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Ya sé, querés que te hable de las giras que hicimos con el general Perón en los años sesenta cuando los dos parecíamos acabados y sin retorno. Ya es hora de que te cuente alguna de las aventuras que corrimos y que te confíese que nunca le fui leal ni le hice justicia. Yo era demasiado zurdo y había leído mucho a Martínez Estrada como para creer que Perón tenía intenciones revolucionarias. Sin embargo, el día en que lo conocí quedé fascinado por el desparpajo con que manejaba la chantada criolla y el arte de la seducción. A un tipo como este, me dije aquella mañana, lo pueden echar de la cancha una y diez veces, pero siempre va a volver. 


Yo había llegado a Madrid con el Benfica de Portugal, como técnico, y en la semifinal de la Copa de Campeones el Real nos metió cinco pepas. Te imaginás que ahí nomás me rajaron, me dieron un cheque por lo que me debían pero me avisaron que no podía volver con el equipo a Lisboa porque corría peligro de muerte. Para mí fue un alivio porque ya no creía en lo que estaba haciendo y para divertirme inventaba tonterías, ponía dos zagueros en línea y siete mastodontes patrullando el mediocampo; usaba pizarrones y daba charlas sobre los libros que los delanteros tenían que leer durante la semana para sentirse más seguros al pisar el área. Les enseñé Pessoa completo y los inicié en Macedonio Fernández y paradójicamente eso nos fue alejando del arco contrario. Por fin, en Madrid me dieron el olivo de mala manera y al volver al hotel me encontré con un mensaje urgente del médico de Perón para que a la mañana siguiente me presentara en Puerta de Hierro. 

