El final de la guerra me sorprendió
en París jugando para el Red Star. Esta
vez me dieron unos documentos falsos a
nombre de un tal Jean Dubois, un
colaboracionista que la Resistencia
había liquidado en Brest por mostrarse
demasiado amable con los alemanes. Yo
ya me había comido los garrones de la
Italia fascista y el stalinismo en la URSS
y suponía que no iba a tener más
problemas de ese tipo porque en la
Francia ocupada las cosas estaban
bastante tranquilas. De tanto en tanto
algún bombardeo intimidatorio de la
aviación inglesa, pero nada del otro
mundo comparado con lo que pasaba en
Londres o en el frente ruso.
Imaginate, que una noche voy al
teatro con mi novia a ver el estreno de
Las Moscas, de Sartre. Yo llevaba un
documento insospechable de judaísmo,
comunismo o mestizaje y andaba con una
mina bárbara, lo que no probaba nada
pero hacía difícil que pudieran acusarme
de pederasta. Así que nos sentamos
alegremente en la fila seis a la espera de
alguna súbita manifestación de repudio a
los nazis o que estos se indignasen con
la pieza y se llevaran presos al autor y a
los actores. En fin, que fuimos a ver un
escándalo, tan frívola nos parecía esa
guerra sin tiros en la que Francia batía
récords de asistencia a cines y teatros,
récords de ventas de libros, récords de
entradas a espectáculos y cabarés.
El teatro estaba lleno de oficiales
alemanes en uniforme de gala,
entorchados de svásticas. Nosotros
esperábamos una batahola y a medida
que la obra avanzaba y el propio Sartre
se revolvía en su butaca de la última
fila, pensábamos en el odioso
recibimiento que mereció el Nabuco de
Verdi, en el pobre Oscar Wilde y en el
Marqués de Sade pudriéndose en la
cárcel, en el Dante exiliado en Rávena,
en Alejandro Dumas y Victor Hugo
prófugos en Bruselas y así de seguido.
Queríamos presenciar con nuestros
propios ojos un acontecimiento que
pasaría a la historia: el sacrificio de un
artista rebelde.
No me vas a creer: cae el telón y los
oficiales nazis empiezan a aplaudir. Se
ponen de pie y se rompen las manos de
tanto aplaudir. Y los actores, chochos,
que llamaban al autor a que suba al
escenario. El teatro entero ovacionaba y
el gran Jean Paul Sartre hacía gestos de
agradecimiento, se plegaba en dos,
saludaba como si no viera los
uniformes.
¡Qué desilusión! ¡Qué compleja es el
alma de los hombres…! Estuve dos
partidos sin hacer goles, mirá. Ya
vivíamos juntos Mirelli y yo, en una
chambre de bonne, que es como una
casilla de perro pero más chiquita y sin
letrina. Todo estaba racionado y había
que rebuscárselas en el mercado negro.
Sobraba la plata porque no había en qué
gastarla como no fueran libros o
espectáculos. Te podría contar mil
historias; si elijo esa secuencia de
Sartre es porque después de la
liberación lo vi en las barricadas
literarias juzgando a delatores y a
oportunistas en lo que llamaban
«depuración de intelectuales». Hubo un
puñado de tipos que pagaron por todos.
Drieu la Rochelle, el de El fuego fatuo,
se suicidó; al editor Denoel lo mataron
de un balazo en plena calle; Louis
Ferdinand Céline, uno de los pocos
genios de este siglo, se escapó a campo
traviesa hasta que lo agarraron en
Dinamarca y lo metieron en cana en un
sótano junto al actor Robert Le Vigan y
al gato que llevaban con ellos.
El que la ligó en serio por tantos
escritores indignos fue Robert
Brasillach, uno de los grandes poetas de
aquel tiempo, el favorito del general De
Gaulle. Un tribunal lo condenó a muerte
por colaborar con el enemigo, pero a
casi todos los escritores, derechos o
traidores, la sentencia les pareció
exagerada. Una cosa es un escarmiento,
pensaban, otra que te manden al
paredón. Al fin y al cabo, salvo el poeta
René Char y los tipos del periódico Le
Canard Enchainé, que entraron en la
Resistencia el mismo día que los nazis
ocuparon París, quien más quien menos
había vivido, convivido o franeleado
con los alemanes. De modo que
publicaron solicitadas con las firmas de
izquierdistas y reaccionarios y
designaron una comisión para que
pidiera una audiencia a De Gaulle. Iban
a solicitarle clemencia.
De Gaulle les concedió veinte
minutos.
Un secretario de Estado
aconsejó a la delegación que
aprovechara el tiempo al máximo. Que
argumentara de manera elocuente, clara
y emotiva dado que se trataba del
escritor preferido del General. De modo
que se sentaron frente al jefe de la
Resistencia y se explayaron sobre las
contradicciones entre el talento y las
debilidades del alma, le hablaron del
intachable pasado pretérito del autor de
Como el tiempo pasa; lo conmovieron
con una apología de una poética que
superaba las flaquezas humanas del
autor y concluyeron con un alegato sobre
el lugar que ocuparía la obra de
Brasillach en la Francia eterna.
Al cumplirse el plazo de veinte
minutos, De Gaulle se puso de pie con
gesto solemne y sostuvo: «Señores: a
escritor ejemplar, castigo ejemplar». No
se pronunció una palabra más y a la
madrugada Brasillach enfrentó el
pelotón de fusilamiento. Dos directores
de periódicos fueron despenados
también, decenas de cagatintas
condenados a trabajos forzados y todos
los diarios que habían circulado bajo la
ocupación, confiscados. Una nueva
prensa nació con la Liberación, una
prensa que tuvo como emblema la
revista Combat, de Albert Camus.
Ahora te hablo de mí, aunque nunca dejé
de hacerlo: esos regocijos populares me
tentaron a terminar mi carrera en el
fascinante París de la posguerra. El
fútbol no es muy popular acá, pero a la
fascinación por los debates políticos se
sumaron en mi vida otros encantos
tardíos: muchachitas rientes y floridas,
camaradas de causas perdidas, amigos
de la noche, filósofos siempre
equivocados.
Ahora, en este geriátrico impoluto,
hago la cuenta sin remordimientos:
ciento setenta goles en siete países,
pocos de penal; unas cuantas veces en
cana por meterme donde nadie me
llamaba. Jugué en todas partes: estadios,
potreros, castillos, avenidas de doble
mano, buques y hasta en un Hércules que
volaba clandestino con armas para
Cuba. Hice plata y la derroché. Vi el
mundo agonizar y renacer. Vi la derrota
nazi y se me vino encima el Muro de
Berlín. Yo estaba ahí. Te lo cuento sin
nostalgia. Al escribir, cuidame. Son mis
memorias; no quiero aparecer como un
viejo gruñón que idealiza sus años
juveniles. Andate con esta cita de Sartre
que tengo subrayada en El idiota de la
familia:
«El lenguaje del locutor se disuelve
inmediatamente en el alma del que oye;
queda un esquema conceptual y verbal a
la vez, que preside a la reconstitución y
a la comprensión. Esta será tanto más
profunda cuando la restitución palabra
por palabra sea más inexacta».
Ahora andá. La próxima vez no te
olvides de traerme unos cigarros
cubanos. Cuando te vas enciendo uno y
medito sobre la eterna y cruel
inexactitud de la palabra.
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
No hay comentarios.: