Como ocurre con la última fecha de cualquier torneo del
Planeta Fútbol, en la Liga del Pueblo, la jornada final maridaba cotejos
trascendentes para la definición del Título, con otros de vital importancia
para la desigual lucha por no perder la Categoría, y algunos más que solo se
deberían disputar para cumplir con el protocolo del Calendario, permitiendo
decorar la página de las estadísticas, sin la necesidad de utilizar los
asteriscos.
El calor
imperante en el Pueblo, capaz de torcerle la muñeca al más valiente -en la pulseada entre el amor por la camiseta
y la caminata bajo el sol, para despedir, hasta la próxima temporada, a los
colores que tiñen el alma- hizo la
fuerza necesaria para que el cotejo entre el Inmaculada Concepción y la Mutual
Bancaria, dos que, a esta altura, no jugaban más que por el amor a la Tango, se
adelantara al resto de la fecha, comenzando, temprano, a las diez y media del
domingo.
Recién salidos de
Misa de 9, y previo paso por la panadería de la vuelta -"La que más dulce de leche le pone a
las Bolas de Fraile" según un estudio de no sé qué Universidad
Gringa- una decena de Inmaculados,
comenzó a desfilar por las tubulares tribunas del desierto Municipal, para
darle un marco un tanto menos indecoroso, al epílogo del Campeonato.
Del lado de los
Bancarios, solo los jugadores suplentes
-que eran solo 3- el chofer del
micro y la encargada de la utilería -que
no era otra que la madre de los mellizos que repartían funciones defensivas, en
el mediocampo del Primer Equipo- serían
testigos, desde los tablones, del cotejo que estaba a punto de comenzar.
Para todos era un
partido más. Para todos menos para el Ruso. Protagonista sin protagonismo de la
Liga del Pueblo durante casi 20 años, el Ruso había decidido que jugaría, ese
caluroso domingo, su último partido, para poder después, guiado por su
incondicional amor por el fútbol, cambiar de actividad, pero sin alejarse de lo
que su esférico corazón le dictara...
El correcto
Argañaraz, árbitro del match, aguardó, expectante, la llegada del Sacerdote,
quien daría el puntapié inicial, de la jornada final del Torneo, pero al
enterarse del motivo de la demora del Ayudante de Campo del Barba en el Pueblo
(nadie es capaz de resistirse a los encantos de las Bolas de Fraile de la
panadería de la vuelta), dio inicio al cotejo, puntualmente, dejando de lado el
homenaje previo.
Como para no
desentonar con lo realizado por ambas escuadras a lo largo de la temporada, el
partido transcurrió, durante los primeros 60 minutos, en un ámbito de
intrascendencia que bien habría podido ser aprovechado como publicidad oficial
para el regreso triunfal de la Siesta a los Pueblos. Escasas llegadas,
vacilaciones defensivas desaprovechadas por irresolutos atacantes -incapaces de asociarse lícitamente, entre
sí, para generar triangulaciones futbolísticas en ningún sector del (no tan)
verde césped del Municipal- invitaban a
los casi 25 sufrientes espectadores (a los mencionados anteriormente, se les
habían sumado un par de los colados de siempre, esos que, cada vez que el Municipal
se viste de fútbol hacen equilibrio por las alambradas perimetrales -como equilibrio hacen los jubilados del
Pueblo, cuando Don Roffo, el farmacéutico del lugar, les informa que quedan
suspendidas, por falta de pago, las coberturas sociales- y la Familia del Ruso -su señora y los hijos- quienes habían sido especialmente invitados
por el protagonista sin protagonismo, quien se había encargado, en persona, de
conseguirles sus respectivas ubicaciones, en las sillas plásticas, con
respaldo, que centradas a la altura del círculo central, hacían las veces de
Palco de Honor), a espiar la hora de sus relojes, tantas veces, y tan seguidas,
como uno es capaz de espiar a la vecina de la otra cuadra, la que te vuelve
loco aunque sepas que nunca te dará bola, entre otras cosas, porque es la mamá de
tu compañerito de quinto grado...
Los minutos
transcurrían, uno tras otro, todos iguales, intrascendentes como la campaña del
Ruso en la Liga del Pueblo. A menos de media hora de su despedida, el
protagonista sin protagonismo, aún no había podido lograr lo que venía
soñando -dormido y despierto- desde su lejano debut, allá en la época en
que la Unión Soviética formaba parte de los Mundiales: convertir un Gol.
El Ruso era capaz
de cambiar todo lo (poco) que había logrado en su estadío en el Mundo del
Balompié, con tal de sentir la sensación única, exclusiva, inolvidable (según
era lo que suponía, ya que aún no había tenido la fortuna de vivirla) de salir
corriendo, con los brazos en alto y la boca abierta, en una "o"
interminable, tras la conquista de un tanto de su autoría.
Corpulento, con
cara de pocos amigos, el Ruso -quien
había heredado el apodo por su fanatismo por Lev Yashín, el fantástico arquero,
de quien había tomado prestada su devoción por jugar vestido de negro- sabía que era poco lo que le quedaba para
poder sentir, en propio cuerpo, la electricidad de los goleadores al
convertir...
