“… Algo le dice el Muñeco
a Batistuta…”
(Víctor Hugo Morales)
¡Lo tocan a Pedraza
cuando enfilaba hacia el área y hay tiro libre de enorme riesgo para el arco
defendido por Meroni! ¡Dejó a un hombre, a dos, a tres Pedraza en su camino y
fue Jastreb el que lo tocó de atrás y ahora, cuando apenas falta un minuto para
terminar un partido que gana el local dos a uno, el equipo visitante tiene la
posibilidad, la chance, la ocasión propicia para alcanzar la paridad y llevarse
un empate de oro para Avellaneda! Protestan los hombres de River arremolinados
en torno a Daniel Cucciola pero el ‘foul’ fue muy clarito y lo único que pueden
llegar a conseguir los muchachos del Profesor Valdivia es que el árbitro, que
no ha tenido un desempeño muy lucido hasta ahora, enarbole en cualquier momento
otra tarjeta roja como la que elevara sobre su cabeza en el primer tiempo para
dejar afuera del partido a Silvio Altomare para agarrar de la camiseta a Rivas…
¡Qué momento, señores! ¡Qué tensión inenarrable se vive en el estadio
Monumental de Núñez frente a esta alternativa del juego que puede definir un
partido que ha sido muy parejo hasta el momento!
¡Ahí está Meroni, el muchacho
de Pago Largo –el Tito Meroni que salvara más de cuatro veces su valla en
cruciales mano a mano frente a los ágiles visitantes durante la primera etapa-
gritando exasperado desde su marco, apoyado en uno de los postes procurando
ordenar la barrera! ¡Ruge ahora la parcialidad de la visita, que en buen número
se ha llegado hasta Núñez, soñando ya con que esa pelota postrera se incruste
de una buena vez por todas las enredaderas trepadoras del arco de River Plate!
¡Silenciosa, en cambio, la tribuna local, rezando, ornado, encomendándose a
Dios todopoderoso en este trance dramático que los duendes del fútbol han
dictado vivir cuando ya parecía que tenían los tres puntos en casa! ¡Se ha
nublado la tarde sobre el Monumental y por la tanto ya no hace visera con las
manos Meroni para otear el posible rumbo que puede describir esa pelota desde
el punto de ejecución! ¡Pero la sombra oscura de esa nube parece ser un
presagio, señores, un mal augurio, un designio trágico del destino para con los
muchachos de la banda roja que ven ahora aproximarse a los Cuatro Jinetes del
Apocalipsis ante la perspectiva de un empate que sería nefasto para sus chances
de campeonar! ¡Se vino la noche, señores! ¡Persisten los tironeos y los
forcejeos con la barrera, queridos amigos radioescuchas! Daniel Cucciola lucha
y se desangra procurando hacer retroceder a ese vallado terco que pugna por
adelantarse. Allí están, mezclados entre los hombres locales que integran el
muro de contención, Espina y el Tero Cazzo, procurando dificultar la vista, la
imagen, el campo visual de un Meroni que se me antoja más nervioso que nunca,
gritando hasta desgañitarse aferrado a su palo izquierdo.
