Ibsen Kaseusku se
había negado a tomar asiento y ahora esperaba, de pie en medio de la recepción,
muy erguido, las manos entrelazadas, enguantada una aprisionando la otra y el
guante de la otra. Movía rítmicamente una de sus piernas y también los ojos,
duros y profundos, enmarcados en arrugas muy acentuadas, transmitían su
nerviosismo.
La recepcionista,
conmovida aún por la presencia del famoso escritor volvió a decir:
—Es un minutito
nomás. El señor Lacarra Grey enseguida lo atiende. Ibsen Kaseusku no respondió
nada. Pero bajo la fina barba gris, sus mandíbulas se endurecieron.
—¡Mi queridísimo
maestro! —Lacarra Grey había aparecido por la puerta de su despacho, exultante,
los brazos abiertos y con una sonrisa como para iniciar un show musical—. Por
favor, adelante —extendió la diestra hacia Kaseusku pero al no obtener reciprocidad,
optó por tomarlo del brazo y conducirlo hacia su despacho—. Venga por acá, por
favor, maestro. Adelante. No sabe, no sabe... —se dirigió a la recepcionista: —
Lisa, no estoy para nadie. No sabe usted maestro, no sabe usted, el honor que
es para nosotros que usted nos distinga con su presencia. Tome asiento, por
favor, maestro, tome asiento.
Ibsen Kaseusku no
le hizo caso, se mantuvo de pie junto al sillón que Lacarra Grey le había
indicado, estudiando el lujoso despacho, ensanchando las aletas de su nariz
pronunciada, como un toro que mide las vastedades del ruedo, calculando la próxima
acometida.
—Perdone si lo
hice esperar unos segundos —Lacarra prácticamente corrió hacia su sillón
rodeando el escritorio— pero quería que estuviese presente mi socio, Menéndez Joya,
acá —señaló otro de los sillones donde Menéndez Joya adelantó un tanto el torso
insinuando un saludo con la cabeza, sonriendo arrobado ante la presencia del
literato— que no me hubiese perdonado nunca que yo no lo llamase estando usted
en nuestra casa.
Ibsen Kaseusku
casi ni miró a Menéndez Joya, pero se sentó, primero en la punta de su sillón,
muy envarado y siempre mirando a los ojos de Lacarra Grey como si quisiera atravesarlo.
Luego se fue deslizando hacia atrás hasta encontrar sus espaldas el respaldo
del asiento. Allí quedó, entonces, los brazos afirmados en los apoyabrazos, los
puños cerrados y un leve tic que le sacudía un párpado venoso.
—Una hermosa
sorpresa, Maestro —sintetizó Lacarra Grey cambiando de lugar ceniceros,
intercomunicadores y lapiceras sobre su escritorio.
—Incluso —terció
Menéndez Joya ante el escaso eco que obtenían las palabras de su socio— yo
estaba a punto de salir, fíjese usted, cuando justo me avisaron de que usted
estaba. Mire si... —y se quedó manteniendo una mano en el aire como si no se atreviese
a continuar con una frase que incluía un final horrible.
—Mirá si... —lo
apoyó Lacarra Grey, mirándolo entre risueño y espantado. Luego se hizo el
silencio. Los dos cineastas contemplando con sonrisas apretadas a Kaseusku y éste
aspirando hondamente, los ojos fijos en Lacarra Grey.
—¿Quiere tomar
algo, maestro? —Lacarra Grey trató de aflojar el clima—. ¿Un café, un whisky?
Ah no —se retractó—. Cierto que a usted no le gusta el whisky. Pero tal vez una
vodka, entonces —bromeó—. Lisa —llamó por el intercomunicador—. Dígale a Osvaldo
que me traiga un whisky —consultó con la mirada a Menéndez Joya, éste asintió con
la cabeza—. Dos whiskies y... —miró a Kaseusku sin obtener respuesta—. Un
café... en todo caso...
Volvieron a
quedar en silencio. Lacarra Grey golpeteó con sus dedos sobre el escritorio,
mirando a Kaseusku con una sonrisa.