Todavía López Rega no se había instalado en la casa. Isabelita era joven, estaba bastante fuerte, pero se lo pasaba rezando y gritándoles a los perros. El General me recibió de traje en su escritorio y él mismo se puso a cebar el mate. Antes de que amaneciera ya me había contado un montón de chistes, me embaucaba con que necesitaba un estratega de izquierda que dominara varios idiomas y me propuso que me quedara a su lado hasta que me llamaran de un club con prestigio de Italia o España. «¿Qué vamos a hacer todo el día juntos, General?», le pregunté. «Jugar al truco, caminar; si estima que mi cuerpo aguanta me enseña a patear y a cabecear. Usted sabe, eso va a impresionar mucho a los muchachos que vienen a verme desde Buenos Aires». Imagínate, no sabía qué decirle: «Mire que yo nunca fui muy peronista que digamos», argumenté, y me contestó: «Tampoco yo; ahora estoy en otra cosa, en algo grande, estoy pensando la Argentina del año dos mil». 
Lo que quería, me contó, era abrirse, salir a ver el planeta nuevo y bullicioso. Contagiarse del fuego revolucionario que corría por el Tercer Mundo y también por el Primero. «Quiero ir al África y a Dinamarca, a Rusia y a Irlanda, necesito un tipo inteligente y desinteresado que me sirva de traductor y confidente. Creo que usted es mi hombre». «Pero ¿por qué yo?», le pregunté. «Porque usted sabe cómo hay que pararse en una cancha, porque usted estuvo cerca del gol y conoce lo que es hacerlos y malograrlos. Por eso». 
Citaba mal a Séneca y a Clausewitz, pero era un as jugando al truco y contando anécdotas. Pasamos las tardes pateando una pelota en el jardín, ensuciando la ropa que Isabelita colgaba a secar, rompiendo plantas, riendo como tontos. El General recibía miles de cartas de sindicalistas, empresarios y farabutes de toda especie. Muchos venían a verlo a la quinta de Madrid, le contaban una gansada, hablaban mal de otro peronista y se sacaban fotos sonrientes. A veces el lugar parecía un nido de serpientes y no creo que Perón pudiera confiar en gente como esa. Isabelita era la única Cenicienta. Por eso López Rega la atrapó a ella, le daba masajes en los pies y le hacía rezar a dioses extraños. Pero eso lo sabe todo el mundo así que no lo pongas en el libro. En ese tiempo gobernaba Arturo Illia y Perón le desconfiaba mucho porque el viejo no era militar. No se puede hacer la guerra contra un civil que encima tiene cara de abuelo bondadoso. Por eso, a la espera de que Onganía llegara al poder, el General decidió que tenía que salir a enseñarle su doctrina al resto del mundo y de paso aprender un poco de los guerrilleros cubanos y congoleños que parecían destinados a la victoria. 
Un día me avisó que hiciera la valija, que salíamos a predicar la doctrina justicialista por los lugares más calientes del mundo. Así fue que lo acompañé en barcos y avionetas a disertar contra la sinarquía internacional por Nigeria, Gabón y las selvas del Congo Belga un poco antes de que mataran a Patrice Lumumba, allá por el sesenta y uno. El General sufría mucho el calor y el viaje al África se le hizo cuesta arriba. Allá se acostumbraba a discutir de política después de medianoche y él se acostaba y se levantaba temprano como los gallos. 
Este es un aspecto del General que siempre permaneció en la penumbra: ¿era o no hincha de Racing? «Sería una torpeza admitirlo, me pondría en contra a todas las otras hinchadas, imagínese», me contestó la noche en que discutimos la vinculación entre fútbol y política. Era la noche previa a nuestro primer partido en tierras desconocidas. Los belgas tenían un equipo muy fuerte que acababa de ganar la Copa Internacional Colonialista contra los otros rapiñadores del África: Holanda, Francia, España, Portugal, Alemania, Inglaterra y no me acuerdo qué otro país. Al llegar a Brazzaville nos enteramos de que Patrice Lumumba, nacionalista de izquierda, líder de los independentistas, tambaleaba como miembro del gobierno de Joseph Kasavubu y que solo un gran acontecimiento popular lo podía salvar. El General se preguntaba qué podíamos hacer solos como estábamos, para darle una mano y congraciamos con otros líderes de la región. Le propuse: «¿Qué tal si desafiamos a los campeones belgas a un cara de perro? Si ganan Lumumba se va y si ganamos nosotros ellos retiran las últimas tropas y dejan sin apoyo a Kosavubu. Naturalmente, usted como argentino va a ser el árbitro y los puede joder». 
Andábamos por lo que ahora es el Zaire en una vieja moto con sidecar. Lo dejé al General durmiendo la siesta en una choza a orillas del lago Tanganica y con un coronelucho de nombre Jean Claude Ngaza me fui a Kinshasa a verlo a Lumumba. Nada fácil, el tipo era una leyenda viviente, héroe de la independencia, ejemplo para los jóvenes revolucionarios de todo el mundo y nosotros golpeando a su puerta para proponerle un partido de fútbol. A los guardias y secretarios del palacio les expliqué en francés que veníamos de otro continente pobre, lejano y expoliado para buscar consejo y aportar la experiencia del general Perón, líder de los trabajadores y enemigo mortal del imperialismo. 
Al principio se sorprendieron porque tenían el nombre del General asociado al fascismo tardío, pero al cabo de un par de horas de explicaciones, marchas y contramarchas en las que estuve a punto de caer preso ahí mismo, logré convencerlos de que a él le había ocurrido en 1955 lo que estaba a punto de ocurrirle a Lumumba en ese preciso momento. Las fuerzas de la reacción y el colonialismo internacional lo habían volteado. Y para que no les quedara duda de nuestra identidad ideológica les canté, traducida y bien entonada, la Marcha Peronista en la parte donde dice «combatiendo al capital». 
Los convencí o se apiadaron de mí, no sé. Lumumba nos recibió de pie en uniforme verde selva, con una sonrisa que invitaba a ser breve y claro. Le dije: «Mi General sugiere derrotar por goleada a los belgas, dar el batacazo en la prensa mundial». «Y cómo, si no tengo jugadores», argumentó. Le dije que yo podía seleccionarle un equipo defensivo que golpeara de contraataque y le expuse mis pergaminos de juventud. Todavía puedo tirar pases de treinta metros, arriesgué. El General aparecerá como árbitro neutral pero nos garantizará al menos tres jugadas de gol. Después se trata de aguantar metidos abajo del arco. «Usted es blanco, ¿cómo podría jugar para nosotros?». Me pinto, les dije, «me pinto con un corcho como los cantantes de jazz en los tiempos de Faulkner». 
Se largó a reír. «Mire, a mí me van a matar pronto, de modo que puedo arriesgarlo todo. Incluso atacar mientras se juega el partido al traidor de Katanga que será mi asesino. Moise Tshombe, se llama. ¿Qué necesita?». «Probar a la tropa», pedí. «Conseguir veinte o treinta pelotas de fútbol, poner a los guerrilleros en calzoncillos y verlos jugar. Hasta hace unos meses yo era el entrenador del Benfica, señor». Eso lo impresionó. Llamó a un secretario y le dijo que se pusiera a mi disposición. «Ahora quiero hablar con su general. Con el hombre que condujo a la victoria a los trabajadores de la Argentina. ¿Dónde tiene su cuartel?». 
Imaginate, no podía decirle que estaba durmiendo la siesta en una choza tranquila. Hice una cita para la noche en un campamento secreto y salí en la moto a toda máquina. Tenía que conseguir un uniforme de combate para que luciera el General, algo que lo hiciera parecer el líder de una revolución. Mientras me apropiaba de uno en un suburbio de Konanga me di cuenta de que estábamos metiéndonos en problemas. Pero ya estábamos embarcados, mucho antes de que lo hiciera el Che Guevara en esos mismos arrabales. Me dije: el General se bancó los bombardeos de Plaza de Mayo y después se escondió vergonzosamente en una cañonera paraguaya. ¿Qué actitud tomará ahora? 
Con esa incertidumbre en el alma entré a la choza. 
Allí estaba, tomando mate y jugando a la perinola con dos negros altos y huesudos. «Venga, Míster», me dijo, «tradúzcales las veinte verdades de nuestra doctrina a ver si se entusiasman y consiguen carne para un asadito». Cuando le dije que tenía que vestirse de guerrillero y prepararse para conocer a Lumumba, me dio la sensación de que había metido la pata. Qué cagada, pensé, y ahora qué hago, de qué me disfrazo. Andá, escribí esta parte y en la próxima te la sigo. Te vas a llevar una sorpresa.

Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral

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