¡Hay amarilla para
Eremuza! ¡Hay amarilla para el Nacho Erezuma! Se los anticipaba, mis amigos. Si
los muchachos riverplatenses no aflojan con sus protestas puede ir alguno a
parar afuera… ¡Y se gana la roja Erezuma! Tontamente, torpemente se hace
expulsar bajo una rechifla generalizada de todo el estadio. Hay mucho nervio,
estimados amantes del balompié. Ahora ya la barrera ha tomado su lugar casi
sobre el punto mismo de penal, lo que les indica a ustedes lo riesgoso que es
este tiro libre, apenas medio metro afuera del área grande, posición de un
ocho, ideal para un zurdo que le dé por sobre la barrera o bien para que Niky
Fernández le pegue con ese cañón que tiene en su pierna derecha apuntando al
entrecejo exacto del arquero como para dejar servido un rebote a la voracidad
goleadora de un Pelusa Entreconti, por ejemplo. Ahí está Tucho Saliadarré
frente a la pelota, espía por sobre las cabezas de la barrera. La sutileza
perversa de su botín zurdo ya está imaginando la parábola impecable e
implacable que deberá recorrer el esférico para pasar por encima del valladar y
meterse, de perfil digamos, por la rendija superior del arco, por esa banderola
elevada y escasa que media entre la altura de los defensores y la
horizontalidad persistente del travesaño. También se acerca Granero. Tal vez
haya un toque previo al remate. Tal vez haya una jugada preparada con cambio al
segundo palo para que el lungo Mendoza la baje de cabeza al medio. ¡Todo River
en el área! ¡Hay empujones en esa barrera que saldrá, sin duda, catapultada
hacia delante apenas estalle el silbato de Cucciola! ¡Qué momento, señores! ¡Se
le van a tirar a los pies a Tucho si llega a ser él el que patee! Ahora también
se acerca Martín Falero, el muchacho de Tras Higueras, el pibe de las
inferiores que le pega con un balustrín al esférico y está pidiendo la
posibilidad de inscribirse en la historia grande de sus colores. Audaz el
mocoso, ya estrelló un tiro libre en el palo contra Quilmas, dándole desde esta
misma posición, pegándole de chanfle interno de derecha por el lado de afuera
de la barrera, lo que no sería a mi juicio una mala opción para el remate.
“Dejámelo a mí”, parece decir Martincito. O mejor diría: “Déjemelo a mí, señor
Tucho, que yo le doy de chanfle por afuera y a cobrar”, le está diciendo. “No,
dejámelo a mí, pibe”, parece contestarle Tucho ahora, sacándolo, apartándolo
del lugar de la ejecución con la autoridad que sólo brindan los años y las mil
batallas ganadas: “Dejámelo a mí que la responsabilidad de este tiro libre es
muy grande y solamente yo, en este equipo de novatos, puedo absorber toda la
presión del estadio”. ¡Y es una caldera el estadio, señores, en tanto se dilata
la sempiterna ceremonia de la barrera! “No –insiste Martincito-, usted pateó
los últimos ocho tiros libres y no le acertó ni siquiera al arco. No puede
seguir jugando sólo con su nombre y con la leyenda de su nombre”. Tucho toma la
pelota ahora con sus manos y la ubica cuidadosamente sobre el césped como si el
esférico de cuero contuviese sobre el césped como si el esférico contuviese
diez mil kilos de trinitrotolueno. “¡A un lado! –ruge-. ¡Soy el capitán y el
ídolo y llevo convertidos más de veinticinco goles de tiro libre en toda mi
carrera!” “Sí –insiste Martín Falero, obcecado-, pero usted ya tiene treinta y
cuatro años, hace mucho que no convierte y sus músculos y su cerebro sienten
indudablemente el esfuerzo de ochenta y nueve minutos de un partido intenso,
jugado con dureza pero con hombría por ambos bandos sobre un piso mojado por la
lluvia de la víspera”. “¡No me compliquen el partido!”, truena ahora
seguramente Daniel Cucciola. Cae un petardo. ¡Tranquilos, muchachos, terminemos
este partido en paz!
