Cuando se enciende imprevistamente la luz del living Esteban
Sergio comprende qué es lo que pasa. Sobresaltado, aplasta el cigarrillo en el
cenicero de la mesa de luz, se incorpora en la cama y piensa:
—¡Irene!
A su lado, la gordita rubia emerge de entre las sábanas.
—¿Esteban? —se oye la voz de Irene, estupefacta— ¿Esteban
Sergio?
Se escucha ahora, algo más lejano, el sonido de la puerta
del departamento al cerrarse. Algo le dice a Esteban Sergio que Irene ha
entrado al departamento, ha caminado hasta el centro del living luego de
encender la luz, ha dejado la puerta del departamento abierta a sus espaldas
ante la sorpresa de ver la ropa de su marido amontonada desprolijamente sobre
el respaldo del sillón rosa y el viento la ha cerrado nuevamente.
Esteban Sergio tiene su velador encendido; reacomoda las dos
almohadas sobre el respaldo de la cama y apoya firmemente su espalda desnuda
sobre ellas. De un manotazo nervioso se peina los pocos cabellos rubios que le
quedan. Observa de reojo que, a su lado, la gordita rubia se ha tapado con la
sábana hasta debajo de la barbilla. No demuestra estar sorprendida ni alarmada.
Tal vez este tipo de situaciones le sea familiar.
—¿Irene? —exclama Esteban Sergio con voz cordial, y de otro
manotazo enciende la luz del techo. Con pasos cortos y cautelosos, casi en
puntas de pie, como una bailarina que ingresa temerosa al escenario, Irene
aparece sosteniéndose del marco de la puerta que da al living, todavía con el
abrigo y la cartera marrón colgada del hombro. Le toma un segundo entender el
cuadro.
—¡Atorrante, asqueroso, miserable! —grita ahora como una
salvaje, desencajada—. ¡Acostado en nuestro propio lecho nupcial con una ramera
arrastrada de la calle!
Esteban Sergio mira a su esposa con el ceño fruncido y
adelanta hacia ella un poco lacabeza, como lo hace un pájaro al caminar.
—¡En nuestra propia casa, con una puta del arroyo! —continúa
Irene a los alaridos—. ¡Desvergonzado,
adúltero y degenerado!
Esteban Sergio advierte que, a su lado, la gordita rubia se
desliza debajo de las sábanas como un submarino que se sumerge hasta quedar
completamente tapada.
—Irene... Irene... —procura calmar a su esposa Esteban
Sergio
— ¿Qué te pasa, qué es lo que te sucede?
—¿Y todavía me preguntás qué me sucede...? —se desgañita la
señora—. ¿Todavía tenés la desvergüenza de preguntarme qué es lo que me sucede,
cuando te sorprendo con una prostituta en nuestra propia cama?
Esteban Sergio agudiza su expresión de consternación y
sorpresa. Debe aprovechar al máximo el segundo de silencio que en este preciso
momento concede Irene. Él sabe que de inmediato sobrevendrá el llanto y tiene
que sacar ventaja de esta oportunidad.
—Irene, me preocupás, me preocupás, Irene... ¿A qué
prostituta te referís, a qué mujer te estás refiriendo?
Irene se toca la garganta; pálida, no puede creer la táctica
de su marido.
—¿Qué me estás diciendo, de qué me estás acusando? —insiste
Esteban Sergio.
—¡Me estoy refiriendo a esa prostituta que tenés a tu lado —
ulula Irene— y que ahora se ha metido como una alimaña subterránea debajo de
las sábanas! —Irene reflexiona un momento y arremete de nuevo—: ¡Las sábanas de
seda que nos regaló mi madre!
Esteban Sergio recurre a su voz más convincente.
—En esta cama, Irene, no hay ninguna mujer. —Palpa con su
mano izquierda sobre las sábanas, golpeando el volumen oculto de la gordita
rubia como si estuviese palpando el colchón vacío—. Acá no hay nada, Irene...
me asustás, querida... ¡Otra vez con esas cosas!
—No puedo creerlo, no puedo creer tamaño descaro... ¿A qué
cosas te referís, inmoral?
