Aquella mañana, decía Don Roque, tenía todo lo que tiene que
tener una mañana para ser de esas en las que se escribe la Historia. Es que su
padre, por supuesto del mismo nombre de pila, le había dicho que no imaginaba a
San Martín cruzando los Andes o a la escena de Plaza de Mayo de 1810 en días de
soles agobiantes. Lo mítico, lo real, se lo da la lluvia y las nubes grises que
esconden ilusiones de una nueva salida del Sol. Por eso Don Roque atesoraba las
mañanas como esa, y abría el bar un poco más temprano de lo habitual. Adentro,
colgados estaban los sobretodos de los habituales clientes, descansando
cuidadosamente sobre una estufa para que, cuando sea el momento de partir, ya
estuviesen secos. Los vidrios empañados que sólo reflejaban gente corriendo de
un lado a otro (como si adelante no lloviera) dejaban caer alguna gota por
condensación que producía el calor del bar, el vapor de la máquina de café
negro expresso y el olor a medialunas recién horneadas que invitaban a pasar y
tomar un café aún a quien no quisiera.
Pero había aquella mañana algo extraño, insoslayable para
quién lo quisiera escuchar. El ruido insoportable del silencio. Esa mañana no
se habló de fútbol en el bar de Don Roque. Algún distraído preguntaba el
resultado del Superclásico del domingo, pero sólo obtenía como respuesta dos
números.
Había algo más que Don Roque había obtenido por prosapia:
Sólo rompería el silencio cuando sus palabras provoquen una revolución. Como la
ocasión lo ameritaba, pensó un momento palabra por palabra lo que pronunciaría
segundos después, y sin cambiar el semblante dijo - Muchachos, tengo cosas que
hacer -. No sin asombro se retiraron los clientes, aunque en las palabras del
interlocutor no faltase la cordialidad de cada día. En dos servilletas
improvisó un cartel, previo secado de los vidrios, con la inscripción
"Cerrado por melancolía". Sin levantar los ojos del suelo, caminó sin
apuros hacia la escuela del barrio.
Apenas atravesó la puerta, se dirigió directamente a la sala
de objetos perdidos. Miraba a su alrededor y veía a los niños corriendo de un
lado a otro atrás de una pelota de fútbol. Y más se convencía de su cometido
esa mañana, en ese lugar. La señorita de la sala amablemente le preguntó a Don
Roque qué estaba buscando y, tras pensar unos segundos (las palabras que
generaran la revolución) dijo con seguridad - Estoy buscando algo que se me
perdió hace algunas décadas. Algo que perdimos todos, en realidad. Vengo aquí a
buscar los centros de Miguel - La señorita cambió el semblante. Don Roque
completó - Usted sabe, hace tiempo que perdimos los centros de Miguel, y vengo
a recuperarlos.- La mujer parecía haber estado esperando aquel peculiar pedido.
-Señorita, espere no se vaya. ¿Sabe qué mas perdimos en este
mismo lugar? Perdimos los bigotes de Luque. Los bigotes de Luque perdimos...
Usted sabe, ya los delanteros no juegan con bigote, y me gustaría también
recuperarlos. Y los botines negros, no esos de colores que usan ahora... Y las
camisetas enumeradas del uno al once, señorita. Para que los veteranos como yo
que ya la vista nos juega alguna mala pasada no necesitemos ver el número del
tipo para saber de qué juega...Antes uno veía un tipo llegar al fondo hasta
terminar con la cara estampada contra el alambrado y sabía que el tipo era
siete, que el nueve era nueve y que el cinco era cinco. Ahora es una locura...
Ya que está si encuentra por ahí la gambeta de Houseman devuélvamela, ¿sabe?
¡Era un tango esa!
Y así estuvo Don Roque largos minutos en aquella sala donde
habitualmente iban a parar unas tantas cosas, y tan distantes a lo que el viejo
Roque solicitaba, que la señorita no tuvo más que escucharlo y esperar que la
larga lista de cosas perdidas terminase. Cuando parecía terminar interrumpía
con algún pedido como "el barro del pantalón de Maradona" o cualquier
otro detalle de esos que no lo eran. Sólo cuando el viejo sintió que ya no le
faltaba nada, la señorita se dio media vuelta y fue en busca de una caja. Allí
estaban alojados todos y cada uno de los recuerdos, de los objetos que el viejo
Roque, o todos, perdimos alguna vez.
Después de los agradecimientos, y antes de retirarse, Don
Roque le pidió a la señorita una última cosa. ¿Sabe qué, señorita? ¿Me puede
buscar también donde es que dejamos el amor por todas estas cosas? Usted sabe,
mientras tenga todas estas cosas pero siga ausente el amor por ellas, cruzaré
esa puerta y quién me vea no verá nada. Mientras no vuelvan los enamorados de
la gambeta, los que disfruten de un buen centro o de la pulida técnica de un
centrodelantero, en las canchas seguirán hablando de estadísticas, de
contratos, de cuánto se lleva aquel o cuanto gana este otro, de resultados, de
todo aquello que nada tiene que ver con el barro en el pantalón de Maradona.
Mientras sigamos sin entender a todas y cada una de las cosas que ahora
recuperé en esta caja, con su ayuda, seguirán las canchas pintadas de un sólo
color y vacías del otro. La mujer besó la pelota naranja que el viejo también
le había pedido, y este se fue con una inconfundible sonrisa. Cuando regresó al
bar quitó el cartel que había pegado e improvisó otro que decía "Vuelvan,
mis amigos, que recuperamos lo nuestro".
Cristhian Flores (*)
(*) Lector que amablemente nos manda este cuento de su autoria y compartimos con todos ustedes
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