—Maestro...
—concluyó, bamboleando la cabeza. Y se dio cuenta de que no podía estirar más
la cosa. —Me imagino que habrá visto la película.
Ibsen Kaseusku
respiró ruidosamente, una arteria le palpitó en el cuello.
—¡Una mierda!
—estalló—. ¡Una mierda!
—Maestro, por
favor —pareció asombrarse Lacarra Grey—. ¿Cómo...? —Nosotros pensábamos que le
habría encantado —arguyó Menéndez Joya.
—Es más —siguió
su socio— yo estaba seguro, cuando Lisa me avisó que usted venía, que venía
para felicitarnos, mire...
—¿Felicitarlos?
—golpeó el literato el apoyabrazos de su sillón. —¿Felicitarlos por esa... —en su amplio vocabulario buscó algún
sustituto pero finalmente se rindió— por esa mierda? ¡Un juicio les voy a
hacer! ¡Un juicio! Ya he hablado con mi abogado y...
—Pero —lo cortó
Lacarra Grey —cálmese, cálmese, por favor maestro...
—¡Y no me diga
maestro —rugió Kaseusku—. Yo no soy su maestro, porque eso sería como aceptar que usted pudiese llegar alguna
vez a ser mi alumno!
—Bueno, bueno...
es una fórmula amistosa y respetuosa propia de alguien que lo admira y que...
—Hoy mismo veré a
mi abogado y puedo asegurarle señor Lacarra que...
—Pero... ¿por
qué? ¿por qué? —Lacarra aparecía como desolado. Miraba cada tanto a su socio
como buscando una explicación—. ¿Qué es lo que no le ha gustado?
Ibsen Kaseusku
había vuelto a parapetarse en el silencio, como intentando recomponer su
equilibrio respiratorio.
—Admito —continuó
Lacarra Grey — admito que debimos introducir cambios en la adaptación de su
libro al cine. Pero usted bien sabe que el cine y la literatura son dos géneros
diferentes y por lo tanto, por más maravillosa que sea una obra, como lo es
esta obra suya, esta excelsa Patria potestad una joya de la literatura, por más
maravillosa que sea, debe ser adaptada a otro ritmo, a otro espacio de tiempo,
a todo eso que tiene el cine y que usted bien conoce. Usted sabe que el cine es
por sobre todo, imagen, y que la literatura...
—¡No tenga el
tupé —bramó Kaseusku— de intentar explicarme a mí lo que es la literatura!
—¡Por favor! ¡Por
favor! ¡Lejos de mí tal cosa! —se escandalizó Lacarra Grey.
—¡No...! —se unió
Menéndez Joya.
—Pero admítame,
maestro —siguió Lacarra Grey— o profesor Kaseusku, como usted quiera, que es
prácticamente imposible transcribir con puntos y comas un libro a un guión
cinematográfico. Imposible. Y hay ejemplos...
—Conozco los
ejemplos —abrevió el escritor.
—Por otra parte
—retomó Lacarra Grey—, nosotros habíamos sido muy sinceros con usted. Desde el
primer momento le habíamos especificado que su libro sufriría forzosamente
algunos cambios. En ese aspecto fuimos
muy claros.
—Desde el título,
profesor —creyó prudente incluir Menéndez Joya.
—Desde el título
—corroboró Lacarra Grey—. Es cierto que "Patria potestad" es un prodigio
de síntesis, dado que grafica el cariño por la tierra que uno ha tenido que
dejar e involucra también el problema del protagonista cuando busca a su propia
hija, pero...
—Una maravilla
—sentenció Menéndez Joya.
—Pero admítame,
profesor, que no es un título atrayente para todo público. Podía ser un título
seductor para quienes conocen su obra y para quienes hubiesen leído el libro,
para la gente de letras en general. Pero ése no es el gran público, profesor,
créame.
—Por eso es
—siguió Menéndez Joya— que optamos por "Secretos de una Princesa Rusa".
Que es algo más... popular. Más impactante. Más...