—Irene..., tus alucinaciones... Has vuelto a beber...
—¿Beber yo, beber yo, caradura, cuando jamás he probado una
gota de alcohol?
—Irene..., no empecemos de nuevo... No serás tan hipócrita
como para negar la dura realidad de tu alcoholismo.
Esteban Sergio percibe que a su lado bajo las sábanas el
cuerpo de la gordita rubia tirita por la risa contenida. Irene se ha
quedado muda, atónita ante la conducta
de su marido.
—Veías animales, Irene... admitilo, veías bichos en las
paredes —aprovecha Esteban Sergio.
—¡Había bichos en las paredes, hijo de mil putas! —estalla
Irene, siempre desde la puerta, sin atreverse a entrar en el recinto del
delito—. ¡Esto se llenaba de bichos de la luz en el verano, de cascarudos, de
cucarachas voladoras, mientras vos insistías en dormir con las ventanas
abiertas porque decías que el aire acondicionado te secaba la garganta! ¡Y
había animales: teníamos un perro que vos me hiciste echar a la casa de mi
madre!
—Es propio de los adictos negar su adicción, Irene... El
doctor Menchaca me dijo que tu misma condición de alcohólica perdida te hace
negarlo. Tenemos que afrontar este angustioso problema, Irene, por más que nos
avergüence y nos llene de escarnio ante la sociedad... Pero no temas, yo no te
abandonaré en esta lucha, no soy como otros hombres que han dejado a sus
mujeres perdidas en el infierno del
ajenjo para no verlas más tan degradadas y corruptas... Estaré con vos, Irene,
en...
—Lo único que me falta, lo
único que me falta —agita los brazos Irene como si estuviese hablando
para otra persona—que ahora quieras hacerme creer que estoy loca, que veo
visiones, que tengo alucinaciones, que lo mío es demencia...
—Lo tuyo no es demencia, Irene. Lo tuyo es cirrosis. Y es
curable, debemos acudir a...
—¡Sacá a esa prostituta de adentro de mis sábanas, miserable
—ordena Irene, ya recompuesta y
operativa— o entro y yo misma la saco de los pelos, o los quemo a los dos si no
obedecen!
Irene sostiene la cartera grande y marrón sobre su pecho con
la mano izquierda y con la derecha rebusca dentro de ella.
Esteban Sergio da un respingo. Su mujer nunca ha portado un
revólver, aunque bien puede haber empezado a llevarlo: la calle está muy
peligrosa. Pero algo sucede al mismo tiempo en que Irene eleva en su mano derecha un encendedor descartable
y lo enciende, al parecer con intención de arrojarlo sobre la cama. Atrás, en
el living, recortado fotográficamente por el marco de la puerta, aparece la
figura de un hombre corpulento, alto, vestido con elegancia, de traje y
corbata; está cubierto por un impermeable oscuro y luce un sombrero de fieltro
de ala apenas exagerada. El hombre se para detrás de Irene y estudia a Esteban
Sergio por encima del hombro de ella,
ientras Irene, con el encendedor en alto, parece una barata réplica de
plástico de la Estatua de la Libertad.
Esteban Sergio comprende ahora por qué demoró en cerrarse la
puerta del departamento a su llegada. No la había cerrado ella, que avanzó
hasta el centro del living, sino que lo hizo su acompañante.
Ha llegado el momento previsto del llanto. Irene, adivinando
la presencia del sujeto a sus espaldas, gira apenas, apoya el puño de la mano
izquierda sobre el vano de la puerta y luego deposita el peso de su frente
sobre ese puño.
—Yo me voy por una semana a trabajar a Córdoba —le solloza
al marco de la puerta, pero informando a su acompañante misterioso—, a trabajar
a Córdoba, no por turismo, no en viaje de placer: me voy a trabajar para ganar
dinero porque el señor es un inútil con ínfulas principescas que no trabaja, me
voy a Córdoba en ómnibus para no gastar dinero en avión, pese a que el ómnibus
me destruye la columna vertebral por mi escoliosis... Y cuando debo volver a mi
casa antes, imprevistamente, a causa de
la salud de mi pobre madre, encuentro a este miserable acostado en nuestra cama
matrimonial con una puta.
