La brisa era ligeramente tibia y traía un aroma a lino,
trigo y grosella. Ellos ya habían corrido hasta cansarse por el borde de la
colina, hollando con sus pies el pasto tierno y gritando sus nombres al viento.
—¡Giovanni!
—¡Andrea!
Luego, ella, ebria de juventud y libertad, había
desconcertado a Giovanni gritando otros nombres, de hermanas, de tías, de
vecinos, de firmas comerciales y hasta el glorioso nombre de Luiggi Villoresi,
el intrépido devorador de rutas, héroe de todos los adolescentes. Ahora caminaban ambos acompasadamente, tomados de las manos,
en silencio, sin poder creer ese hecho mágico, fantástico, de amarse tanto bajo
la luz mórbida y púrpura de la tarde. El, de pronto se detuvo, deteniendo el
caminar de ella Había cortado una flor silvestre y la hacía girar nerviosamente
entre SUS dedos torpes. Andrea sonrió, un tanto tensa y encantada por esa
proximidad incómoda, por la cercanía excesiva del rostro de Giovanni frente al
suyo.
—Una flor—musitó él, dejando escapar un gemido contenido, en
tanto procuraba engarzar el tallo bajo el pelo negro de la muchacha.
—¿Para mí? —se ruborizó ella, sin reparar en lo obvio de su
pregunta. La pequeña flor amarilla quedó prendida en el cabello de ella y ambos
permanecieron mirándose profundamente a los ojos, arrobados, ajenos, al
parecer, al paisaje que los circundaba.
—Andrea —exclamó Giovanni presintiendo que el momento tan
anhelado se acercaba.
—Sí... —susurró ella a modo de curiosidad o aceptación.
De pronto, la flor se deslizó por el lacio cabello de Andrea
y cayó al suelo. La reacción de ambos fue instantánea, agachándose a recogerla.
—¡Acá está! —dijo ella, retomando el breve tallo con la
misma devoción con que puede reponerse un símbolo patrio mancillado. Giovanni
no contestó. Se tapaba crispadamente la nariz con una mano. Su blonda cabeza,
al inclinarse buscando detener la caída de la flor, había golpeado contra la
cabeza de ella.
—Oh... no es nada, no es nada —procuró sonreír el joven.
Andrea se asustó.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te ha pasado?
—No... no es nada... No te inquietes... La nariz...
—He sido yo... ¡Te he golpeado! —Andrea parecía al borde del
llanto— ¡Déjame ver!
—No tienes la culpa. Fue al agacharnos, tu cabeza golpeó
contra mi cara.
Ella procuró apartar con sus manos las prietas manos de él,
todavía sobre la nariz. Pero las quitó de inmediato, frenando ese impulso samaritano
y noble de ayudarlo ante la vecindad pictórica de su tórax. Giovanni alejó su
mano derecha de la nariz tinta en sangre. De la boca húmeda de ella partió un
grito.
—¡Te he lastimado!
—No te inquietes... —la tranquilizó él—. No has sido tú...
Tal vez el solo hecho de inclinarme impulsó el flujo de mi sangre. Suele
ocurrirme.
Soy muy propenso a estas hemorragias.
—¿Hemorragias? —se alarmó Andrea.
—Por llamarlas de alguna forma... —Giovanni se quedó un
momento tieso, como aguardando que cesara el fluir de la sangre por su nariz.
—Oh... ¡cuánto lo siento! —Andrea depositó una caricia fugaz
y leve sobre la mejilla de él. Quedaron un momento en silencio. No dijeron nada,
pero ambos comprendieron, en ese instante, que era la primera caricia real que
uno de ellos depositaba sobre el cuerpo aterido del otro.
—Ya está... Ya pasó... —desestimó lo ocurrido, Giovanni—.
¿Dónde está la flor?
—Acá, acá —le ofreció ella, con una sonrisa. Giovanni tornó
a su tarea de prender la frágil corola en el cabello de ella, que sacudió
entonces la cabeza, como molesta por algo.