—Más entendible
—amplió Lacarra Grey.
—Puedo entender
lo del título, señores —vocalizó trabajosamente Ibsen Kaseusku—. Y hasta puedo entender que el
protagonista, que en mi libro era un científico, en la película sea domador de
focas del Circo de Moscú... ¡Pero no puedo aceptar la modificación de los
motivos que hacen que él deba alejarse de Rusia!
—Vamos por
partes. Vamos por partes —se rearmó Lacarra Grey, adoptando una postura de
oración litúrgica, buscando la mejor explicación—. Por supuesto y usted está de
acuerdo, me alegra, que un científico era un elemento demasiado frío para
nuestras necesidades. Un domador, un domador de focas, siempre obtiene una
mayor identificación en la platea cinematográfica...
—¿Quién no ha
visto alguna vez un domador de focas? —se preguntó Menéndez Joya.
—Y en cuanto a
los motivos —prosiguió Lacarra Grey— compréndame que la divergencia ideológica
que lleva al protagonista a huir de Rusia, es quizás demasiado complicada,
demasiado fina, demasiado sesuda para el espectador común. Hay que estar muy
empapado en las filosofías políticas para entenderlo. Hay que saber mucho del Soviet,
del proletariado. Y eso hubiese sido arriesgar a meterse ya en una cosa
altamente comprometida y ¿quién sabe si no? ir a parar en un panfleto.
—¡Pero señor mío!
—tronó Kaseusku—. El protagonista comprende que no puede desarrollar su
intelecto científico en la Rusia Comunista. Decide huir de Rusia. ¡Y su esposa
queda como rehén del Partido y finalmente muere aherrojada en Siberia! ¿Qué tiene
eso de complejo? ¿Qué tiene de difícil?
—Maestro, maestro
—contemporizó Lacarra Grey— observe qué cruel. Qué anécdota cruel la suya, la
de su libro...
—¡Es que no se
trata de un capricho, señor —pareció que se pondría de pie Kaseusku —porque eso
no es sólo ficción! Mi libro está inspirado en la realidad. En cosas que les
han pasado a conocidos míos. Y a mí, personalmente. ¡Y exijo respeto a mi pasado!
—¡Ni hablar de
eso! —se ofendió Lacarra Grey—. Puedo jurarle, profesor, que lagrimeaba como
una criatura cuando leí su libro. Por algo fue que elegimos su novela para
llevarla a la pantalla. Pero así y todo la historia de la mujer nos parecía
demasiado dura. La variamos por algo más ágil. El protagonista tiene relaciones
clandestinas con una ecuyére, que es la querida de un alto comisario soviético.
Este se entera y jura matar al protagonista que debe huir entonces,
apresuradamente, alcanzando sólo a llevarse a su foca predilecta, Denise.
—¿Vio usted a la
foca en la película? —preguntó Menéndez Joya—. Una maravilla. Una maravilla.
—La mujer del
protagonista, entonces —prosiguió Lacarra Grey— se queda en Rusia. Pero no va a
parar a la Siberia. Despechada, ya que se ha enterado de la relación de su
marido con la ecuyére, se va a vivir con un astro del fútbol soviético. Lo que
nos da ocasión de incluir esos seis minutos del partido de fútbol donde el
público delira. Eso es idioma cinematográfico. Es el mismo problema resuelto de
otra forma.
Sí —barbotó el
literato— pero en mi novela el protagonista huye a Finlandia, donde pasa ocho
años viviendo en la taiga, en una casucha de cañas, donde continúa sus estudios
sobre la vivisección de los arácnidos y desde donde comienza a investigar qué
ha sido de la suerte de su pequeña hija Pavlova.
—Sí —refrendó
Lacarra Grey— Alexandra, en la película. Bueno, ahí ya entran problemas de
producción. De eso también hablamos antes de firmar el contrato, profesor.