—¿Qué puta, Irene, qué puta? —Esteban Sergio gira su cabeza
hacia todos lados, como buscando algo en derredor, con una expresión entre
herida, confusa y desconsolada.
—Pero, además, además... — Irene parece recordar algo o
volver de un sueño muy profundo—. ¿No era que vos te ibas a La Plata, no era
que vos te ibas a La Plata a visitar a tus padres, no me dijiste que te ibas a
La Plata a visitar a tus padres por cinco días?
—Y fui, fui, Irene, fui...
—Que por eso yo me decidí a viajar una semana a Córdoba,
aprovechando que vos te ibas, porque nunca quise dejarte solo debido a que sos
un inútil total, incapaz de freírse un huevo, incapaz de limpiar un plato...
—Fui, te digo que fui.
—¡Y ahora comprendo todo, era sólo una mentira para que yo
me fuera a Córdoba y vos poder volver mucho antes de los cinco días a tu casa
para venir a revolcarte en la cama con esa perdida, que no tuviste ni la
delicadeza de irte a un motel para pecar!
—¡Fui a La Plata, Irene! — Esteban modula su entonación más
convincente—, pero me volví antes porque extrañaba, Irene. Me volví a los dos
días porque extrañaba la casa, los ruidos de la casa, los olores, la comida de
Rosario, todo... Incluso te extrañaba a vos, Irene, y pensé que acá, en casa, me sentiría más cerca tuyo...
—¡Y para no extrañarme tanto trajiste a esa loca a nuestra
cama! —clama Irene, sarcástica.
—¿Qué loca, Irene, qué loca? —opta por enojarse Esteban—. Me
asustás, nunca hubiera pensado que estaba tan avanzado tu delirio...
Esteban gira la vista buscando algo y de pronto señala hacia
la mesa ratona, cercana a los pies de la cama, donde siempre estaba un cenicero
de vidrio, propaganda de Cinzano, que hoy a la mañana se le cayó y se hizo añicos.
—¿Estás viendo ese cenicero, Irene, el cenicero de Cinzano
arriba de la mesita?
Irene busca con su mirada el lugar donde ya no está el
cenicero.
—No..., no lo veo... ¿Qué cenicero? —vacila, incómoda.
—El cenicero, Irene, el que está ahí, el de Cinzano... ¿No
lo ves?
—¡Lo habrás sacado, Esteban, lo habrás roto, lo habrás
tirado, qué sé yo qué habrás hecho con él! —Se
encrespa ahora, abandonando su actitud defensiva—. ¡Soy yo la que hago
las preguntas! ¡Y ahora mismo sacá a esa loca de debajo de las sábanas, porque
si no voy yo y la saco a patadas, lo que pasa es que no quiero ni tocarla
porque me da asco tocar la piel de una prostituta que vende su cuerpo! ¡No, no,
dejá que yo misma lo voy a hacer — Irene se adentra un paso en el dormitorio—.
Porque si esa mujer no quiere dar la cara es porque a lo mejor yo la conozco!
¡Y porque me estoy sospechando que es esa guacha de Teresita, apuesto a que es
la guacha de Teresita!
—¡Un momento! —Esteban se incorpora aún más en la cama, pero
cuidando que su tironeo de las sábanas no destape a la gordita rubia. Extiende
la palma de la mano derecha hacia delante, como para detener a Irene—. Vos
decís que sos la que hace las preguntas, y esa es una frase policial, la he escuchado
en montones de películas de la serie negra, es una frase policial... ¡Pero yo
también tengo derecho a hacer preguntas, Irene, yo también tengo derecho!
Irene queda inmóvil en su sitio, atribulada.
—¿Quién es ese tipo que te acompaña? —señala Esteban, ardido—.
¡Yo vuelvo imprevistamente de La Plata y mi esposa, a quien yo supongo de viaje
de trabajo en Córdoba, llega a las dos de la mañana a su casa, pensando que yo
aún estoy en La Plata, acompañada de un tipo desconocido, sospechoso, con pinta
tenebrosa! ¿Quién es ese tipo?
