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Barras matando el fútbol...


El cielo del negro. [Parte 1 de 2]

Me desperté bastante tranquilo, a pesar de haberme sometido reciente a una cirugía de rodilla. No me dolía nada. Pensé que me iba a despertar dolorido, pero no me dolía ni siquiera la reciente operación. Algo raro pasaba. Nunca me sentí tan cómodo. Estaba acostado en un colchón bastante mullido, cosa rara para la cama de una clínica. Me dispuse a abrir lentamente los ojos  para ver qué pasaba —no sin cierto temor— porque conozco gente que se ha despertado en medio de una cirugía. Al abrir los parpados me encontré contemplando un vasto cielo celeste. Ya comenzaba a asustarme. Me erguí en lo que pensé que era una cama. Eran nubes. Puta madre, estaba muerto. Operación de mierda. Cirujanos hijos de remil putas. Me habían dicho que era una cirugía sin ningún tipo de riesgos. Convengamos que era sólo la rodilla ¿Cómo se complicó tanto? Un súbito pensamiento me tranquilizo, a lo mejor la anestesia me había pegado mal y estaba alucinando o todavía no había despertado del todo. Palpe mis brazos y me di un pellizco. Dolía. Puta madre, sí estaba muerto. Y dejé miles de cosas sin hacer allá abajo o allá arriba, o donde miércoles quede la tierra para ese lugar. Otro pensamiento me tranquilizo. Estaba en el cielo, mucho peor hubiese sido estar en el infierno. Me levanté y vi en la cercanía un grupo de gente que hacía una fila frente a una enorme puerta de rejas. Bueno, ahí debe estar San Pedro. No todo es tan malo, por lo menos iba a poder ver a mi viejo. Pero la puta madre, deje tantas cosas sin hacer. Seguí caminando sin prisa hasta dicha cola. Me predispuse a esperar también.

—Discúlpeme señora ¿Esta fila para qué es? —le pregunte a una anciana, que era la última.

—Es para poder entrar al cielo mi hijito, pero no se preocupe por suerte va rápido —me contesto la viejita. Que continuo hablando sobre con quien se iba a encontrar, de su marido que había muerto no sé dónde. Yo seguía puteando en mi interior a esos médicos culorrotos. La vieja seguía con su perorata. 

Efectivamente la cola iba bastante ligero, ya me acercaba. Entró la vieja cargosa esta y luego me tocó a mí. “El que sigue” dijo una voz femenina desde adentro. Yo esperaba ver más… más… como decirle, mas cielo. No sé, mas nubes, un par de angelitos con trompeta, santos y que se yo. Pero nada que ver. Era un hall grande. Como de esos que hay en las obras sociales caras o en las de medicina prepaga. En la recepción no estaba ni Pedro, ni nada que se le parezca. Había una mesa larga de recepción, en donde había doce computadoras. Bah creo que eran computadoras. Eran atendidas por señoritas vestidas de blanco, con un pañuelo celeste al cuello.  Era todo muy burocrático hermano. Creo que caí en el cielo de los bancarios o de los contadores. Anda a saber. La señorita que atendía el puesto cinco me miró y supe que me tocaba a mí.

—Buenos días caballero ¿Su nombre? —me dijo en tono automático.

—Jorge Antonio Chznowicz —le respondí. Mire su camisa y tenía una identificación que decía “Vanesa San Pedro, recepcionista”.

— ¿Me lo deletrea por favor? —dijo medio molesta la recepcionista. La verdad es que yo pensé que estaba en el cielo y que sabían todo. 
—Sí, como no —dije con una sonrisa— Ce, hache, zeta, ene, o, doble ve, i, ce, i.

La chica tipeo rápidamente el nombre y apellido y se quedó mirando su pantalla o monitor.

—No me figura nadie con ese nombre ¿Me repite el nombre por favor? —dijo contrariada. Se lo repetí con tono molesto, si bien estaba en el cielo, me hinchaba un poco las bolas que fueran tan boludos como en la tierra.

— ¡Oh aquí esta! — Dijo contenta— Pero hay un pequeño detalle, usted no debería estar acá.

Le juro que me cague todo, por ahí me mandaban al infierno. Ojo yo no fui malo en la tierra. Yo daba monedas en los semáforos e iba de vez en cuando a la iglesia. No era un hijo de puta, tampoco un santo. Era normal, como cualquier persona. Me cague a piñas como todos, insultaba y eso pero ¿Quién no ha puteado en esta vida? Sin embargo por el otro lado también tenía esperanzas, por ahí me mandaban de vuelta a la tierra. El tema es que ya estoy muerto, por ahí ya me enterraron o ya me cremaron. ¿Mirá si me mandan en otra persona? No viejo, que quilombo. Médicos hijos de puta.

