"Los hijos constituyen la región más sensible del ser
humano". Recuerdo que esta frase encabezaba una carta de los lectores que
envié al diario La Capital de Rosario y que se publicó el 2 de setiembre de
1989. Me la comentaron favorablemente muchos amigos míos (el doctor Boffa,
entre ellos) e incluso, en el programa radial "Un alero en la senda",
de don Evaristo Clérici, alguien me dijo que la habían repetido. Esto viene a
cuento por lo que nos sucedió en una oportunidad a mi esposa Nora y a mí,
volviendo de Europa, en una escala en el aeropuerto de San Pablo. La frase esa,
además, me la pidió la pedagoga Estela Di Caprio, ahora recuerdo, para
incluirla en un libro sobre educación infantil que iba a editar junto a Alma
Maritaño. Y es verdad lo que digo. Todos aquellos problemas, y más que nada,
temores, que uno puede tener antes de ser padre, toman otra dimensión, pasan a
un segundo plano cuando llegan los hijos. Allí es a mi entender, cuando
aparecen los verdaderos temores. Mi madre, pobrecita, me solía repetir,
"Una nunca más vuelve a dormir con entera tranquilidad después de tener un
hijo". Se está con un ojo cerrado y el otro abierto. Con un oído puesto permanentemente
en la habitación de al lado —especialmente si se trata de un bebé— tratando de
escuchar si llora o no llora, si se queja o si no se queja. Y habíamos viajado
a Oporto, Portugal, a un congreso sobre "Comportamiento del noyo ante la
metalización por termorrociado" donde Nora debía dictar una conferencia.
Alfredo era muy chiquito por entonces y decidimos que era
muy prematuro dejarlo solo.No tendría más de cuatro años. Yo, por otra parte,
siempre fui reacio a dejar que Nora viajase sola. Siempre para una mujer es más
difícil viajar sin compañía. Por lo tanto decidimos llevar a Alfie. Habíamos
probado ya una vez —un fin de semana— dejarlo con los padres de Nora, pero la
cosa no resultó. Cuando volvimos, parece mentira, encontramos signos
inequívocos de golpes, de malos tratos. Moretones, cardenales en los brazos y
piernas del abuelo, por ejemplo. Y un corte de unos dos centímetros en la ceja
derecha de Alicia, la madre de Norita. No es un chico de adaptarse demasiado
bien, Alfredo.
Lo llevamos, entonces, y tuve que tenerlo a mi cargo en
tanto Nora daba sus charlas y conferencias.
Es cierto que Alfie molestó bastante, interrumpiendo cada rato a su madre o cayéndose
por las gradas de la sala de conferencias —una hermosa sala de conferencias
allá en Oporto— pero en general puede decirse que se portó bastante bien. El
regreso se hizo un poco más pesado, sobre todo por los temores de mi esposa. Y
vuelvo a la frase con que empecé esta conversación. Nora, por ejemplo, no
vacila en enfrentar a una delegación de obreros metalúrgicos —lo hizo varias
veces en Villa Constitución— o no la atemoriza meterse dentro de un alto horno
de fundición, pero en todo lo que sea referente a Alfredito se pone tonta. Se
le había metido en la cabeza en aquel viaje el asunto de los secuestros de
niños en el Brasil. Una noticia, lo admito, aterradora para cualquiera, que se
había difundido mucho por ese tiempo. Que se robaban los chicos en Río de
Janeiro, en Copacabana. Que había bandas organizadas que elegían ni más ni
menos a los pibitos rubios y de ojos celestes para el tráfico de órganos. No
puede haber versión más pavorosa que ésa. ¡Para el tráfico de órganos!
