a fundirse en un único sonido con la otra viola, el bajo, y la batería, mientras la voz cargada de emociones del cantante parece la nerviosa voz de un relator prediciendo una nueva y magistral jugada del 10.

Allí está el bajista, casi en el medio, como un volante central. Silencioso, nadie lo ve, nadie lo siente. Pero allí está firme con su instrumento, sabiendo que todo el trabajo invisible es suyo. Si está nadie lo siente, si falta todo se viene abajo. Un trabajo en silencio, el del mártir invisible. Siempre es la figura pero las cámaras miran para otro lado. El relámpago de la gloria es para los otros, para los que meten goles, para los que dibujan solos en el aire.

Atrás, abajo, resistiendo los embates  y montado como si fuese una defensa antiaérea, esta apostada la batería. Un doble bombo que hace  sentir toda la brutalidad de la tierra. Que meta miedo, que no deje un hueco sonoro. El silencio es el enemigo y ese no entra acá, no entra al área. Y si entra sale lastimado, ultrajado y sin dignidad. Los arqueros tienen que ser alemanes y los bateros también, porque esos saben de artillería pesada. Son los latidos de una bestia que indican que el fin está cerca. No son humanos, tampoco maquinas. Son una especie de bestias míticas de cuatro brazos, como un Kintaro de rostro despiadado. Nadie se le atreve a hacer frente.

El momento crucial es cuando todos los elementos se juntan. La batería desde atrás lo empuja todo. Ambas hachas afiladísimas,  gritándole al mundo, desafiando la velocidad. Y allí, el cantante con la garganta hecha corazón, como ese relator que nos cuenta la poesía más hermosa: la jugada del equipo yéndose con todo al área rival.  Pegajosos, sudorosos saltando en un éxtasis de locura, de felicidad. No importa que te hagan pelota, que te duelan los huesos… ardiendo de locura y pasión en el mismísimo infierno.  Una multitud que se ha transformado en una única masa abrazada y saltando, moviendo la cabeza en un pogo o gritando gol. Da igual: el fútbol y el Heavy Metal no tienen ninguna frontera.

Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor


Un emperrado

Juan Carlos Poli era un misionero como cualquier otro. Trabajaba en la cosecha de yerba, estaba casado, tenía tres hijos y, como cualquier hijo de vecino, se ponía contento cada vez que veía a la selección. Deliraba con Messi; su sueño era sacarse una foto con él. Pero había algo en la vida de Juan Carlos; se emperraba o se transformaba en hombre lobo, como quiera decirle. Hombre lobo o Lobizón. Como gente del norte, nosotros le decimos emperrado o lobizón y a otra cosa. Muchos se imaginan como las películas de los yanquis, que los lobizones son mitad lobos y mitad humanos, todos musculosos, con ropa rota, justo a medida, parados en dos patas sembrando el terror. Créame que no.

 Cada vez que Juan Carlos se emperraba, se convertía en un perro común y corriente, más parecido a la mezcla entre un ovejero alemán y un collie. Nada fuera de lo corriente. Si uno lo veía en la calle, podía pasar como si fuese un perro más. Además, el emperrado adquiría la personalidad del humano que era. En este caso, Juan Carlos era un pan de Dios. Ni siquiera ladraba ni gruñía. La mujer le daba un plato de balanceado y a otra cosa. Los hijos jugaban con él o lo sacaban a pasear. La gente del lugar también lo conocía y más de uno, cada vez que lo veía emperrado, le daba unas palmaditas y unas galletitas. Lo que nadie supo nunca es por qué Juan Carlos se transformaba. No era séptimo hijo, ni siquiera tenía hermanos, ya que era hijo único; nadie le echó una maldición. Solo pasaba y ya. Ni siquiera pasaba en luna llena, ni cada periodo de tiempo. Era más al voleo. Podía emperrarse hoy, o quizás en un mes, o tal vez dentro de seis meses. Eso de la luna llena es otro cuento.

