Salimos temprano de Neuquén, en un ómnibus todo
destartalado, indigno de la acción patriótica que nos había encomendado el
General Perón. Íbamos a jugarles un partido de fútbol a los ingleses de las
Falklands y ellos se comprometían a que si les ganábamos, las islas pasarían a
llamarse Malvinas para siempre y en todos los mapas del mundo. La nuestra era,
creíamos, una misión patriótica que quedaría para siempre en los libros de
Historia y allí íbamos, jubilosos y cantando entre montañas y bosques de
tarjeta postal.
Era el lejano
otoño de 1953 y yo tenía diez años. En los recreos de la escuela jugábamos a la
guerra soñando con las batallas de las películas en blanco y negro, donde había
buenos y malos, héroes y traidores. La Argentina nunca había peleado contra
nadie y no sabíamos cómo era una guerra de verdad. Lo nuestro, lo que nos
ocupaba entonces, era la escuela, que yo detestaba, y la Copa Infantil Evita,
que nuestro equipo acababa de ganar en una final contra los de Buenos Aires.
A poco de salir
pasó exactamente lo que el jorobado Toledo dijo que iba a pasar. El ómnibus era
tan viejo que no aguantaba el peso de los veintisiete pasajeros, las valijas y
los tanques de combustible que llevábamos de repuesto para atravesar el
desierto. El jorobado había dicho que las gomas del Ford se iban a reventar y
no bien entramos a vadear el río, explotó la primera.
El profesor
Seguetti, que era el director de la escuela, iba en el primer asiento, rodeado
de funcionarios de la provincia y la nación. Los chicos habíamos pasado por la
peluquería y los mayores iban todos de traje y gomina. En un cajón atado al
techo del Ford había agua potable, conservas y carne guardada en sal. Teníamos
que atravesar montañas, lagos y desiertos para llegar al Atlántico, donde nos
esperaba un barco secreto que nos conduciría a las islas tan añoradas.
Como la rueda de
auxilio estaba desinflada tuvimos que llamar a unos paisanos que pasaban a
caballo para que nos ayudaran a arrastrar el ómnibus fuera del agua. Uno de los
choferes, un italiano de nombre Luigi, le puso un parche sobre otro montón de
parches y entre todos bombeamos el inflador hasta que la rueda volvió a ser
redonda y nos internamos en las amarillas dunas del Chubut.
Cada tres o
cuatro horas se reventaba la misma goma u otra igual y Luigi hacía maravillas
al volante para impedir que el Ford, alocado, se cayera al precipicio. El otro
chofer, un chileno petiso que decía conocer la región, llevaba un mapa del
ejército editado en 1910 y que sólo él podía descifrar. Pero al tercer día,
cuando cruzábamos un lago sobre una balsa, nos azoto un temporal de granizo y
el mapa se voló con la mayoría de las provisiones. Los ríos que bajaban de la
Cordillera venían embravecidos y resonaban como si estuvieramos a las puertas
del infierno.
Al cuarto día
nos alejamos de las montañas y avistamos una estancia abandonada que, según el
chileno, estaba en la provincia de Santa Cruz. Luigi prendió unos leños para
hacer un asado y se puso a reparar el radiador agujereado por un piedrazo. El
profesor Seguetti, para lucirse delante de los funcionarios, nos hizo cantar el
Himno Nacional y nos reunió para repasar las lecciones que habíamos aprendido
sobre las Malvinas.
Sentados en las
dunas, cerca del fuego, escuchamos lo mismo de siempre. En ese tiempo todavía
creíamos que entre los pantanos y los pelados cerros de las islas había tesoros
enterrados y petróleo para abastecer al mundo entero. Ya no recordábamos por
qué las islas nos pertenecían ni cómo las habíamos perdido y lo único que nos
importaba era ganarles el partido a los ingleses y que la noticia de nuestro
triunfo diera la vuelta al mundo.
— Elemental, las
Malvinas son de ustedes porque están más cerca de la Argentina que de Inglaterra
—dijo Luigi mientras pasaba los primeros mates.
— No sé —porfió
el chofer chileno—, también estén cerca del Uruguay.
El profesor
Seguetti lo fulminó con la mirada. Los chilenos nunca nos tuvieron cariño y nos
disputan las fronteras de la Patagonia, donde hay lagos de ensueño y bosques
petrificados con ciervos y pájaros gigantes parecidos a los loros que hablan el
idioma de los indios. Sentados en el suelo, en medio del desierto, Seguetti nos
recordó al gaucho Rivero, que fue el último valiente que defendió las islas y
terminó preso por contrabandista en un calabozo de Londres.
A los chicos
todo eso nos emocionaba, y a medida que el profesor hablaba se nos agrandaba el
corazón de sólo pensar que el General nos había elegido para ser los primeros
argentinos en pisar Puerto Stanley.
El General Perón
era sabio, sonreía siempre y tenía ideas geniales. Así nos lo habían enseñado
en el colegio y lo decía la radio; ¡qué nos importaban las otras cosas! Cuando
ganamos la Copa en Buenos Aires, el General vino a entregarla en persona,
vestido de blanco, manejando una Vespa. Nos llamó por el nombre a todos, como
si nos conociera de siempre, y nos dio la mano igual que a los mayores. Me
acuerdo de que al jorobado Tolosa, que iba de colado por ser hijo del
comisario, lo vio tan desvalido, tan poca cosa, que se le acercó y le preguntó:
"¿Vos qué
vas a ser cuando seas grande, pibe?". Y el jorobado le contestó:
"Peronista,
mi General". Ahí nomás se ganó el viaje a las Malvinas.