Como respondiendo a una coreografía planificada, Irene da un
paso al costado y el marco de la puerta se ocupa con la figura oscura de su
acompañante, que se adelantahasta tomar el lugar de la mujer. Ahora Esteban
observa que es un hombre cuarentón, de piel oscura, rasgos duros y unos bigotes
tupidos sobre el labio superior.
—Oficial Inspector Eladio Ramos —dice el hombre—. De la policía
de Rosario.
Esteban lo mira, absorto.
—Un cana —murmura.
—Quería conversar un momento con usted.
—¡Me gorriás con un cana! — le grita Esteban a su esposa—.
¡Con un cana!
—¿Qué estaba haciendo usted...? —se desentiende Ramos de la
suposición del marido de Irene.
—¡Y no me tratés de usted...! —se sulfura Esteban con el
policía—. ¡Te encamás con mi mujer y todavía te la venís a tirar de fino!
—¿Qué estaba haciendo usted... —retoma, impertérrito, el inspector—
esta tarde a las seis?
Esteban lo mira, atónito, con una sonrisa boba en los
labios.
—¿Qué vas a hacer, me vas a interrogar? Esa es una pregunta policial.
—Le dije que yo soy policía.
—¿Y de qué me vas a acusar? ¿De cornudo? —Esteban señala vagamente
a su flanco izquierdo— ¿Me vas a acusar de encamarme con una prostituta, me vas
a acusar de corrupción de menores, de pervertir a niñitas inocentes? ¿Vos también
tenés alucinaciones por el alcohol?
—¿Qué estaba haciendo usted hoy a las seis de la tarde?
—repite Ramos.
Y Esteban ahora se da cuenta de que la cosa va en serio. Se alarga
un silencio. Esteban mira a Irene, desconcertado.
—Yo volví hoy de Córdoba —empieza a narrar Irene—Cuando
llegué me di cuenta de que estaba sin plata. Y me fui a tu oficina, a buscar
algo...
—Qué raro —resopla Esteban, sarcástico—, qué raro que me saquen
plata...
—Acordate que yo pensaba que estabas en La Plata con tus viejos,
y no aquí encamado con una puta... Entré a tu oficina y me encontré con Damián,
tu socio...
—¿Y qué hacía ahí Damián, a esa hora?
Irene estira un silencio dramático.
—No hacía nada, Esteban. Estaba muerto.
Esteban se demuda, empalidece.
—Muerto... —atina a balbucear.
—Lo habían estrangulado — completa Irene.
—¿Dónde estaba usted, señor Morel, hoy a las cinco de la
tarde?
—¿Cómo sé yo —tartamudea Esteban— que usted es realmente un
policía? Muéstreme la credencial.
—Yo misma llamé a la policía cuando encontré el cuerpo de tu
socio —informa Irene, al tiempo que el inspector mete ambas manos en los
bolsillos del pantalón, aparta los faldones de su impermeable y deja ver, mezquinamente, el arma
de la repartición que, enfundada, pende de su cinturón de cuero.
—¿Quién me asegura a mí —se desencaja Esteban— que todo esto
no es nada más que un complot de ustedes
dos, como amantes, para incriminarme en un asesinato y quedarse con toda mi
fortuna?
—Nadie diría tal cosa, señor —suena reposada la voz de Ramos
—, porque usted es el principal sospechoso...
—¿Y de qué fortuna me hablás, muerto de hambre? —grita Irene.
—¿Yo —Esteban se señala el pecho desnudo con ambas manos—, yo,
el principal sospechoso? ¡Años de cárcel van a tener por difamación e injurias,
ya la policía no puede plantarle pruebas a cualquiera como en los años de la dictadura,
las cárceles están llenas de policías que han ido a parar allí por falso
testimonio!
—Todo el mundo sabe —dice Ramos— que usted, últimamente, se llevaba
muy mal con su socio. Que había cuestiones de dinero. Sus vecinos cuentan que
en medio de una discusión lo escucharon
gritar a usted que iba a matar a su socio. El portero del edificio me dijo que,
días atrás, en el ascensor, le comentó usted: «Algún día lo voy a acogotar a
ese hijo de puta».