—¿Qué ocurre?
—No... Nada... —Andrea se cubría el párpado derecho con los
dedos. El continuó con su intento, hasta que la amarilla insignia quedó, de nuevo,
sobre la sien de ella. Se apartó un paso y contempló su obra.
—¿Qué pasa?... —se asustó Giovanni—. Estás llorando.
—Es que... Soy una tonta...
—Andrea... mi chiquilla... —Giovanni la tomó con delicadeza
por los codos. Ella procuró mirarlo pero su ojo derecho pugnaba obstinadamente
por cerrarse.
—¿Qué te pasó? —dijo Giovanni.
—Nada... Nada... El tallo de la flor... —Andrea parpadeaba
velozmente.
—¿Qué...?
—Fue sin querer, no fue tu culpa...
—¡Por Dios¡¡Qué torpe he sido!
—No digas eso, no te castigues. Fui yo que me moví sin
quererlo...
—Lo tienes muy colorado. Déjame verlo —Giovanni le tomó la
cara con ambas manos y la acercó a la suya—. ¡No me lo perdonaré jamás!
—No ha sido tu culpa. Te aseguro que no es nada —procuró sonreír
ella en tanto meneaba un poco la cabeza intentando dejar de lagrimear, sintiendo
inútiles las manos, sin saber dónde ponerlas, cautivada por la cercanía
cómplice de Giovanni.
—¡No me perdonaría nunca si, por mi estupidez, perdieses uno
de tus hermosos ojos, Andrea! ¡Si tuvieses que usar uno de esos horribles parches
negros, o un puñado de estopa en la vacía cuenca de tu rostro! —casi tembló,
Giovanni.
—Oh... ¡Qué tonto eres! —sonrió ella—. Ya no me molesta. Se
quedaron un instante así, una eternidad para ambos. Ella había decidido apoyar
sus manos, sus puños, sobre el cinturón de él, y él continuaba ciñendo el
rostro de ella entre sus manos. Ambas narices distaban apenas pocos centímetros
una de otra y podían percibir mutuamente el regocijante aroma joven y fragante
de sus cuerpos.
—Andrea... —musitó Giovanni, hipnotizado por la frescura
tersa de los labios de ella.
—Giovanni —susurró ella— ...te está saliendo sangre.
—¿No digas? —pareció fastidiarse Giovanni—. ¿De nuevo?
Se palpó sobre los labios y percibió en las yemas de sus
dedos al contacto tibio de la sangre.
—Déjame que te limpie—. Andrea buscó un pañuelo entre sus
ropas.
—No. No ensucies tu pañuelo —dijo él, elevando la cabeza
hasta quedar mirando el cielo. La sangre, escapando entre los dedos de su mano
derecha, bajaba en un hilo por su cuello fuerte y se mezclaba con el vello del
pecho—. ¿No tienes algodón, alguna venda, un coagulante, tal vez?
—En casa.
Giovanni sacudió la cabeza, consciente de que se hallaban a
unos veinte kilómetros de Farrugia.
—Espera —dijo ella, de pronto, buscando algo en el suelo.
—¡Qué hermoso cielo...! —suspiró Giovanni, los ojos claros
clavados obligadamente en el bajorrelieve de las nubes—. Mira, Andrea... ¿No te
recuerda a aquellos cielos que veíamos en las láminas que en el colegio nos
mostraba la señorita Assunta?
Andrea no pareció escucharlo.
—Acércate, déjame ver tu nariz... —dijo, en cambio,
volviendo junto a Giovanni. Tomando la bella cabeza del muchacho por la nuca con
su mano izquierda, Andrea le introdujo en la fosa nasal, una bolilla de barro
oscuro y denso.
—Cuando seque... —le explicó— formará un tapón firme y
seguro.