— ¿Dónde debería estar? —dije casi entre sollozos.

—No es algo que pueda determinar yo —respondió burocráticamente la flaca— ahora lo consulto con mi superior. Dicho esto se levantó de la silla giratoria y se fue a una oficina contigua. Yo pensé que su superior seria Dios, o en todo caso San Pedro. Pero se apareció un tipo de unos cuarenta y pico, pude leer en su identificación que se llamaba “Manuel  San Pedro, supervisor Sénior”. Mira vos hermano, todo eso de San Pedro y las puertas del cielo era una metáfora. Me sentí un boludo. Yo siempre imaginándome a San Pedro con las llaves del paraíso y todo eso. Mira que pelotudos que somos, viejo. Este muchacho cuchicheaba con la recepcionista, estuvieron un rato así.

—Mire, señor Chowik —dijo, pronunciando mi apellido como el orto— hay un lamentable error, usted no debería estar acá. Tampoco podemos hacer nada, antes lo tenemos que consultar con el Director. Ya lo hemos llamado y está bajando. No se preocupe, que no es la primera vez que pasa.

Si hubiese estado en la obra social o en un banco, ya los hubiese puteado de arriba abajo. Pero estábamos en el cielo. Esperamos algo de cinco minutos y se abrió una puerta del costado de la recepción. Por ella se apareció un hombre ya grande. Estaba casi pelado y tenia una frondosa barba blanca. Vestía de levita blanca y en su mano traía consigo lo que parecía un expediente.  Evidentemente este si era San Pedro.

— ¿Qué paso con el hombre? —dijo mientras me señalaba con su pera que estaba como a 20 centímetros adentro de su barba

—Lo estaban operando y…

—Y otra vez se fueron a la mierda con la anestesia —Interrumpió San Pedro— pero que manga de pelotudos estos anestesistas. Mira que yo estoy acá desde hace más de dos mil años y en los últimos cincuenta años tuvimos que laburar como burros. Todo porque estos hijos de puta se van al carajo con la anestesia. Estos se piensan —prosiguió bastante indignado— que uno porque esta acá en el cielo está al reverendo pedo. Pelotudos. Dale una credencial de visitante y que en dos horas vuelva a la tierra, que es lo que dura esa operación.

— ¿En este tiempo puedo ir a visitarlo a mi viejo? —atine a responder.

—No, Enrique, no puede.

—Jorge —respondí.

—Discúlpeme, Jorge, pasa que atiendo mucha gente por día —dijo en forma conciliadora San Pedro— Le comento que acá hay leyes que cumplir. Una de esas es que sólo las personas que se quedan acá en forma definitiva pueden visitar a sus parientes. Son las reglas, amigo. Mientras puede esperar a en un bar que queda acá a dos cuadras.

Iba a cuestionar esa burocracia celestial, pero yo era un don nadie. Así que decidí hacerle caso e irme hasta el bar. Por lo menos para hacer tiempo y ver cómo eran las cosas. Salí por una puerta giratoria y me encontré en una calle como cualquier otra de la tierra. Autos, gente, semáforos. Llegue por fin al bar. Curiosamente quedaba al lado de unas canchitas de fútbol.  Entré como si nada y me senté en una mesa de madera reluciente a esperar al mozo.

Continuara...

Segunda Parte


El cielo del negro. [Parte 2 de 2]

— ¿Nuevo por acá, maestro? —fue el saludo del mozo.

—Estoy de paso —dije sonriendo — ¿podría ser un cortadito?

El mozo asintió con la cabeza y se fue. De golpe comencé a pensar en que yo no tenía plata. Pero ¿se cobraran las cosas acá? Entre a debatir internamente ese punto, hasta que un grito de gol interrumpió mis pensamientos. Estaban pasando la repetición de los goles del partido entre River y Peñarol.  Me sentí un poco más aliviado, después de todo estar muerto no era tan grave, para cuando me toque bah. Comencé a
pensar en donde estaría mi viejo, donde viviría. Un súbito pensamiento me arrebato. El de irme por esa puerta y buscarlo. Pero otra vez me arrancaron de mi ensoñación. Una persona conocida entraba por la puerta del bar. Era un tipo de unos cincuenta o sesenta años, medio pelado, con barba entre cana, claramente se podía distinguir una sonrisa en su rostro, pero no estaba sonriendo, no sé si me entiende. Era así, tenía una picardía en la cara que se veía a kilómetros. Estaba vestido como si recién hubiese jugado a la pelota o como si lo fuese a hacer en un rato. Tenía unos pantalones cortos de central, una remera blanca, medias amarillas y botines negros. Una toalla le ceñía el cuello. La verdad que siempre fui medio de madera para describir a la gente. Pero ese era el negro. El negro Fontanarrosa. Si, Roberto. En mi putísima vida lo había visto en persona. Obvio, si, lo vi en videos, en entrevistas, por fotos... Conocía gran parte de sus cuentos, obviamente a Inodoro Pereyra ¡Y ahora lo tenía ahí! Era el negro. Yo nunca fui muy cholulo, los famosos me parecían “normales”, no entendía como la gente se mataba por una foto con ellos. Yo veía un famoso y me chupaba un huevo. Lo miraba de reojo y nada más, no les daba bola ¡Pero ahí estaba el negro carajo! Me levante y temblaba como un boludo.  Yo sé que Fontanarrosa me miraba de reojo.