Encontrar un sitio similar a la taiga nos llevaba una eternidad y un drenaje dedinero
que hubiese elevado los costos de la película a picos inalcanzables. Por eso
nos decidimos por Río de Janeiro. Que por otra parte, para qué nos vamos a
engañar, es más divertido que la taiga. Nos pareció de más sustancia, de más
peso conceptual que el protagonista huyera a Río de Janeiro con su foca
amaestrada, triunfando ambos allí como pasistas en la comparsa
"Maracangalha". Deberá reconocerme que las escenas del carnaval de
Río son casi el punto más alto de la película. Luego viene el encuentro del protagonista
con su hija. En su libro, la hija ha logrado salir de Rusia y vive en Angora, Turquía,
empleada en una compañía telefónica. Bueno, con Turquía nos pasaba lo mismo que
con Finlandia. Problemas insalvables de producción. Por otra parte, casi no tenemos
intercambio cultural con los turcos y entonces, las posibilidades de comercialización
de la película allá eran nulas. Decidimos que la pequeña Alexandra, entonces,
estuviese viviendo en Bahía.
—Pero ¿por qué
haciendo ese trabajo inmundo? ¿Por qué? —se atragantó de indignación Kaseusku.
—Tiene su lógica.
Tiene su lógica —lo calmó Lacarra Grey—. Pienso que nuestro adaptador hizo un
trabajo muy sesudo. La muchacha, que en el libro aparecía como muy pequeña y
con problemas de dislexia, nosotros la hacemos figurar como que ya desde niña
trabajaba en el circo, jineteando sobre un delfín. No olvide que el padre
también trabajaba en el circo. No es nada descabellado. Cuando sucede todo lo
de su padre, su huida, y eso, ella, tras unos años, en una de las giras del
circo, también huye. Que es la escena en que ella se refugia en la casa de una
bruja de la macumba, cuando el circo pasa por Bahía. Se la inicia en la
capoeira, el vudú, y ella se comunica telepáticamente con el padre.
—¿Pero por qué
ese trabajo inmundo, por qué?
—¿El strip-tease
pornográfico que realiza con un burro dice usted? Bueno. Ella no ha estudiado,
no tiene educación. Ha sido hecha en el circo. Es de lo único que puedeactuar.
Creo que hay cierta lógica —se ufanó Lacarra Grey—. Y al ser rusa, el dueño del
local donde actúa la presenta como la "Princesa Rusa". Todo tiene su
hilván. Nada queda descolgado. Creo que hay un respeto por la coherencia.
—Pero no hay
grandeza —casi sollozó Kaseusku—. La escena del reencuentro del padre con la
hija, en un cementerio de Angora, me llevó dos años escribirla. Dos años, para
alcanzar esa profundidad de silencios, ese clima, ese espanto que recorre el
cuerpo y la razón del protagonista cuando descubre que el marido de su hija es
el mismo hombre que dio muerte a su esposa en el campo de reclusión de Siberia.
Esa terrible revelación de que el hombre a quien su hija adora es, sin que ella
lo sepa, el terrible asesino rojo que mató a su mujer. Y la encrucijada de este
científico, que debe resolver entre confesar la horrible verdad a su hija del
alma, o callar y dejar impune el crimen.
¡Lo que me costó
solucionar la escena cuando él opta por callar su odio y mantener a su hija en
la ignorancia con tal de que sea feliz junto al ex-guardia rojo que le ha dado
a ella ya dos hijos hermosos!
Lacarra Grey se
secó los ojos humedecidos con un pañuelo.
—Lo entiendo,
maestro. Lo entiendo —dijo—. Pero usted habrá visto que nosotros lo resolvimos
bastante bien. La foca, la foca crecida en el circo es la que reconoce a Alexandra.
