Cuando Rulo escuchó
a su padre mandándolo a dormir, supo que esa sería una noche larga. El calor
(habitual para un 5 de enero, pero fuera de lo común para un pueblo
acostumbrado a abrazar la brisa nocturna), los mosquitos (capaces de cabecear
un corner, en Wembley, frente a los de La Rosa) y el nerviosismo por el
inminente arribo de los Reyes Magos, permitían presagiar que, lograr que Rulo
concilie el sueño, tenía mucho de utopía...
Amante del Fútbol como su padre, el
pequeño Rulo había pedido a los Reyes, como todos los años, la pelota Oficial,
esa que veía, semana a semana, en la revista deportiva que recibía y
coleccionaba desde pequeño, y con la que había aprendido a leer.
Fiel a su tradición, el niño dejó pasto y
agua para los camellos, justo en el centro del parque, contiguo a su
habitación, y armó con varios pares de zapatillas, donde esperaba el Regalo tan
deseado, los arcos de una improvisada canchita de Fútbol.
Rulo insistía en que, quizás, los Reyes
tendrían ganas de jugar un partidito.
Esa noche, como todos los 5 de enero, solo
por esa noche, Rulo se acostó con la camiseta del Club de sus amores,
impecablemente lavada, planchada y perfumada.
Tantas fueron las vueltas que el pequeño
dio en la cama, que la sábana, antes de la medianoche, quedó como la trenza de
una de las hermanas de la Familia Ingalls. La que usaba largas trenzas.
En la casa todos dormían. Nada se
escuchaba (salvo el disfónico ronquido de Stafuza, el pekinés, con quien Rulo
compartía horas de juego, gambeteándolo y haciéndole buscar la pelota cada vez
que se cansaba de correr), y la oscuridad, sumada al silencio, hacían de la
tensa espera, una interminable agonía.
Y justo en ese momento, en el que el sueño
y el insomnio definían por penales, para ver quién se quedaba con el Trofeo del
Descanso, justo en ese momento, Rulo escuchó un ruido, y otro más, provenientes
del parque, y luego, al instante, una voz que lo llamaba.
Al asomarse por la ventana, pudo ver como,
detrás de los camellos que comían y tomaban, pasto y agua, en el centro del
parque de la casa, uno de los Reyes (nunca supo si era Melchor o Gaspar, porque
nunca nadie los había podido distinguir) lo invitaba a estrenar la pelota
Oficial, su preciado regalo, jugando un picado.
Sorprendido y con algo de sueño (que no lo
dejaba reaccionar) Rulo llegó a contar, no sin esfuerzo, que los integrantes del picado eran más que
tres, ya que, a la presencia de los Reyes Magos (visitantes esperados en la
fecha) había que sumarles la de un veterano gordinflón, de blancas barbas y
vestido de rojo (quien parecía relajado, por haber finalizado una ardua tarea),
y la de un desconocido al que juraba conocer, que se parecía mucho, muchísimo,
demasiado, al señor de la foto del centro de la cómoda de su papá...
Gaspar y Melchor (nadie supo bien quién
era cada cual) hicieron pan y queso, y formaron los equipos: el más canoso
eligió a Baltasar y al Viejo Santa; y el
de barba colorada, al Pequeño dueño de casa y al otro hombre, a quien todos,
Rulo incluído, llamaban Abuelo.
La pelota viajaba tan rápido que, hasta
los camellos se hubieran lucido en el partido. Cada gol era motivo de
felicitaciones, risas, chistes y abrazos, entre todos, pero especialmente entre
Rulo y Abuelo. Y cuando estaban empatados, y los camellos ya habían terminado
el pasto, un pelotazo de Baltasar rompió el plato del agua, embarrando la
camiseta de Rulo y generando un ruido que bien podría haber despertado a
cualquiera de los vecinos.
El partido debió terminar, abruptamente,
para que ningún niño de la cuadra pudiera descubrir a los Reyes Magos. Los compañeros
de Equipo de Rulo prometieron volver, a terminar el juego, el próximo año. Y
fue Abuelo quien, luego de abrazarlo eternamente durante un segundo, le dejó
encargado, a Rulo, un gran saludo para su padre...
El niño, cansado, satisfecho, feliz, se
durmió rápidamente.
Tanto durmió Rulo, y tan profunda pero
plácidamente, que fue su padre quien lo despertó, al mediodía, llevándole la
pelota Oficial, su Regalo de Reyes, a la cama e invitándolo a desayunar una
abundante porción de Rosca.
El niño sonrió, abrazado a la pelota y a
los recuerdos, y con mucho de contento, y algo de desilusionado, comenzó a
contarle a su padre lo que había soñado.
El hombre, tan soñador y futbolero como
Rulo, escuchó atentamente lo que el niño le narraba, hasta que lo interrumpió
para pedirle que se cambiara la embarrada camiseta del club de sus amores...