—Negro querido, genio —dije como un completo pelotudo, lo admito.

—Hola pibe ¿vos sos? —me dijo el negro con una sonrisa enorme.   
                         
—Yo soy visitante — le respondí en un claro ataque de pelotudez.

—Ah Visitante —dijo divertido Roberto—  Que nombre raro, Visitante Pérez o Visitante González.

— Jorge Antonio Chznowicz me llamo —dije disculpándome— pasa que estoy nervioso es mi primera vez acá y me tengo que volver en dos horas. Terminado de decir esto, entro por la puerta un rubio grandote. Una bestia, vestía un piloto o gabán largo. De su boca prendía un cigarrillo. Se sentó en un rincón del bar y miraba por la ventana.

—Suele pasar Jorge —me dijo el negro, mi atención volvió hacia él— Al principio es medio jodido, pero te acostumbras en seguida. Vos tenés suerte igual, viejo. Te viniste un rato, miraste y ya tenés una idea, te fijaste como era el departamento antes de alquilarlo —dijo mientras soltó una risa contagiosa a la que me uní de inmediato.

— ¿Cómo es el tema acá? — le pregunte al negro.

—Y mira... —se quedó pensativo el negro— Ya te habrás dado cuenta que nada muere. El tema es que un día estamos allá y otro acá, parece una respuesta tonta y de casette, pero es así.

—Pero está lindo el cielo —le respondí, mi pelotudez iba in crescendo.

—Y hay un cielo para cada uno de nosotros —dijo como un tipo que sabe— a mí siempre me gustó el fútbol, el bar, escribir y mírame, recién salgo de jugar un picado ¿A vos que te gusta hacer?

—Y a mí me gusta…

—Negro querido —interrumpió un hombre que lo saludaba con una palmada en el hombro mientras se sentaba al lado.

—Sordo, Sordito ¿todo bien? — le respondió Fontanarrosa.

— ¿Cómo va todo, Negro? —pregunto el sordo.

—Acá estamos charlando con el amigo —respondió el negro señalándome con la barbilla.

Lo saludé al Sordo, le dije mi nombre y volví a sentarme.

—No sabes, Negro, otra vez lo expulsaron al boludo de Pascual —dijo el Sordo.

—Déjame adivinar, se la agarró con el Lalita —comentó el Negro mientras se ponía una mano en la cabeza.

—Sí, pero esta vez fue grave —dijo en tono serio el Sordo— el árbitro este que nos tocó, el viejo ese que dice que tiene contactos allá abajo, dijo que si siguen jodiendo los van a suspender por toda la eternidad y que se vayan a cantarle a Gardel.

—Pobre Carlitos, ¿qué culpa tiene? —dijo, risueño, el Negro.

Entretanto el mozo me traía mi café a esta nueva mesa donde ahora me hallaba sentado. Me sentí muy a gusto en esa mesa. Los nervios se me fueron enseguida. Miré como en otra mesa, ya cerca del mostrador, estaba un hombre con pinta de duro. Tenía rasgos árabes, una nariz con una curva caprichosa y unos ojos de cernícalo. Estaba comiendo unas galletas del tipo “marinera”, el crujido de las galletas al romperse y ser masticadas llegaban hasta nuestra mesa. Y las migas se esparcían por todo el bar como un fuego artificial.

— ¿Lo viste a Emilio? —Preguntó el sordo—dijo que hoy iba a venir a jugar y no vino un carajo.

—Tenía que hacer no sé qué con la señora —respondió Roberto mientras juntaba miguitas con la parte externa de su meñique.

— ¿Y vos no hablas? —Se dirigió a mí, el Sordo— No me digas que el pelado no te dejo pasar la lengua.

— ¿Qué pelado? —atiné a responder muy boludamente, dando lugar a chistes desubicados. El negro miró en forma cómplice al Sordo.