De regreso a Río
Negro, me pasé las treinta y seis horas de tren llorando porque Evita se había
muerto antes de verme campeón. Yo la conocía por sus fotos de rubia y por los
noticieros de cine. En cambio mi padre, después de cenar, cerraba las ventanas
para que no lo oyeran los vecinos e insultaba el retrato que yo tenía en mi
cuarto hasta que se quedaba sin aliento. Pero ahora estaba orgulloso porque en
el pueblo le hablaban de su hijo que iba a ser el goleador de las Malvinas.
Seguimos a la
deriva por caminos en los que no pasaba nadie y cada vez que avistábamos un
lago creíamos que por fin llegábamos al mar, donde nos esperaba el barco
secreto. Soportamos vientos y tempestades con el último combustible y poca
comida, corridos por los pumas y escupidos por los guanacos. El ómnibus había
perdido el capó, los paragolpes y todas las valijas que llevaba en el techo.
Seguetti y los funcionarios parecían piltrafas. El profesor desvariaba de
fiebre y había olvidado la letra del Himno Nacional y el número exacto de islas
que forman el archipiélago de Malvinas.
Una mañana,
cuando Luigi se durmió al volante, el ómnibus se empantanó en un salitral
interminable. Entonces ya nadie supo quién era quién, ni dónde diablos quedaban
las gloriosas islas. En plena alucinación, Seguetti se tomó por el mismísimo
General Perón y los funcionarios se creyeron ministros, y hasta Luigi dijo ser
la reencarnación de Benito Mussolini. Desbordado por el horizonte vacío y el
sol abrumador, Seguetti se trepó al mediodía al techo del Ford y empezó a
gritar que había que pasar lista y contar a los pasajeros para saber cuántos
hombres se le habían perdido en el camino.
Fue entonces
cuando descubrimos al intruso.
Era un tipo
canoso, de traje negro, con un lunar peludo en la frente y un libro de tapas
negras bajo el brazo. Estaba en una hondonada y eso lo hacía parecer más
petiso. No parecía muy hablador pero antes de que el profesor se recuperara de
la sorpresa se presentó solo, con un vozarrón que desafiaba al viento.
— William Jones,
de Malvinas —levantó el libro como si fuera un pasaporte—, apóstol del Señor
Jesucristo en estos parajes.
Hablaba un castellano dificultoso y escupió un cascote de
saliva y arena.
El profesor
Seguetti lo miró alelado y saltó al suelo. Los funcionarios se asomaron a las
ventanillas del ómnibus.
— ¿De dónde?
—preguntó el profesor que de a poco se iba animando a acercársele.
— De Port
Stanley —respondió el tipo, que hablaba como John Wayne en la frontera mexicana—.
Argentino hasta la muerte.
De golpe también los chicos empezamos a interesarnos en él.
No hay
argentinos en las Malvinas —dijo Seguetti y se le arrimó hasta casi rozarle la
nariz.
Jones levantó el
libro y miró al horizonte manso sobre el que planeaban los chimangos.
— ¡Cómo que no,
si hasta me hicieron una fiesta cuando llegué! —dijo.
Entonces
Seguetti se acordó de que nuestra ley dice que todos los nacidos en las
Malvinas son argentinos, hablen lo que hablen y tengan la sangre que tengan.
Jones contó que
había subido al ómnibus dos noches atrás en Bajo Caracoles, cuando paramos a
cazar guanacos. Si no lo habíamos descubierto antes, dijo, había sido por
gracia del Espíritu Santo que lo acompañaba a todas partes. Eso duró toda la
noche porque nadie, entre nosotros, sabía inglés y Jones mezclaba los dos
idiomas. Cada uno contaba su historia hablando para sí mismo y al final todos
nos creíamos héroes de conquistas, capitanes de barcos fantasmas y emperadores
aztecas. Luigi, que ahora hablaba en italiano, le preguntó si todavía estábamos
muy lejos del Atlántico.
—Oh, very much!
—gritó Jones y hasta ahí le entendimos. Luego siguió en inglés y cuando intentó
el castellano fue para leernos unos pasajes de la Biblia que hablaban de Simón
perdido en el desierto.
Al día siguiente
todos caminamos rezando detrás de Jones y llegamos a un lugar de nombre Río
Alberdi, o algo así. Enseguida, el General Perón nos mandó dos helicópteros de
la gendarmería. Cuando llegaron, los adultos tenían grandes barbas y nosotros
habíamos ganado dos partidos contra los chilenos de Puerto Natales, que queda
cerca del fin del mundo.
El comandante de
gendarmería nos pidió, en nombre del General, que olvidáramos todo, porque si
los ingleses se enteraban de nuestra torpeza jamás nos devolverían las
Malvinas. Conozco poco de lo que ocurrió después. Jones predicó el Evangelio
por toda la Patagonia y más tarde se fue a cultivar tabaco a Corrientes, donde
tuvo un hijo con una mujer que hablaba guaraní.
Ahora que ha
pasado mucho tiempo y nadie se acuerda de los chicos que pelearon en la guerra,
puedo contar esta vieja historia. Si nosotros no nos hubiéramos extraviado en
el desierto en aquel otoño memorable, quizá no habría pasado lo que pasó en
1982. Ahora Jones está enterrado en un cementerio británico de Buenos Aires y
su hijo, que cayó en Mount Tumbledown, yace en el cementerio argentino de
Puerto Stanley.
Osvaldo Soriano
Extraído del libro "Cuentos de los años felices". También incluido en "Arqueros, ilusionistas y goleadores".
Editorial Seix Barral.
Editorial Seix Barral.
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