Un día le tocó viajar a Buenos Aires para hacer unos trámites, porque como todos sabemos: "Dios es argentino, pero atiende en Buenos Aires". Eligió una jornada particular para ir y matar dos pájaros de un tiro: un partido de eliminatorias después de la diligencia. Fueron como 26 horas en micro. Ahí lamentaba no emperrarse, ya que como perro podía enroscarse y dormir tranquilamente en el viaje. Llegó a la capital por la mañana, hizo los trámites que tenía que hacer y se mandó para la cancha. Fue a la San Martín baja, porque había ahorrado unos pesos y qué mejor que invertirlos en su sueño: ver a Messi. En realidad, su más grande anhelo era sacarse una foto con Lio, pero ya con verlo cerquita, él se conformaba.

La selección ya estaba clasificada y en frente estaba Bolivia, que todavía venía con chances. Sin embargo, la cancha explotaba. La prensa decía que Messi no iba a ser titular, como para cuidarlo o que iba a entrar unos minutos. Juan Carlos se aferraba a esto último. Tan solo pensar en que no iba a jugar Messi, y que se había gastado sus ahorros, le corría un frío por la espalda. Solo esperaba a que los periodistas se equivocaran. Pero no fue así. El once inicial era sin Messi. Ahora quedaba rezar para que el astro rosarino entrara un rato, así, por lo menos, "cubría" los gastos y lo veía cerquita.

Estaban De Paul, Mac Allister, el Dibu, Tagliafico, el Cuti... todos. Juan Carlos comenzó a disfrutar el partido. El primer gol lo hizo Lautaro Martínez. Se abrazó con todos y con cada uno de los que tenía a su lado. Si bien no estaba Messi, la cosa iba bastante bien. El segundo gol lo anotó Nicolás González. La fiesta seguía. Juan Carlos pensó que por más que no jugara Messi, la cosa estaba ya más que bien. Porque era la primera vez que veía a la selección en la cancha, cosa que muchos no pueden hacer. Se sintió contento y feliz, hasta que una puntada en los colmillos empezó a hacerle temer lo peor: se estaba por emperrarse...

Juan Carlos corrió al baño. Se encerró y la transformación comenzó, primero los colmillos, luego el pelaje, los ojos, el hocico... En cuestión de minutos, Juan Carlos era un lobizón. Pero este percance no lo inmutó; él iba a cumplir su sueño de todas formas. Abrió la puerta, se puso en cuatro patas y salió corriendo. Su aspecto de perro dócil hizo que pasara desapercibido. Pero él estaba nervioso. Empezó a correr como buscando una salida, iba esquivando piernas, gente que se preguntaba cómo llegó un perro hasta ahí. Juan Carlos se perdió, empezó a desesperarse hasta que encontró un pasillo. Olfateó olor a pasto mojado. Ese camino lo llevaba al terreno de juego. Se le cruzó una idea loca en el cerebro nublado. Enfiló por ese camino. Uno de seguridad lo quiso agarrar, fue cuando lo gambeteo y lo dejó culo arriba al gordo. Finalmente salió a la cancha a través de puertas grandes. El partido seguía jugándose. Ya en el campo de juego divisó a un Scaloni dando indicaciones. ¡Ahí estaba el banco de suplentes argentino! Encaró por ahí despacito, como para no levantar la perdiz, aunque jadeaba un poco de los nervios y cansancio. Poco a poco se fue acercando. Fue cuando lo vio, ahí estaba él, ahí estaba el rosarino, nada más y nada menos que Lionel Messi. "¡JUIIIIIRA!" se escuchó que decía un pelado de seguridad a los gritos. Juan Carlos se tiró al suelo y puso sus patitas por sobre su cabeza. Cuando el pelado maldito ese lo estaba por patear, se escuchó una voz mágica, una voz que solo había escuchado por la tele hasta ese momento, una voz que decía: "¿Eh, qué hace'? ¿Cómo le' va a pega' a un perro? Veni pa'ca vo". Sí, señoras y señores, era el mismísimo Messi sentado en el banco con los brazos apoyados en las rodillas. Lio lo llamó golpeando su muslo. Juan Carlos movió frenéticamente la cola, los ojos le brillaban y se acercó con la cabeza gacha. Los fotógrafos estaban extasiados por la tierna imagen del astro, la lluvia de flashes no se hizo esperar. Fue portada de muchos medios, salió en la tele. Juan Carlos lo logró, a su manera y en su forma de vida extraña. Y sí, Messi también tuvo otro récord, aunque sin saberlo: fue el primer jugador de fútbol en acariciar a un lobizón.


Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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  Por Elmer


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