—¡Qué hijo de puta! — reflexiona Esteban como para sí, meneando
la cabeza, la vista perdida sobre el piso—. ¡Qué hijo de puta ese portero, qué
fácil que es ensuciar a la gente...!
Pero Esteban parece vencido.
—El médico forense — informa Ramos— dice que la víctima
tiene los diez dedos marcados en la garganta... ¿Cuántos dedos tiene usted,
Morel?
Esteban se mira las palmas de las manos, los dedos abiertos.
—Diez... —susurra.
—Todo coincide —sentencia el inspector.
—Estuve acá —aporta, finalmente, el desalentado Esteban —Toda
la tarde estuve acá...
—Toda la tarde, toda la tarde acostado con esa loca
—endurece la mandíbula Irene—. ¿Cuánto te cobra por hora?
—Estuvo acá toda la tarde — continúa, profesional, frío, el inspector—.
¿Tiene algún testigo que lo haya visto acá, que confirme su versión?
Esteban comprende que sería muy costoso insistir. Señala con
el mentón hacia su flanco izquierdo, hacia el alargado promontorio de las
sábanas.
—Salí, Soraya —indica.
Bajo el ala de su sombrero, los ojos achinados del inspector
se agrandan por un instante. Desde debajo de las sábanas se escucha un gruñido.
—Salí, Soraya, te digo.
Pero ni un movimiento responde a la orden. Esteban, de un tirón,
destapa a la gordita rubia.
—¡Salí, carajo!
Descubierta, la gordita opta por incorporarse en la cama, apoyando
la espalda sobre la pared, sin ningún gesto de pudor, como el de taparse los
pechos. Está despeinada, los ojos húmedos, el rímel corrido. Esteban comprende que
aquel tiritar oculto, que él supuso risa, pudo ser llanto.
—¿Desde qué hora estuvo usted con el señor, señorita? — pregunta
el inspector, vacilante al comienzo. La gordita no contesta.
—Decile —la apura Esteban.
—¿Cuánto le habrá cobrado por hora esta mujer? —sigue preguntándose
Irene, consternada.
—Decile —insiste Esteban.
—¿Desde qué hora, señorita? —repite Ramos—. Su testimonio es
muy importante.
—Yo no estuve con el señor —dice por fin la mujer, ante el estupor
de Esteban.
—¿Cómo... que no estuviste...? —Esteban comienza a darse
cuenta de la jugada.
—No. Yo no existo —recita la gorda, monocorde—: yo no he
visto a este señor en toda la tarde. Yo sólo soy una alucinación de la señora
—concluye mirando a Irene, que aprieta una sonrisa torva.
—Me gusta —vibra Irene—, me gusta, me gusta... Esto te pasa,
Esteban, por machista repugnante. Esta chica será una puta reventada pero tiene
su dignidad y hace respetar nuestra condición de mujeres.
—Soy una alucinación de la señora —se anima la gordita—, que
es una alcohólica perdida...
—¡Cómo alcohólica, descerebrada! —ruge Irene—. ¿A quién le
decís alcohólica vos, puta impresentable?
—¡Contá la verdad, tarada! — increpa exasperado Esteban—.
¿No te das cuenta de que ya se terminó el circo, que ahora estamos metidos en
un quilombo más grande? ¡Hablá o te cago a trompadas! —Esteban sacude el puño
frente a la nariz diminuta de la mujer.
—¡No me pegues, no! ¡No me pegues! —la rubia cierra los
ojos, intenta taparse la cara y sacude la cabeza como si ya le hubiesen pegado—.
¡Jesús! ¡No lo dejes, Jesús!
— Católica, ahora resulta quees católica y creyente esta desfachatada
—se escandaliza Irene.
—¡Jesús, hacé algo, Jesús! — Y, en ese momento, la gordita
clava sus ojos en el inspector. También Irene lo mira entonces, sorprendida.
—¿Quién es Jesús? —le pregunta—. ¿Vos sos Jesús?
El inspector, contrito, asiente con la cabeza.
—Es mi segundo nombre. Eladio Jesús Ramos.
—Todas lo conocemos por Jesús —dice la rubia.
—¿Cómo «todas»?
