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Pagani Times. Hoy: "Horacio vs Messi"
En esta sección de los sábados, donde repasamos la demencia de la semana de Pagani, lo tenemos en esta ocasión lo tenemos a Horacio encarando a Messi cual defensor rival, ah y del lado de Messi a Recondo, que la verdad hasta lo deja mal al mismo Lio.
video extraído del canal de Picadillo TV
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "El buscador de Historias (entrevista en playboy)"
Hoy les traemos una extensa entrevista que le hicieron de manera brillante al negro. La copiamos tan cual está para que no se pierda nada. La entrevista fue en el 2005 y se publicó en forma póstuma. al final de la nota encontraran un link al articulo original.
"Las memorias del Míster Peregrino Fernández. VIII. 'El oro del príncipe'" de Osvaldo Soriano.
Mírenme: voy vestido todo de
blanco; traje blanco de hilo, sombrero
blanco, zapatos blancos de Italia; llevo
una sonrisa blanca y un blanco cigarrillo
atrás de la oreja. Voy por la Via del
Tritone y arrastro chicas de labios rojos
que se me cuelgan de las mangas. Vengo
de los siniestros campos de Stalin, hago
goles de nuevo, soy un héroe de la Italia
Imperial. Hasta el Duce habla de mí.
Mientras camino todo vestido de blanco
ululan las sirenas y pasan aviones
arañando los techos. Alrededor de mí,
ruinas, polvo blanco: el mundo parece
irreal.
El domingo pasado, un raro día de
calma, me topé con una multitud seria,
silenciosa, que estaba cagando en la
vereda. Los fascistas habían cerrado las
lujosas confiterías de Via Veneto para
suministrar a los rebeldes la ración
semanal de aceite de ricino. Los
milicianos del Duce ríen: al rato las
barrigas se derriten y antes del estallido
abren las puertas para que la gente haga
en las alcantarillas. Prolijamente.
Agachados con los blancos culos
volcados sobre la calle. Ríos de
vergüenza bajan hacia la Fontana di
Trevi, circulan por Piazza Colonna. ¿Te
acordás del personaje de Amarcord?
Volvía a su casa con los pantalones
hediondos por la purga y la espalda
llagada por los azotes. Yo estaba ahí, en
el pueblo, en la película. A ver si te
acordás: soy el que pasa todo el tiempo
en moto, nunca se me ve el rostro, soy un
recuerdo de Fellini. Cómo no: somos
músicas que quedan en los otros.
Te voy a ordenar un poco los
apuntes. Al llegar a Londres en el
carguero soviético, salí en busca de
Graham Greene con el pretexto de
llevarle los saludos de su amigo Camus.
En los picados que hacían en el patio
del Foreign Office, Greene jugaba de
cinco: reflexivo, obsesionado por la fe y
la religión. Ya voy a volver a él porque
en un entrevero casi me rompe una
pierna. En verdad nos vimos una sola
vez, medio en secreto, porque quería
darme un mensaje en clave para un tipo
de la resistencia italiana. «Vos no tenés
pasta para la guerra —me dijo—, mejor
andate a un lugar donde no caigan
bombas y ese lugar es el Vaticano.
Alquilate un bulín bien cerca y si seguís
metiendo goles la vas a pasar bárbaro».
Sabias palabras. Pero existía un
problema: los campeonatos estaban
oficialmente suspendidos. Las palabras
«club» y «sport» habían sido prohibidas
por venir de Inglaterra y reemplazados
por «squadra» y «stadio». El Duce y el
papa Pío XII, coronado el año treinta y
nueve, habían autorizado una copa
alternativa, medio trucha, con plata en
negro, en la que jugaban todos los
acomodados del régimen y los vagos de
media Europa. El Vaticano ponía
obispos y cardenales para que hicieran
de árbitros. Si se podía se jugaba y si
no, no. En general los partidos se hacían
en terrenos de la Iglesia para que los
fieles no se dispersaran y se pasaran a la
guerrilla. Antes de empezar los partidos
se rezaba un Padre nuestro o un
Avemaría; el referí, que iba de sotana,
nos bendecía a todos, mostraba hostias
amarillas y rojas y los fotógrafos del
régimen tomaban fotos de la multitud
orando. Las agencias de prensa y los
noticieros de cine las difundían en los
países del Eje como propaganda de
guerra.
Gramsci, condenado a veinte años
de cárcel, ya había muerto; el socialista
Matteotti, asesinado; miles y miles de
opositores se pudrían adentro y nosotros
meta pelotazos, como si no pasara nada.
Digo «meta pelotazos» porque de
gambetas y pases cortos ni la menor
idea. Un príncipe florentino lleno de
guita que jugaba en el equipo de San
Pietro venía acomodado porque su
mujer se acostaba religiosamente con un
obispo del Véneto. Era tan careta que
exigía el puesto de goleador, como si
eso existiera, y para que no molestara le
dijimos que fuera a pararse en la raya
del área rival. Naturalmente la regla del
orsai se había derogado porque
complicaba mucho a los curas y a los
que nunca habían pisado una cancha. En
el primer partido, al ver que yo me
gambeteaba tres, cuatro troncos en un
solo movimiento, el príncipe me ofreció
su amistad y el menudeo de las
mercaderías que trabajaba de
contrabando. Imaginate: en Italia no
había nada para morfar y el tipo caía
vestido de uniforme real, el sombrero
cubierto de plumas como esos
bersaglieri que todavía ves en Roma,
sonriente y repartiendo caramelos
suizos.