Es claro, se han criado juntas. Y la foca la ve en una calle de Bahía, cuando el
padre tras recibir ese mensaje telepático ha ido a buscarla, y comienza a
aplaudir. Usted sabe cómo
aplauden las focas. Allí, tras 18 años, se reencuentran padre e hija y es cuando
se escucha la canción de Roberto Carlos "Yo quiero tener un millón de
amigos". Allí es cuando el
protagonista se entera de que ella está casada con el hijo del jugador de fútbol
que se quedara antaño con su madre, y que también es jugador de fútbol. Allí se
da el conflicto, el clímax de la película, cuando padre e hija van a la casa de
ella y se encuentran con el esposo de ella que vuelve de jugar un partido junto
con Toninho Cerezo, una escena que nos conmovió muchísimo porque lo que nos
cobró Toninho Cerezo por esos tres minutos no los cobra ni en cien partidos con
la selección brasileña. Y se da la misma situación que usted narra en su libro:
el protagonista está tentado de confesarle toda la verdad a su hija pero
finalmente opta por callar y no arruinarle la felicidad.
—Sí —reprobó
Kaseusku— pero él queda con ese tremendo dolor que lo hace, en mi libro,
terminar caminando solo, en una tarde de lluvioso invierno, por una calle de Praga,
algo loco. Desequilibrado quizás.
—Bueno —frunció
la boca Lacarra Grey— nos pareció un poco duro como final. Es por eso que
preferimos lo del casamiento en una de las iglesias de Bahía, la caravana de barcas
de pescadores, el vuelo de ellos por Varig hasta Río nuevamente y el gran show final
en el Hotel Oton Palace con Wilson Simonal y Gal Costa, donde el protagonista
hace su show con la foca ante el delirio del público y su hija abandona para
siempre el show pornográfico ya que ha sido llamada desde Hollywood dado que su
esposo también viaja a integrar un equipo de fútbol en Los Ángeles.
Ibsen Kaseusku
meneaba la cabeza, ahora mirando un punto cualquiera en el escritorio de
Lacarra Grey.
—Pero hay algo
que tenemos que decirle, querido maestro —se animó Lacarra Grey.
—Y que si usted
no venía lo mismo pensábamos llamarlo para comunicárselo: la película es un
éxito tremendo en las veinte salas de estreno en que se está dando.
—Rompe todo
—aseveró Menéndez Joya.
—Un éxito
completo —continuó Lacarra Grey—. Cosa que no dudamos ni un solo instante,
desde que decidimos la filmación de su libro.
—¿Por qué... —la
voz agotada de Ibsen Kaseusku era apenas audible— en la película figura mi
nombre como autor de la adaptación y el diálogo?
—Bueno —se
encogió de hombros Lacarra Grey— pensábamos que era lo justo. Y que además a
usted no le molestaría. Al contrario.
—Y porque
queríamos proponerle otra cosa —intervino Menéndez Joya—. Y creo que es un buen
momento para charlarlo. Su libro ya tiene como diez años de editado. Es una
edición vieja. Estimamos que dado el éxito tremendo de la película sería un excelente
momento para que usted tratara de reeditar Patria potestad. Con gran lanzamiento,
cócteles, firma de ejemplares.
—Piénselo maestro
—aconsejó Lacarra Grey—. Sería formidable. Y déjenos su dirección actual,
profesor, mañana uno de nosotros irá a pagarle la primera liquidación sobre los
beneficios de la película. Yo sé que a usted no le interesa el dinero, pero siempre
ayuda.
Ibsen Kaseusku se
puso de pie como un autómata, Lacarra Grey y su socio lo imitaron, acompañando
luego al literato hacia la puerta.
Cuando llegaron a
ella Kaseusku se tomó del marco y se volvió hacia ellos.
—Puede ser buena
idea lo de reeditar el libro —dijo— pero habría que cambiarle el título,
quizás. Ponerle el mismo que lleva la película.
—Pero... —estaba
exultante Lacarra Grey— ¡Magnífico, magnífico!
—Y modificarle
algo el contenido —siguió el escritor— hacerlo más fiel a lo que se ve en la
película. Así el público no queda tan desconcertado.
—Perfecto.
Perfecto —aprobó Menéndez Joya. Ibsen Kaseusku asintió ligeramente con la
cabeza, calibrando la posibilidad.
—Lo voy a pensar.
Lo voy a pensar —dijo, antes de irse.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído del libro "El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos". De La Flor 1985. Planeta 2012
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