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Los odio a todos—, me espetó Andreas cuando le pregunté sobre los otros compañeros. Iba a preguntarle más, pero no pude puesto que él ya se había puesto los auriculares y siguió mirando un punto fijo en la pared. Andreas Kuhppa, fue el jugador más extraño que conocí. Y eso que yo fui un trotamundos del fútbol.  Estuve en Malasia, Zimbabue, la India… países en donde uno ni siquiera sospecha que haya fútbol.


El apócope de Andreas es Andy, pero nadie osaba llamarlo así. Ni el periodismo se atrevía. Kuhppa ni siquiera era grandote, como para que le temieran por su tamaño. Media más o menos 1,75 pero era morrudo, macizo.  Solo con la mirada de sus ojos negros imponía respeto. Era un tipo oscuro, parco. No habla con nadie, los otros compañeros le tenían pánico. Era un cinco de esos raspadores, que en la cancha siempre ponían todo. Pero su único problema era que se le salía la cadena dos por tres. No era peleador, de esos que buscan pelear por nada. Él directamente peleaba y a otra cosa. Como aquel día que al serbio del TSV Rhein, casi le fractura la mandíbula de un puñetazo. Diez fechas de sanción le dieron. Tampoco se llevaba bien con sus compañeros. En una práctica había fracturado a Nebel, porque quiso tirarle un caño.

A pesar de esto, la dirigencia nunca quiso rescindirle el contrato. Pasa que decir Kuhppa, era decir Fortuna Düsseldorf. Era ídolo indiscutido. Pero Solo se había llevado bien con un nigeriano, que ya no estaba en el plantel porque lo habían vendido al Málaga.  Y yo justamente venía a reemplazarlo desde el humilde Brown de Adrogué.

Como compañero de habitación, Andreas era excelente, mejor imposible. Es como si uno estuviese solo. Estaba todo el tiempo acostado escuchando heavy metal de un viejo Discman. Era ordenado como pocos. A la hora de entrenar era el primero en llegar y el ultimo en irse. Lo que me llamó la atención es que en las prácticas nunca utilizaba indumentaria del club. Mientras todos teníamos unos chalecos horribles de la marca que nos vestía, él andaba en una camiseta de Iron Maiden sin mangas y toda desteñida. Pensé que se trataba de cierta permisividad hacia su persona. Sin embargo, según me conto Elías, un compañero español,  ya no le daban más ropa del club, porque siempre la perdía –lo cual me parecía raro, porque era el tipo más ordenado con el que me había tocado compartir habitación. Las prácticas las jugaba como si fuese un partido de verdad. Metía con todo. Recuerdo una vez que me habían puesto en el equipo de los suplentes. Generamos una linda contra, me la dieron a mí a tres cuartos de cancha, enfilé para el arco, pero desde atrás y a una velocidad terrible me agarró Andreas. Volé por los aires. Sentía un dolor tan fuerte que pensé que me había roto algo. Me levanté para irlo a buscar y preguntarle por qué le hizo eso a un compañero. No llegue a decirle nada: cuando lo tuve enfrente me levanto de la camiseta y me grito vaya a saber qué en alemán, luego como un trapo de piso me tiro para un costado. Los otros jugadores acostumbrados ya a este tipo de accionar, no le dieron importancia a la cosa. El entrenador me dijo que me levantará y siguiera jugando. No entendía nada. Quería irme. Sentía que estaba en un cotolengo, rodeado de miedosos al mando de un demente. Encima ese día me tocaba compartir la habitación con él, ya que al otro día jugábamos.

Esa noche cenamos y nos fuimos a la habitación. Andreas estaba como siempre. Acostado escuchando esa bola de ruidos. Me senté en la cama dándole la espalda y mirando una foto de mi hija que en ese entonces tenía tres años y estaba allá en Argentina. Cómo la extrañaba. Pensar que yo podía estar allá con ella, ganando menos pero en casa, y no en este país, rodeado de locos. Me quebré. Las lágrimas comenzaron a caer densas. Entonces sentí que este tipo se levantaba de su cama. Sentí un frío que recorrió mi cuerpo. Hasta pensé que me iba a matar. Por las dudas me quede quietito. Pero sentí su mano apoyarse en mi hombro con firmeza. –Hija afortunada. Tiene padre que hacer sacrificio en otro país por ella—, dijo en un horrible español mientras miraba la foto de mi nena. Me quede mirándolo atónito. El siguió rumbo a al baño. Luego salió y siguió mirando un punto fijo mientras mecánicamente metía otro CD en el Discman.