Aquellos ligeros y titubeantes contactos físicos les habían
brindado tanta perturbación como cercanía. Giovanni, temeroso primero, más confiado
después, tomó a caminar, bajando la cabeza. La había tomado por la cintura
breve y ella lo dejó hacer. Treparon lentamente, entonces, hacia la cima de la
colina, embelesados por la mutua compañía, por el ruido muelle de sus pies
hendiendo los pastos altos, por el apenas cálido viento que les tocaba las
mejillas. Cuando llegaron a lo alto, se sentaron sobre una piedra plana.
Mirando hacia abajo se veía el valle del Trébbia, el brillo
maravilloso del río herido por el sol tangencial, los prados que bordeaban el
camino a Rapallo y las fincas sembradas que preanunciaban las primeras casas
blancas de Reggio Della Vercelli. A lo lejos, podían divisar los tejados rojos
y ocres de Ferramonti, el campanario de la iglesia, y, por un momento, el
viento les trajo el canto diáfano de un labriego. No obstante, ellos tenían
ojos sólo el uno para el otro y a Giovanni, el corazón amenazaba con
escapársele del pecho.
—Es asombroso lo que lograste hacer con ese pequeño bolillo
de barro —logró decir, superando la repentina sequedad de su garganta— ¿Eres
alfarera?
Andrea sonrió, sin contestar. Giovanni le tomó el rostro con
ambas manos y lo acercó al suyo. Tuvo la embriagadora certeza de que nada ni nadie
podría impedírselo ahora. Fue un intento torpe, inarmónico, un inepto ensayo
ungido entre la urgencia de él y la rigidez, de ella, un fugaz desacople de dos
voluntades inexpertas tanteando en la unción de los ojos cerrados. El áspero y
duro escozor depositado sobre los labios de Giovanni le dijo, tras aquella
exaltación efímera, que lo que había besado era una rodilla.
—Fue muy hermoso —musitó ella, como en trance. Giovanni
acomodó mejor su cuerpo y la cabeza blonda de Andrea quedó en el propicio hueco
de su hombro.
—Andrea... —dijo.
—Giovanni... —abrió los ojos, ella— ...te sale sangre...
Un juramento escapó de los labios ávidos del muchacho. Se
tocó la nariz.
—Deja, deja, no tiene importancia... —urgió.
—Es que me impresiona...
—No quiero impresionarte, Andrea. Me sucede a menudo. Es
algo tan común para mí, como comer o dormir. Mis padres suelen reprocharme
cuando no sangro. Dicen que cura y renueva la sangre...
Espera... espera... —pidió ella, y, con gesto suave pero
convincente lo empujó hacia atrás—. Recuéstate en el pasto un momento, apoya tu
cabeza sobre el suelo, te hará bien. No quiero verte así, has manchado tu
camisa recién lavada...
El tono dulce de ella controló a Giovanni, tendido cara al
cielo sobre la hierba fragante. Cerró los ojos, y esperó. Escuchó los pasos de
ella, alejándose.
—Buscaré algo para li... le oyó decir. Giovanni abrió los
ojos y volvió a conmoverse ante la cotidiana maravilla del cielo en primavera.
—¡Andrea! —llamó—. ¡Andrea!
—¿Quién? ¿Quién me llama?
—Soy yo, pequeña, Giovanni... ¿quién pensabas que podía ser?
—Es que no reconocí tu voz —se disculpó ella, acercándose.
—Ocurre que me estoy tapando la nariz con los dedos.
—Es eso. Por un momento pensé que tío Augusto nos había
seguido hasta aquí.
Poco tiempo más buscó Andrea entre las hierbas, luego se
acercó a Giovanni nuevamente. Este mostraba una expresión de dolor en el rostro.—
Giovanni... ¿qué te ocurre?
—La espalda... Me he acostado sobre una zarza...
—Oh... ¡No me lo digas! ¡Ha sido mi culpa!