Cucciola ya tiene el silbato en la boca. “No soportaré
impertinencias –le dice Tucho a Martincito-. He ejecutado todas las jugadas de
pelota parada y no habrá de ser ésta una excepción”. “¡Lo que pasa es que usted
no quiere que surja ninguna figura que pueda eclipsarlo!”, le dice en este
momento Martín Falero con la misma frescura, con el mismo atrevimiento, con la
misma audacia porteril con que enfrenta a sus rivales en el campo de juego:
“Usted sabe bien que está en el ocaso de su carrera y se aferra a los restos de
prestigio que le quedan a costa de la frustración y el anonimato de todos los
muchachos jóvenes como yo –o como Ruiz Peña, el voluntarioso lateral de la
cuarta- que tratan, honesta y forzadamente, de ganarse un lugar en los
titulares de los diarios”. “¿Cómo puedes decirme eso, Martín –le reprocha Tucho
ahora, herido-, cuando fui yo el que te recomendó a la dirección técnica para
que te promovieran a primera?¡Fui yo el que le indiqué a don Mingo Montura que
te hiciera practicar con los del primer equipo!” “¡Sí –grita entonces
Martincito, descontrolado-. ¡Sí! ¡Para que fuéramos nosotros, los pibes, los
que corriéramos por todo lo que usted no corre en la mitad de la cancha. Para
eso nos quiere. Para eso nos hizo ascender. Para poder usted seguir con ese
toque fino e intrascendente, el lujo vano, el ornato inútil, el artificio que
llena los ojos pero no concreta, mientras nosotros echamos los hígados en el
campo recuperando la pelota. Para eso nos promueve!” “Cría cuervos…”, parece
musitar en estos momentos el veterano Tucho, “has aprendido de mí, he sido tu espejo,
te he señalado cada lugar de la cancha que debes ocupar sin pedirte nada a
cambio”. “Está usted acabado, Tucho –lastima ahora Martín, con lágrimas en los
ojos-. Terminado. Alguien tenía que decírselo”. “Y si tú corres por lo que yo
no corro –indica Tucho- es simplemente porque no tienes talento para otra cosa.
No corres por ser oven y generoso, Martincito. Corres porque sólo eres un
vulgar picapiedras que no sabe hacer otra cosa. Tendrá cincuenta y dos años y
seguirás corriendo. Te ha sido negada la gracia del talento o de la creación”.
“La hinchada ya no lo soporta, señor Tucho –dispara Martín-.
Lo que siente la
hinchada por usted no es respeto, es lástima, pena, conmiseración”. “Yo te
llevé a vivir a mi departamento –recuerda Tucho- para sacarte de aquella
pensión miserable donde vivías cuando llegaste de Tres Higueras”. “Nuestra
hincada es, ante todo, un sentimiento –dice Martín-. Y así como es vibrante y
pasional para algunas cosas también sabe mantener un piadoso respeto para
quines fueron grandes tiempo atrás y hoy se derrumban como un endeble castillo
de naipes”. “Vivías en una pieza sin ventanas, Martín, junto a otros siete
muchachos soñadores –reitera Tucho-. Y yo te llevé a mi departamento”. “¡Para
que compartiera los gastos centrales, miserable!”, se enerva Martín. “Para eso
me llevó, para que pagara la mitad de los estipendios”. “¡Juego, señores,
juego!”, reclama airado el árbitro Daniel Cucciola, quien ya ha llegado al
límite de su paciencia. “¡Yo lo llevé a mi departamento, señor árbitro!”, le
dice Tucho Saliadarré a Cucciola. “¡Y ahora, a mi edad, debo soportar esto! ¡Le
di un techo, le di de comer!”. “¡Y me echó, también, señor juez!” “¿Lo echó?”,
se interesa el árbitro, sí, por ese tema tan suyo. “¡Me echó como a un perro,
porque envidia mi juventud, mi empuje, no soporta que me hagan más notas
periodísticas que a él!” “¡Lo mismo ocurre en nuestro equipo con Marcón!”, se
escucha una voz que surge de entre los jugadores de River que, curiosos, rodean
a los litigantes. “¡También Marcón tapona la subida de los pibes de la
tercera!”, agrega la voz. “¿Hasta cuándo, Dios mío, va a continuar robando?”
“¡Lo eché por sucio!”, vocifera Saliadarré, desencajado. “¡Lo eché por sucio y
desordenado! ¡Porque dejaba el baño a la miseria, porque no tiraba la cadena,
porque no lavaba sus medias de fútbol ni sus suspensotes, porque se cortaba las
uñas de los pies y dejaba las uñas tiradas sobre la alfombra! ¡Por todo eso lo
eché, señor juez!” “¡Mentira, mentira –salta Martincito-, me echó porque su
novia, Luciana, venía al departamento y sólo tenía ojos para mí, en vez de
escucharlo a él contar sus estúpidas e inventadas hazañas futbolísticas!