Jugando era un animal. Ponía todo desde el primer minuto. Era capaz de trabar con la cabeza contra un tractor. No importa si perdíamos tres a cero o si ganábamos por esa misma cantidad de goles.  El primer partido que lo vi jugar, yo estaba en el banco, me impresionó el poco amor a su físico y al del rival. No le importaba romper o romperse, buscaba por todas las formas ganar.  Al ser el referente del equipo, siempre pactaba los premios. Su imagen se me cayó cuando nos “cobró” un porcentaje de los premios por ganar el clásico. –Está bien, el siempre pelea por los premios y logra que nos paguen más–, me había dicho Elías. A mí me pareció una bajeza. Una inmoralidad. Pensé en no darle nada, pero la verdad es que tenía cierto temor y el premio era demasiado bueno. Sin embargo, Andreas me dio cierto asco desde ese día. Yo había pensado que era otra clase de persona, sin apego a lo material. A pesar de que la paga era buena, estaba deseoso de irme de ese lugar tan horrible o mejor dicho, de las garras de esa ave de rapiña que era Kuhppa.

El tiempo pasó, los partidos se iban acumulando atrás en forma de campaña mediocre. Estábamos en la mitad de tabla. Mejor que en el campeonato anterior, pero lejísimo de los puestos de ascenso. Lo echaron en la fecha seis por un pisotón horrible al siete del Saarbrücken. Lo volvieron a echar en la doce por un codazo arbitrario a Reck,  un pibe de 18 años que era agrandadisimo y al que consideraban el “Ballack del ascenso alemán”.  Hasta que pasó lo del partido contra el Fortuna Köln. Kuhppa saltó a cabecear y Friedberg, otro cinco temperamental lo desestabilizó en el aire. Andreas cayó seco. Se sintió como la cabeza pegó contra el césped haciendo un ruido que pudo sentirse en toda la cancha.  A pesar de que era un tipo al que puede calificarse como asqueroso y ruin nos quedamos helados. Yo fui el primero en acercarme. Estaba vivo, pero semi inconsciente. Rápidamente lo trasladaron en la ambulancia. No sabíamos que hacer. El partido siguió, pero tanto los del Fortuna Köln como nosotros ya no estábamos en el partido. Termino cero a cero, pero fue anecdótico. El entrenador nos avisaba que Andreas estaba bien, había tenido una conmoción cerebral. Yo sentía la necesidad de ir a verlo cuanto antes al hospital. Nadie me quiso acompañar. Por un lado tenían razón, pero por el otro sentía una profunda pena por él. Me subí a un taxi y fui a la clínica.

Al llegar, estuve como una hora dando vueltas porque entre que yo no habla alemán y ellos no entendían mi español no encontré como llegar. Hasta que encontré a Fritz, el medico del plantel que estaba casado con una argentina, que era la hermana de mi representante y por eso yo estaba allí. Fritz me explicó que Andreas estaba bien, pero se iba a quedar internado. Podía pasar a verlo, pero me aviso que no me impresionara porque lo tuvieron que atar a la cama: se quería ir a toda costa. Ingrese a la habitación. Jamás pensé que Kuhppa me iba a recibir con una sonrisa. Lo salude, me senté a su lado. –Tú eres buena persona, Yo sabía Daniel que lo eras–, comenzó a decir con lágrimas en los ojos.  Yo pensé que el golpe lo había afectado. Su rostro comenzó a ablandarse, como si se sacara una máscara del alma. –Dringend. Necesito favor.  Dringend. Vida o muerte.  Willy operación urgente. Hay llave mía en almohada. Abrir armario, maleta lleve a la dirección. Ve solo. No compañía.  Anota Dani, anota por favor–, quise negarme a semejante petición que se la atribuí al golpe recién recibido pero se enojó tanto que no tuve otra opción. Garabateé rápido la dirección. Fui primero a la pensión del club, fui a su almohada. Tal como lo dijo había una llave, que era del ropero o armario. Cuando lo abrí encontré un maletín negro. No sabía que había adentro, ni qué clase de trampa era esa. No sé de donde saqué la determinación para hacer lo que Kuhppa me dijo. Agarré un taxi, le di la dirección y fuimos hacia allá. Tal era mi curiosidad por lo que había en el interior que a mitad de camino, me decidí abrir el maletín. Adentro había como 100.000 euros. No sé si el chofer del taxi advirtió mi cara de sorpresa o no, pero casi se me cae la mandíbula. Mientras me debatía internamente entre ir o no ir, o llamar a la policía, nos detuvimos frente a un viejo edificio. No sé ni cómo pagué el taxi.

Perdido por perdido, decidí tocar el portero eléctrico. Una voz de mujer, algo grande, me preguntó algo en alemán. Yo atine a responderle: –Andreas Kuhppa–. Colgó, y al cabo de unos segundos me abrió la puerta un chico de unos siete u ocho años con un pantaloncito de entrenamiento del Düsseldorf. Me miró extrañado. Detrás suyo, una chica cubana vestida de enfermera me invitaba a pasar y a tomar asiento. Le explique rápidamente lo sucedido y que estaba ahí por iniciativa de Kuhppa. La chica tomó el dinero. –Debe ser el dinero para la operación del corazón de Willy, mañana lo deben operar–. Me quede sin aliento, atiné a preguntarle si Willy era el hermano de Andreas o algún familiar. –Willy es uno de los tantos chicos que rescatamos de las calles, con la fundación de Kuhppa–.

Andreas lo había hecho de nuevo, me había dado un duro golpe.

Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor

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