Para colmo, Alfie ahora está medio castaño, castañón pero de
chiquito era rubio como un trigal. Muy vistoso, atrayente. Y siempre movedizo,
siempre activo, un demonio. Se comentaban historias siniestras de chicos
robados ante el más mínimo descuido de sus padres. De chicos robados en la
playa, en supermercados, en espetos corridos, que nunca más habían vuelto a ser
vistos. O mucho peor, una amiga de Nora le había contado del hijo de otra amiga
que apareció a las tres horas, pero con un riñón menos. Algo terrible. Yo traté
de explicarle a Nora —que además estaba nerviosa por una controversia que había
surgido en una charla con un ingeniero canadiense sobre el asunto de los noyos—
que íbamos a estar sólo una hora y media en el aeropuerto de San Pablo. Y en
tránsito. O sea, bastante aislados y controlados como para sufrir ese tipo de
amenazas. Pero nada la convencía. Me dijo y repitió mil veces que debíamos
tener un cuidado infinito con Alfie y que no debíamos quitarle la vista de
encima.
Llegamos por fin —un viaje matador— al aeropuerto de
Viracopos. Allí no hay muchas cosas para ver o hacer, pero anduvimos detrás de
Alfredo de un lado para otro, subiendo y bajando escaleras mecánicas, haciendo
pasar el tiempo, o sentándonos un rato a tomar café — es gratis el café en
algunos aeropuertos brasileños— confiados en que el movimiento, sumado a las
horas en el avión, cansaría a nuestro hijo. Pero el café tuvo la virtud de
despejarlo y debí coincidir con Nora en que mejor hubiese sido darle una Coca
Cola, pese a que llena de gases a las criaturas. Por último, milagrosamente,
Alfredo se quedó jugando en el suelo con no sé qué cosa y nosotros pudimos sentarnos
en uno de esos largos bancos que tiene la zona de tránsito. Siempre a pocos
metros de Alfredito, como para mantenerlo vigilado.
Nos fuimos a sentar casualmente junto a un hombre, un señor
grande, que llevaba un sobretodo oscuro —aún lo recuerdo— un poco raído, de
mucho uso. Yo no le di mayor importancia. Pensaba en las horas que todavía nos
faltaban para llegar a Buenos Aires y aparte la otra espera para tomar la
conexión hasta Rosario, siempre con Alfredito a cuestas. Alfie cada tanto se
acercaba hasta Nora y le daba algo, no recuerdo qué. Unas bolitas, quizás, una especie
de confites de colores que había encontrado por el suelo y que yo no quería que
se llevara a la boca porque son esas cositas chiquitas las que pueden provocar
que una criatura se atragante. El hombre, este hombre que estaba sentado junto
a nosotros del lado de Nora, lo seguía a Alfredo con la mirada, las manos
metidas en los bolsillos del sobretodo, la vista un tanto perdida. En una de
ésas, en un momento en que Alfie se acercó a entregarle otro confite a Nora
para luego salir corriendo de nuevo hasta el lugar donde estaba jugando, este
hombre la mira a Nora y le dice en un dificultoso castellano; "¿Ese niño
es su hijo?". Nora le dijo que sí con la cabeza. El hombre entonces se
quedó un momento como mirando hacia el vacío y dijo, recuerdo que dijo:
"Yo también tuve un niño así". Y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Fue automático. Dijo eso y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Yo me considero una persona sensible. El mismo hecho de que
haya escrito una frase como aquélla con que empecé esta conversación le está
diciendo a usted bastante a las claras, que yo soy una persona sensible. No es
que quiera con esto vanagloriarme ni considerarme un literato, pero hay cosas,
pensamientos, reflexiones, que a veces se le dan a uno casualmente, por puro
azar, y que son, digamos, brillantes. Lo que no quiere decir que uno sea un iluminado.