Y hubo que esperar
que las oxidadas agujas del descascarado reloj del Municipal marcaran que
faltaban 10 minutos para culminar el intrascendente año de Liga de los
Inmaculados y los Bancarios, para que el tablero de lo previsible saltara en
mil pedazos, pateado por un hecho que quedaría escrito en las páginas de Oro de
la Historia de la Liga.
Tras un par de
tibias aproximaciones de los delanteros Católicos a la portería de la Mutual,
resueltos sin muchos problemas por los cobradores, Argañaraz, de flojo
rendimiento, decidió cobrar un dudoso tiro libre, a favor de quienes hacían las
veces de local, a centímetros de la medialuna rival, capaz de generar tanto
peligro, como el que se genera al dejar un bizcochuelo a enfriar en la mesa del
patio, mientras los pibes juegan al aire libre.
Mientras el pito
luchaba, cuerpo a cuerpo, con la trinchera humana de cajeros y administrativos,
y los Eclesiásticos se debatían para resolver quién se haría cargo de esa
especie de penal con barrera, que era un pasaporte directo al 1-0, con que
seguramente concluiría el partido (y el intrascendente año de Liga), por detrás
de la reunión de consorcio de los posibles shoteadores, como una exhalación
vestida de negro, apareció el Ruso, quien acomodó su cuerpo y con un chanfle
certero, medido, preciso y precioso, de esos que no suelen verse en las Ligas
de los Pueblos, elevó la Tango por sobre las humanidades de los abarrerados,
quienes, perplejos, tan solo atinaron a darse vuelta para apreciar, cómo, la
caricia con botín derecho, se estrellaba en el ángulo, y bajaba, de repente,
insolente, a picar claramente fuera de la línea de gol.
El juez de línea
(que no daba la imagen de estar en su mejor momento, desde lo físico, y que se
había encontrado con el Sacerdote, en su periplo por la panadería de la
vuelta), se quedó petrificado sobre la línea de fondo sin moverse, pero solo
atinando a revolear el banderín solferino para poder tomarse la cabeza con las
dos manos...
Todas las miradas
del Municipal (las de los 26 espectadores
-hacía un rato que había arribado el Cura, casualmente cuando en la
panadería de la vuelta lucieron con orgullo el cartel que rezaba "No
quedan Bolas de Fraile", y la de los jugadores de ambos intrascendentes
equipos, que jugaban por nada más que jugar, en la última fecha) se dirigieron
a Argañaraz, quien con una sonrisa que no cabía en su cuerpo, marcó el gol... y
salió corriendo a festejarlo!
Argañaraz,
César Argañaraz, el Ruso Argañaraz, el discreto hombre de negro, protagonista
sin protagonismo, pito en boca, de la Liga del Pueblo, había cumplido con el
sueño que lo desvelaba -dormido y
despierto- desde el día de su debut como
colegiado. Había convertido un gol (gol que, en realidad, no había sido tal,
pero que nadie podría anular, ya que era él, el encargado de convalidarlo, en
una dualidad que nada tenía para envidiarle a la de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, o a
la de López y Cavallero...).
Corrió
desenfrenadamente el Ruso, revoleando su negra casaca (con la que homenajeaba,
cada partido, a Yashín) al viento, lo que le valió la amarilla, que él mismo se
mostró. Amarilla que, dicho sea de paso, se elevó al cuadrado, cuando la volvió
a ver, de sus propias manos -en una
especie de selfie disciplinaria- por
colgarse a la alambrada del Municipal, para dedicarle este Histórico suceso a
su familia, que sentía, entre orgullosa y avergonzada, lo inolvidable del
momento.
Justo cuando el Ruso se retiraba expulsado
por sí mismo, el Sacerdote, no sin esfuerzo (estaba todavía en plena digestión,
por la panzada de Bolas de Fraile ingeridas) ingresó al campo de juego, para
tratar de hacer justicia por mano propia (en realidad, por pie propio, ya que
el puntapié inicial, que no había llegado a dar, previo al comienzo del juego,
lo tenía reservado para la cara posterior de la humanidad del colegiado
goleador, que más que un discreto árbitro, era el referí de confianza de las Autoridades
del Pueblo...).
El puntapié del
Cura no llegó a destino, como sí llegó el (preciso y precioso) puntapié del
Ruso Argañaraz, al ángulo y a la Historia.
Porque quiso el
destino, que uno de los colados al trascendental último partido del año, no
haya sido uno de los pibes del barrio, de esos que siempre pasan de colado en
los intrascendentes partidos de las Ligas de Pueblo, sino un Cazador de
Talentos, que afinando el ojo descubridor y conocedor de la decisión de
Argañaraz, de colgar el pito para siempre, le propuso al Ruso ir a probarse al
Club más grande de la Capital.
Fue así como, a
los 52 años, el hombre de negro, justo el día de su despedida, dio el puntapié
inicial de su carrera de Futbolista...