A poco de empezar el torneo
advirtió que nadie más que yo estaba en
condiciones de darle pases de esos
como puestos con la mano. ¡Si los otros
eran tan malos como él…! Entre tanto yo
me cansaba de hacer goles, enseguida
me convertí en el ídolo de Italia, en la
estrella de un campeonato que no
figuraba en ningún diario, que todos
comentaban y nunca existió. Me agarra
un día a la salida de la capilla y me
invita a subir a la Masserati: «Póngame
la pelota delante del pie derecho y lo
cubro de oro», me dice. En la gaveta del
auto llevaba de todo menos
preservativos. Tenía chocolates,
encendedores de plato, camembert
francés, salchichas alemanas y en el
baúl una pila de botellas de Fanta, que
era la bebida creada por los nazis para
reemplazar a las gaseosas de Coca-Cola
. Me convidó una que sacó de un
cajoncito lleno de hielo y me propuso un
arreglo: por el primer pase me daba el
traje blanco de hilo con el que me veías
al principio del relato; por el segundo,
el sombrero y los zapatos y si lo sacaba
goleador del campeonato me entregaba
diez lingotes de oro.
Pucha, nunca estuve tan cerca de
convertirme en un bacán. Ya sé, te reís
porque te estás acordando del franchute
que me llevó al Racing de París y me
ofreció una fortuna por convertir cinco
goles. ¿Qué esperabas? ¿Qué dijera que
no? Debía cinco semanas de alquiler en
la pensión.
Acepté. Me dije que el oro me
permitiría costearme hasta Casablanca,
tentarlo a Rick y conseguir un pasaje
para la Argentina. El inconveniente era
que el príncipe no lograba pegarle a la
pelota ni que se la pusieras arriba de un
montículo. Había que entrenarlo, darle
clases magistrales. Estaba convencido
de que yo era Mozart y él Salieri. Solo
que nunca había tocado el piano. Ni una
pelota. Quedamos en que me mandaría a
buscar cada vez con una chica distinta y
maravillosa y yo le enseñaría fútbol en
la explanada de su castillo. Cómo
explicarte: tirado como andaba, sin
pilchas, sin compañía, sin una lira en el
bolsillo, yo estaba como el loco de
Amarcord, me subía a un árbol y gritaba
«Voglio una donna!». «Voglio una
donna!».
Y por fin la dama pasaba a buscarme
a la tardecita, me dejaba en Villa
Borghese y a las noches, con los
viáticos del príncipe huíamos al mar del
lado de Ostia. Quiero decir: lo dañino
del fascismo es que logra que los
imbéciles se crean muy piolas. Cuanto
más idiota es un tipo, más orgulloso lo
pone el fascismo. Hay obras por todas
partes, inauguraciones, banderas, curas,
fútbol y mucho silencio. Te tranquiliza
no tener que pensar, terminás esclavo de
un príncipe fantoche.
Perdoname la digresión. No pongas
nada de política en el libro a ver si se
nos malogra. Lo que importa ahora es
que el primer día en el castillo el
príncipe se apareció vestido de
sportman: pantalón hasta la rodilla,
musculosa negra, zapatones de
boxeador. Dio las hurras como si en el
lugar lo esperara una multitud. Le
acomodé muchas pelotas en fila,
pegadas una a la otra a no más de cinco
metros de la pared. Dibujé un círculo
grande para que le apuntara y pensé que
así iba a pifiar menos. Al principio era
un desastre, como poner a Borges de
marcador central. Y sin embargo, mirá
vos cómo es la vida, el príncipe hizo
carrera en el fútbol. Triunfó a la caída
de Mussolini. Se pasó a tiempo a la
Resistencia y jugó como seis años en la
squadra de la Roma. Era especialista en
rebotes y tiros libres, ya te voy a contar.
Entonces me di cuenta que cuando
colgara los botines podría ganarme la
vida currando como entrenador.
Alcanzame un vasito de oporto,
¿querés? Antes de que te vayas te voy a
contar el partido que jugamos, el
príncipe y yo, bajo la mirada del Santo
Padre que seguía el partido desde el
balcón de las bendiciones. Querés creer
que le puse una pelota impecable,
oronda al pie, y la bestia le dio de lleno
por primera vez, la calzó como Bernabé
Ferreyra, como Batistuta, rompió la red
y le arrancó limpito el bonete al Papa.
¿Te reís? Hacés bien, es la anécdota que
más divertía a De Gaulle, al mariscal
Tito y a otros tipos a los que
visitábamos en secreto con el general
Perón. El líder les hablaba de la
sinarquía y de las estrategias del
socialismo nacional y yo traducía el
cuento del Papa sacudido por el
pelotazo. Le atribuía la hazaña al
general y allá donde nos presentábamos
lo pasábamos bomba.
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
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