Nada de eso. Pero sí una persona sensible, acordemos mínimamente esto. Sin embargo,
mire qué notable, en ese momento no me emocioné por la emoción de ese hombre. Me
mantuve frío, supongo que debido a las prevenciones que me había estado
haciendo permanentemente mi esposa. Como el diálogo no había ido más allá
cuando el hombre volvió a mirar hacia adelante, posiblemente hacia donde
Alfredo ya jugaba en el suelo de nuevo, yo le susurré a Nora medio entredientes:
"¿No te parece sospechoso?". Nora me miró con dureza. Yo, en verdad
—uno nunca llegará a entender a las mujeres— pensé que de aquella forma ganaría
puntos, que a Nora le iba a complacer darse cuenta de mi permanente vigilia, de
mi permanente custodia con respecto a nuestro hijo. Sin embargo ocurrió todo lo
contrario. Ella también tenía lágrimas en los ojos. "Sospechoso... ¿qué,
Eduardo?" me dijo. Le señalé con el mentón al tipo de al lado que justo
en ese momento se levantaba. Pero es cierto que yo ya estaba
dudando de mi actitud. "Este hombre sin duda ha sufrido una tragedia
enorme, Eduardo", arrancó diciéndome Nora, más suave de pronto, casi
comprensiva, tanto que me puso una de sus manos sobre mi brazo, como para
tranquilizarme. "A este hombre le ha pasado algo gravísimo que lo ha
envuelto en la desolación" continuó en voz baja, aunque ya el desconocido
se había alejado un tanto. Mi esposa vale consignarlo, también es una mujer de
enorme sensibilidad. "¿Sabés de qué me da la impresión, Eduardo?" me
dijo "¿Sabés de que me da la impresión? De que se trata de un refugiado
político, un hombre que ha tenido que huir de su patria, algo de eso".
"Es verdad" acepté, tratando de sintonizar la misma cuerda. "Tiene
el aspecto de provenir de algún país de Europa Central. Así, rubio, de ojos claros,
tez blanca. Tiene el aspecto de quien ha sufrido mucho" siguió Nora
"uno que ha tenido que abandonar apresuradamente todo. Su casa, su
familia, su ropa. Vos viste como está vestido. Desprolijo, con los puños de la
camisa raída. Es el típico caso del hombre que ha huido con lo puesto. Fijate
si no, en el sobretodo. Un sobretodo oscuro para un clima como éste, Eduardo. Y
la sombra de barba. Las ojeras. El sufrimiento marcado en la cara".
"Tal vez haya salido de Yugoslavia" arriesgué yo. "Eso", me
alentó Nora, ''puede ser un bosnio, que ha visto su hogar destrozado, su casa
bombardeada, su familia muerta, el hijo ese del cual hablaba". Quedamos un
instante en silencio, casi simbolizando un homenaje. "Y uno dice un bosnio"
prosiguió Nora "porque es lo que más conoce a través de la prensa. Pero
quizás sea un chechenio, un afgano, o un serbio mismo ¿por qué la guerra va a
elegir sus víctimas de un solo lado?". "Da la impresión de no estar
muy bien de la cabeza" marqué. "¿Es que acaso estarías vos muy bien
de la cabeza de haberte pasado eso, Eduardo?" de nuevo el tono de Norita
era duro. "¿Acaso estarías vos bien de la cabeza si hubieses perdido un
hijo bajo el fuego de los francotiradores serbios? Sé razonable, Eduardo.
Estarías tan loco como él". "Eso explica aquello de "loco de la
guerra" tan usado en una época y sobre cuyo significado nunca me detuve a
pensar", dije yo. "Por supuesto, Eduardo. La gente que por un dolor
insoportable, durante la guerra se volvió loca. Gente que perdió toda su
familia, todos sus seres queridos, de un día para otro, de una noche para otra,
como este hombre. O que se vio obligadamente separada de su familia, de sus
hijos de repente, en la vorágine del conflicto y nunca más supo nada de
ellos".
Volvimos a quedar en silencio. "Tal vez sea salvadoreño",
tenté yo. "Allí también se ha vivido una guerra civil muy cruenta".
"¿Viniendo de Portugal, Alfredo?" Norita me miró con esa cara que
ella pone cuando algo le parece absurdo. "Digo por lo bien que habla el
castellano". "Bosnio, Alfredo" insistió Nora "Serbio, a lo
sumo. Pero no descarto lo de Rwanda". "¿Rwanda?". "Rwanda,
o Somalia", dijo Norita. "Es terrible la situación en esos países africanos.
El hambre, las pestes, la violencia étnica". "Pero son todos negros,
Norita", le dije. A veces mi esposa
me mira con una cara que me hace dudar seriamente si me respeta. Por supuesto
que lo hace, pero hay momentos en que su enorme vitalidad la traiciona.
"Hay asentamientos blancos, Eduardo" recuerdo que me dijo con el
mismo tono que hubiese usado con Alfredo. "Hay grandes colonias de
blancos, los colonizadores. Tal vez este hombre sea un francés, o ¿por qué no?
un portugués", se maravilló de su acierto, señalándome con el dedo.