—Si hubiese estado el Aldo —dijo el negro divertido— te la clavaba en un ángulo, la dejaste picando de una forma terrible. Pero nosotros somos tipos educados. El Sordo se reía.

—El pelado es Pedro, Pedrito —me explico el sordo— el guardián de la puerta. Es un tipazo. Muy educado y eso, pero horrible jugando al fútbol.  Aparte dicen que se la manduca.

—Vos siempre tan mal pensado, Sordo —dijo el Negro entre risas.

—Acá hay mucha gente importante ¿No? —Pregunte.

—Y si, lo que pasa es que al tiempo ya los conoces a todos y te aburrís —me comentó el Negro.

— ¿Pero cómo es la cosa por acá? Volví a preguntar.

—Y mira…

—Buenas —interrumpió uno nuevo que llegaba a la mesa.

—Hernán querido —lo saludaron al unísono el negro y el sordo.

— ¿Nuevo integrante en la mesa? —dijo Hernán mirándome.

—El muchacho está de paso y acá lo estamos torturando un rato —dijo el sordo.

—Ah pensé que era tu nuevo novio —dijo el recién llegado— porque vos siempre andas con un novio nuevo.

—Siempre el mismo irrespetuoso, vos.

Me paré, le di la mano a Hernán y le dije mi nombre.  Pude observar por la ventana y vi a un sujeto bastante narigón, vestido como gaucho. Un chiripa bastante raro y una vincha atada a la altura de la frente, parecía que le partía la cabeza en dos. Además del facón, le colgaban unas boleadoras del cinto, estaba calzado con unas botas de potro dejando al aire sus deformes dedos. A su lado había un perro de color marrón. Veía como le revoloteaban loros alrededor; sí, loros. Episodio bastante confuso y raro. Me volví a sentar y comencé a contarles lo que me pasó. Lo de la cirugía, que se pasaron con la anestesia y que me mandaron a hacer tiempo por dos horas.

—Mirá que antes íbamos a trabar con todo y nadie se rompía los ligamentos —opinó el Sordo.

—Era más que nada una lesión de los habilidosos — dijo Hernán.

—El que lesionaba a la gente eras vos, Hernán —dijo el Negro con una sonrisa.

— ¿Che, te quedás por mucho tiempo acá? — me preguntó el Sordo.

—Y, lo que dura la operación, dos horas y pico, tres, qué se yo… —dije sin mayor.

— ¿Y esto a qué hora fue? —dijo el negro

—Y tipo siete de la tarde entre a quirófano.

—Boludo, son como las diez de la noche —me respondió el sordo alarmado

— ¿Me jodés? —Dije con gravedad— me tengo que ir ya, me van a matar.

—Mira que el pelado es jodido con el tema del horario —dijo el Sordo.

Me paré inmediatamente, le di un sorbo apurado al café, saludé a todos y me fui corriendo. Antes de salir escuche que el negro me grito: “Acordate que nada ni nadie muere”. Crucé la calle, e hice las dos cuadras en tiempo récord. Cuando llegue a lo de San Pedro, me estaba esperando con cara de pocos amigos. Me preguntó dónde estaba y que si hubiese demorado cinco minutos más, me hubiese quedado acá para siempre. Me dijo un par de palabras y que yo no me iba a acordar nada de lo que había sucedido. Me despidió con un apretón de manos y un “hasta luego”.

—Buen muchacho este Jorge ¿no? — Dijo el negro.

—Algo boludo nomás —Respondió Hernán.

—Y estaba nervioso, era su primera vez acá —comento el negro.

—Un pollerudo, se fue cagando porque seguro la señora lo caga a pedos después.

—Sí, pero bien que se hizo el boludo y se fue sin pagar el café —corto tajante el sordo.

—No te preocupes, ya va a volver —dijo el negro mientras se levantaba— ya va a volver…

***
Fui abriendo los ojos de a poco. Como tanteando si estaba vivo o muerto. Me aterraban las operaciones. También la idea de que algo haya salido mal. Moví un brazo ligeramente, luego otro. Después una pierna, la sana. Después la operada, me dolía la rodilla como la concha de la lora, encima había tenido una pesadilla de mierda con dragones y no sé con qué otra mierda. Que anestesia hija de puta. Operación de mierda. Cirujanos hijos de remil putas.


Inspirado en “El Cielo de Los Argentinos” de Roberto Fontanarrosa


Antonio Schweinheim 
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor.

¿De qué te ponés contento?

 Yo la verdad es que no te entiendo Cacho, la verdad que no te entiendo. Ni a vos, ni a todos aquellos que van a una cancha. O a esos hincha...


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