¡Luciana hablaba más conmigo que con él, harta de su pedantería, sabiendo que
ya a su edad, lo único que podía hacer era hablar1” “¿Qué quieres insinuar,
miserable?”, grita ahora, fuera de control, Tucho. “¡Lo que todos saben, que
sus energías han menguado, que ya no son las mismas de veinte años atrás, y que
desde el comienzo del Apertura le están atrayendo mucho más las amistades
masculinas que las femeninas!” ¡Tucho se abalanza sobre Martín Falero, señores,
deténganlo muchachos porque se van los dos de la cancha, Cucciola tiene la mano
sobre el bolsillo izquierdo de su camisa! “¿Cómo puedes decir semejante
barbaridad, proferir tan terrible bajeza!”, clama ahora Saliadarré. “¡Todos lo
saben, todo el mundo lo dice!”, insiste Martincito.
“¿Quién, quién te lo ha
dicho?” “¡Él, por ejemplo!”, señala Martín, el brazo estirado hacia Damián
Pedro Alsina, el recio ‘stopper’ riverplatense. “¡Se lo ha estado diciendo a
usted todo el partido, lo ha seguido por las más inaccesibles regiones del
área, pegado a sus espaldas como una sombra, musitándoles al oído una y mil
veces que es usted un homosexual pervertido y escandaloso y que le iba a romper
el fémur de una patada apenas lo viese intentando ingresar en el área!” ¡Tucho
Saliadarré clava en este angustioso tiempo de descuento que ya estamos viviendo
su mirada aguda en los ojos del defensor acusado y se lanza sobre él como un
tigre! “¿Vos dijiste eso?”, lo apura, rojo de indignación. “A mí me lo dijo el
Tito”, retrocede Alsina, señalando, a su vez, a Meroni, el longilíneo
‘goalkeeper’, quien observa la escena desde el arco. “¿Vos dijiste eso?”, grita
Saliadarré al arquero, sin avanzar hacia él, paralizado junto a la pelota como
si la magnitud de la infamia que se teje sobre su pundonor y buen nombre lo
hubiese privado de la posibilidad de moverse. Tito Meroni enarca sus cejas,
balbucea una respuesta, se alza de hombros, se señala hacia el pecho con ambas
manos recubiertas por los mullidos guantes, camina hacia el tumulto agrupado
cerca de su área.
“¿Vos dijiste eso?”, vuelve a interrogar con voz quebrada
Saliadarré, como si no pudiera creerlo. “Es que… -procura articular el arquero,
ya casi sobre la línea del área- son cosas que uno escucha…” ¡Y, atención,
atención, atención, remata Tucho hacia los palos… y gol… gol… gol… gol…!
¡Gooooooooooool!, es gol de Independiente, gooooool de Independiente! ¡Le pegó
de improviso Tucho Saliadarré con la capellada de su botín zurdo, recto y
seguro hacia el medio del arco sin custodia y anidó la pelota en las mallas
decretando el tanto del empate entre el griterío formidable de su gente y la
congoja entendible de los locales! ¡Reclaman enardecidos los riverplatenses
pero ya corre el árbitro Daniel Cucciola hacia el medio de la cancha
convalidando el tanto que les sirve, vaya si les sirve, a los visitantes para
llevarse un punto de oro de un encuentro que pintaba para un seguro contraste!
¡Y ya se acaba el partido, señores! ¡Se acaba el partido, mis amigos! ¡Todavía
se abrazan los jugadores visitantes tras la obtención del gol, formando una
pirámide humana frente a la tribuna de su parcialidad, sepultando muy
especialmente a Tucho Saliadarré y a Martín Falero, quienes fueron los primeros
en estrecharse en un abrazo! ¡Otra vez el viejo truco de la controversia
interna, la vieja jugarreta de los afectados despechados! ¡Va a sacar del medio
el equipo local! ¡Moverá Tocalli para Jiménez! “Tocámela que tenemos que ir
urgente por la victoria”, parece decir Giménez. “No puede ser que seamos tan
giles”, parece contestar el rubio centrodelantero de la franja roja. Toca
Tocalli para Giménez…
Roberto Fontanarrosa
Extraído de "Puro Fútbol". Ed De La Flor, 2000. Ed. Planeta 2012
Extraído de "Puro Fútbol". Ed De La Flor, 2000. Ed. Planeta 2012
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