Andrea lo ayudó a incorporarse. Giovanni procuraba no
quejarse pero su cara se desfiguró en mil y un visajes de estremecimiento
contenido que lo llevaban a abrir la boca como un poseso y a reprimir un
alarido. No le fue fácil a Andrea levantarlo del suelo adonde la crueldad
silvestre de montones de filosas púas procuraban retenerlo perforando la tela
de su camisa e hiriendo la carne joven y torturada. Sin hablar, pero casi al
borde del llanto, Andrea fue quitando una a una las agujas y el dolor de
Giovanni era su propio dolor en cada espasmo.
—Fue mi culpa, fue mi culpa —gimoteó, al fin, cuando pudo
enfrentar la mirada aliviada del muchacho.
—No te culpes —la tranquilizó éste, empapado en
transpiración, la pechera de su camisa tinta en sangre, el barro disuelto sobre
su labio superior, hebras de pasto seco y abrojos prendidos en el cabello
rubio—. Fui yo quien no tuvo cuidado al posarse en el suelo. Me ocurre muy amenudo.
Un día dormí una siesta sobre un hormiguero.
Ambos sonrieron primero, para reír luego. Giovanni se solazó
del acierto de su recuerdo.
—De veras —remarcó su logro—. Dormí toda una siesta sobre un
hormiguero.
Rieron abiertamente con la franqueza de los adolescentes. Y
se abrazaron, lo que provocó un respingo en Giovanni, al pasar Andrea sus brazos
por el sector de la espalda flagelado por la zarza.
—Oh... ¡Perdóname!
Giovanni, esta vez, no contestó. Fijos sus ojos en los ojos
de ella, la fue conduciendo hasta la piedra plana, donde volvieron a sentarse. Andrea
había logrado contener el hilo de sangre que escapaba de la nariz de Giovanni
introduciendo en ella una ramita del mismo diámetro de la fosa nasal. Ahora, Giovanni irradiaba una extraña y
selvática belleza, nimbada de luz su cabellera despeinada, restallantes de amor
sus ojos claros y asomando sobre el bozo, la sombra adivinada del bigote ámbar,
esa ramita de quinoto, casi en brote.
Giovanni debió enseñarle todo, desde el exacto quiebre de la
cintura que permitiera a ella ofrecerle la turgencia ubérrima de sus labios, hasta
la posición justa de los brazos para que ni codos ni clavículas interfirieran
el exacto punto de encuentro de ambas bocas. No era mucha la experiencia que él
tenía, pero el haber transportado, cierto día, por dos cuadras, un maniquí de
su abuelo, el sastre, le confería cierto conocimiento del tema, una ligera
familiaridad con la cercanía de otro cuerpo. Fue un vértigo, un oscilar, un
balanceado éxtasis enceguecedor que los llevó a ceñirse, a estrujarse, a
inclinarse y a caer tumultuosamente por la abrupta ladera de la montaña,
largamente, rebotando como muñecos inanimados, procurando aferrarse a matas o
salientes, unos quinientos metros, hasta detenerse ambos, magullados,
sangrantes las rodillas y los codos, irreconocibles por la tierra, junto a las
riberas del Trébbia. Se pusieron de pie y, con gesto de autómatas, en silencio,
se sacudieron las ropas procurando quitar ortigas y peñascos. Giovanni había perdido
sus zapatos y Andrea se pasaba, lentamente, saliva por un codo. Rengueando,
ella comenzó a caminar hacia Farrugia. Giovanni se quedó mirándola, chorreante
de nuevo la sangre sobre su pecho. A unos cincuenta metros más allá, ella se
dio vuelta y dibujó un saludo con la mano. Giovanni se quedó un rato mirándola
alejarse y luego comenzó a caminar lentamente hacia Vincenza. Sabía que el
domingo siguiente volvería a verla.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído del libro "El mayor de mis defectos y otros cuentos". Ed de la Flor 1990. Planeta 2012.
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