—Las chicas, las que trabajamos para él.
Se instala un vacío en el ambiente.
—Pero ahora —el inspector procura retomar el control de la situación
con su tono parejo y profesional— tenemos que dejar eso de lado. Soy un policía
y estoy llevando a cabo una investigación...
Irene, respirando agitadamente, hirviente, no está dispuesta
a apartarse del tema; ha adoptado una pose clásica, con las manos en la
cintura.
—Entonces —jadea, encarando a Ramos—, ¿vos conocés a esta
turra?
—¿Si me conoce? —se anima la gordita—. Es el que se queda
con el cincuenta por ciento de nuestras ganancias. Y el que, según nos dice, nos
protege de aquellos que quieren abusar de nosotras, y el que, según nos dice,
nos consigue el permiso policial, porque él es policía. Pero es el mismo que
ahora, si yo le pido que me proteja porque este pelotudo me quiere pegar
—señala a Esteban— se hace el turro y la va de profesional. Y eso que yo soy su
favorita.
—¿Cómo que ella es tu favorita, Eladio, decime? — arremete
Irene.
—Acá el que hace las preguntas soy yo —dice Ramos.
—Bueno —trepida Irene—, entonces vení a preguntarme cuándo te
voy a dar la plata para la próxima cuota del Renault. Vení a preguntarme
cuándo.
—¿Qué Renault? —se indigna Esteban.
Entretanto, la gordita rubia, veloz como una anguila, ha recogido
toda su ropa del piso y desaparece por la puerta del baño.
—Vos no te metás —dispara Irene hacia Esteban—, que también después
me vas a tener que explicar lo de esta mina. —Nuevamente encara al inspector—.
¡Con que yo era la única, con que no tenías plata para comprarte un auto, con
que...!
—¡Te venís a encamar con un cana en nuestra propia casa y me
salís con que yo te tengo que dar explicaciones! —Esteban se pone de rodillas sobre
la cama. —¡... Con que tu sueldo de policía no te alcanzaba para nada, y ahora
resulta que tenés una organización de prostitución impresionante!
—¿Impresionante? —desecha Ramos, con una sonrisa forzada—. Es
un rebusque que yo hago de taquito, más que nada para ayudar a estas chicas de
la calle que estarían desprotegidas sin mi apoyo...
—Yo, como una boluda, comprándote ropa, perfumes caros y
hasta un auto...
El inspector, cabizbajo, se frota la frente con la yema de
los dedos de la mano derecha.
—Lo hablamos después, Irene —propone—, lo hablamos después, cuando
estés más tranquila y comprendas cómo son las cosas...
—¿Cuando yo esté más tranquila? ¡No lo vamos a hablar nunca
más, hijo de puta!
Soraya sale ya vestida del baño. No le ha llevado mucho tiempo,
pues su ropa es escueta: blusa liviana, pañuelito al cuello, minifalda... Tiene
una cartera pequeña en la mano.
—Vamos, Jesús —propone.
—¿Le cobraste? —pregunta el inspector, responsable.
—Qué me va a cobrar si ella no existe, nunca estuvo acá —se desquita
Esteban.
—Cobrale —indica Ramos, señalando con el mentón a Esteban.
—Todavía pretendés cobrar, Jesús —Irene acentúa el nombre,
se mofa—. Esperá que yo mañana voy a la comisaría y le dejo al comisario lo que
haya que pagarle a esta puta... ¿El comisario está al tanto del arreglo que
tenés con ellas?
El inspector hace un gesto entre irónico y despectivo. Pero siente
el impacto.
—Vamos, Soraya —dice, ya enfilando hacia la puerta del departamento—.
Déjalo así. No le cobrés.
Soraya y el inspector se van. Esteban vuelve a sentarse en
la cama, apoyando la espalda en la pared,
exhausto. Irene, mordiéndose el labio inferior, se sienta lentamente en la
silla que está al lado de la cómoda. Desde el pasillo se oye el ruido de la
llegada del ascensor y la puerta que se abre y se cierra.
Irene lo mira a Esteban.
—¿Comiste? —le pregunta.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído de "Negar todo y otros cuentos" de Ed. de la Flor 2013
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