"De allí venimos ¿no es así? Y ha tenido que salir huyendo
de esos países ante la revuelta negra. He leído mucho sobre eso y las
atrocidades que cometen los nativos con los blancos. El resentimiento de esos
nativos". Yo me había quedado pensativo observando fijamente a Alfredito,
que seguía jugando en el piso, ahora con unos restos de cigarrillos, esas
colillas muy aplastadas por los zapatos de la gente, que están casi planas, a
las que les sacaba los restos de tabaco. Estoy muy de acuerdo con la
disposición norteamericana de no dejar fumar más en los aeropuertos. "Tal
vez" recuerdo que le dije entonces a Norita, y acá, sí, bajé la voz por lo
doloroso del tema "Tal vez le hayan secuestrado al hijo en
Copacabana". Fue automático. Los dos nos pusimos de pie.
Alfredo, inquieto, se había alejado unos metros hacia los
baños, siguiendo un vasito de papel que rodaba por el piso. Entonces —no lo
vimos juro que no lo vimos—, el hombre apareció de nuevo casi a nuestro lado. El
motivo central de nuestra conversación, podría decirse. Se paró delante de
nosotros y estiró una sonrisa triste que más semejaba una mueca. Seguía con los
ojos vidriosos. Abrió la boca como para hablar pero permaneció así unos
segundos. Yo, inquieto, espié por sobre su hombro mirando como Alfredito
parecía querer meterse en el baño de hombres. "¿Se acuerda, señora"
dijo al fin el hombre "que yo le dije que también había tenido un hijo
como el suyo?". Nora asintió con la cabeza, absorta. Yo también pero más
apurado, como instándolo a terminar rápido. "Bueno", dijo el tipo
"Acá está, mire lo que es ahora" y señaló hacia el costado. Ahí, a un
metro escaso, respiraba aguadamente un adolescente obeso, que comía, bestial,
una hamburguesa completa, chorreándosele la mayonesa por la comisura de unos
labios obscenos y brillantes.
No era más alto que el padre, tenía los costados de la
cabeza rapada y un mechón de pelo sucio, tipo mohicano, teñido de verde, que le
salía aquí, en la parte de arriba. Un arito en una oreja, la piel grasosa,
cubierta la nariz y la cara de granos purulentos. Llevaba puesta una remera
blanca sin mangas abajo de un chaleco de cuero. En uno de los brazos tenía un
tatuaje y la remera mostraba una inscripción que decía, usted perdone la
crudeza de la expresión, Fuck you, man. La panza le salía por sobre el cinturón
como un globo. El pantalón vaquero estaba lleno de tajos y desflecado. Tenía
unas cejas que se le unían sobre la nariz, hirsutas, con unos pelos negros que
sobresalían como alambres. Recuerdo que nos miró y a instancias del padre que
esperaba algún gesto humano de su parte, hizo un movimiento brusco de la cabeza
hacia atrás y hacia adelante, como un aballo,
a título de saludo.
Con un gruñido también. Un pedazo de hamburguesa o cosa
parecida, se le escapó de la boca entreabierta
y voló por el aire. De inmediato, ya cumplido, siguió mirando hacia otro lado,
rumiando como una vaca. Yo corrí detrás de Alfredito, que seguía intentando
entrar en el baño, lo agarré del pelo —y vea que soy una persona sensible— le
grité "¡Vení para acá, caramba!". Y usted me disculpará mi
vocabulario, pero le pegué una patada en el culo. Cuando volví, ya el hombre y
su hijo se alejaban. Ellos esperaban otro vuelo. Meacuerdo que iban
discutiendo. O, al menos, el hombre gritaba y gesticulaba y el chico se encogía
de hombros, sin dejar de comer. Nora estaba abismada. "Era una cosa mucho
peor, Eduardo" recuerdo que me dijo. "Mucho peor". Después, ella
también le gritó algo, muy enojada a nuestro Alfie, y nos fuimos para el
embarque.
Roberto Fontanarrosa
(Extraído de "La mesa de los galanes, Editorial Planeta 2012)
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