Dicen y decimos la gran mayoría que los argentinos olvidamos rápido. Que solo se acuerdan de las cosas cuando vuelven a pasar. El ejemplo valido y muy reciente, es con las muertes en el fútbol, ahora con un accidente de trenes nuevamente. Hasta que no sucedieron de nuevo otros hechos similares, nadie se acordaba de mucho. Parece siempre lo mismo. Se hablan un par de días y después nada.
Muchos habrán leído los cuentos y novelas del queridisímo "negro" Fontanarrosa. El tipo siempre se las ingeniaba para parar la pelota y ponértela en un ángulo, es el caso de este fragmento de la novela "El área 18". Si no la leiste, no te preocupes, a vas a entender igual. Si la leíste, seguramente te vas a acordar al dedillo esta parte.
Una propuesta "made in" Fontanarrosa, para refexionar
(...)
Observó entonces por primera vez y con
detenimiento la estatua que tenía frente a sí. Comprobó que se trataba de la
efigie de un hombre, tamaño natural, que sin duda personificaba a un jugador de
fútbol, pero que se hallaba en un estado de conservación lamentable. El mármol
estaba roto en diversas partes, uno de los brazos segmentado a la altura del
codo y una costra de suciedad endurecida lo cubría casi por completo. Seller
adivinó que a su lado se había estacionado el empleado que bajara por la
escalera. Hacía algunas anotaciones en una libretita, estudiando la estatua.
—¿Es una obra muy antigua? —preguntó el
sirio al hombre. Éste dejó sus anotaciones y lo miró. Se trataba de una persona
grande, de raza blanca, con aspecto de cansancio.
—¿Lo dice usted por el estado en que está?
—preguntó, solícito, el hombre.
—Sí. Sí —Seller giraba en torno a la obra,
como sumido en el estudio—. Me habían comentado que, desde hace un tiempo, este
museo había comenzado a deteriorarse. Pero nunca supuse que llegase a este
punto.
—¿Quién le dijo eso? —se había endurecido
algo el tono del hombre.
—Nadie, nadie en especial —suavizó Seller—.
Un comentario, digamos. Me habían dicho que, antes se encargaba de esto un
señor, alemán, creo, que mantenía todo en perfecto estado. Un obsesivo, sin
duda. El viejo empleado meneó la cabeza y sonrió, con ironía.
—Por supuesto que yo no estoy al tanto del
asunto —corrigió el sirio sin dejar de mirar la estatua—. Le repito lo que me
han dicho.
—La gente habla. Y no sabe nada.
—¿Qué le ha ocurrido a esta obra, entonces
—tornó al asalto Seller—, la han extraído de alguna ruina? ¿O quizás el volcán
Mombasa...?
—No. Nada de eso —se animó el hombre—. Nada
de eso. En este país hay una bella costumbre. Una bella costumbre. La de erigir
monumentos no sólo para los héroes o para los próceres. No sólo para ellos.
—Ahá.
—Sino que acá, desde siempre —continuó el
empleado—, se han levantado, y se levantan, monumentos a los que cometen
grandes errores. A los perversos. A los traidores. A los responsables de
grandes calamidades. "¿Para qué?", se preguntará usted. Seller
asintió con la cabeza.
—Para que la gente pueda verlos,
recordarlos y enseñar a sus hijos quiénes han sido estos personajes. Y
decirles: "¿Ves, ves, hijo mío, ese señor inmortalizado en esa estatua?
Bien, ese señor fue un miserable traidor". O bien: "Por culpa de ese
señor sufrimos la peste de la viruela negra, o cualquiera de esas cosas".
Entonces las generaciones futuras ya saben quiénes los han perjudicado. Y
aprenden a reconocer también a los buenos y a los malvados de carne y hueso, un
poco por la enseñanza que ya traen de sus padres. Digamos, acá no hay olvido
para los malos.
—¿Y esto no provoca una especie de...
—Seller buscó por breves segundos una aceptable definición—...
institucionalización del rencor?
—¿Y eso qué tiene de malo? —se exaltó el
hombre—. Al contrario. Yo, usted, todos, nos cuidaremos muy bien de no cometer
errores, de no dañar a la gente, para no tener el día de mañana un monumento
que inmortalice nuestra perversidad. Fíjese usted... ¿Conoce usted bien esta
ciudad?
—No. Llegué hace muy poco.
—Bien, no habrá ido entonces por la Plaza
de los dos Arcos de Triunfo.
—No. No.
—Bien, allí hay una estatua a un antiguo
alcalde de la ciudad. Mucho tiempo atrás, ese hombre ordenó traer desde la
Costa de Marfil un cargamento de una docena de mangostas para terminar con las
víboras que había en sus jardines particulares. Las mangostas terminaron con
las víboras. Pero terminaron con todas las víboras. Y las víboras se comían las
ratas. Y desde el momento en que desaparecieron las víboras, las ratas
comenzaron a multiplicarse, a multiplicarse, y aun hoy son un problema insoluble.
Un flagelo. Una peste. Muy bien. ¿Qué hubiese pasado si a ese alcalde no lo
inmortalizara una estatua que recuerda su tremendo error?
—¡Que todos nos hubiésemos olvidado de él!
—se sonrió el hombre—. La gente lo hubiese maldecido un tiempo, pero al fin y
al cabo, hubiese tenido el beneficio del olvido. Los años son piadosos con eso.
Pero no, allí está su estatua, allí está grabado su nombre y referida su
historia. Entonces hoy por hoy, y mañana y dentro de tres mil años, cualquiera
pasará frente a ella y le dirá a su hijo: "¿Ves, ves ese tipo ahí, en esa
estatua, lo ves? Bueno, ése es el hijo de puta que fomentó las ratas en este
país".
Seller aprobó enérgicamente con la cabeza.
—El papel de los libros, el papel de las fotos
—continuó el empleado—, envejece, se aja, se rompe, desaparece. El mármol, en
cambio, es casi eterno.
(...)
Fragmento de la novela "El área18", de Roberto Fontarrosa.
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