Las madrugadas frías del barrio la veían pasar, caminando apurada, hacia el
taller.
Pobrecita Rosita, la obrerita. Delgada y tierna, gorrión temprano.
Toda la semana en la tejeduría, soñando, soñando con el sábado a la noche.
Las mujeres del barrio al verla, aterida de frío, se decían: "Allá va Rosita, la
obrerita. Pobrecita." Gorrión temprano.
Y ella era un sol, un rimero de luz, en el aire pesado del oscuro galpón de su
trabajo. Los muchachos del barrio la querían. Desde la amistosa humareda del café, la
miraban cruzar, ágil el paso en su vestidito liviano de percal, y se decían: "Allá va Rosita,
pobrecita. La obrerita". Gorrión temprano.
Y no apagaba su sonrisa dulce el doble turno feroz de su trabajo, porque Rosita
esperaba el sábado a la noche. La gota feliz, la alegría corta, la inocente diversión del
baile.
Y el sábado a la noche Rosita era un pájaro liberto, una paloma que arañaba por
fin un pedazo de cielo, cuando se miraba en el espejo de su altillo pobre y se veía linda.
Porque era linda, Rosita. Pobrecita. Con esa belleza frágil, cristal apenas, de las
muchachas sencillas. Su madre, viejita dulce, nácar las manos bondadosas, la peinaba
largamente con el mismo peinetón gastado que les había dejado el cariño ausente de la
abuela, que sin duda, desde arriba, sonreía.
¡Y qué contenta se ponía Rosita, pobrecita! Era una flor nocturna, capullo crecido
en el yuyo sin malicia del zanjón urbano, peristilo que espera el fresco de la oscuridad
para abrirse en corola para mostrar su belleza.
Los sábados a la noche los muchachos la admiraban y se decían: "Allá va Rosita,
la obrerita. Pobrecita".
Eran pocas horas nada más de gozo. La ilusión de una mirada varonil, el rubor
intenso en sus mejillas pálidas, la ensoñación de un tango que la hacía girar locamente
por la pista sintiendo el brazo firme del muchacho esbelto que la pretendiera. Nada más
que eso. Un relámpago fugaz. ¡Pero tan lindo! Después, el retorno a la rutina cotidiana.
El encuentro cruel con el frío crudo de la madrugada. Las dos horas de caminar hacia el
taller. Y esa tos. Esa tos que a veces la doblaba.
Pero no se escuchaba una queja de sus labios. La mantenía jovial la renovada
esperanza de la noche del sábado, las luces de colores que bordeaban la pista de baile
del club de barrio, la amistad cristalina de esa gente humilde y un sueño, un sueño que
Rosita, pobrecita, no confiaba a nadie. Sólo su diario, amables hojas de papel
amarillento, sabía de su anhelo. Cuando con mano trémula tomaba la pluma le contaba
a su álbum confidente, la espera paciente de aquél que la vendría a buscar para llevarla,
para sacarla de allí, de aquella fábrica y le regalara una casa sencilla, pero amplia. Un
bienestar para su madre. Y tres pequeños, rubios como debería ser él, cabellos de trigal,
ojos celestes.
Ella sabía que alguna noche de sábado, ese hombre vendría.
Y como suele pasar en los cuentos de hadas, una noche de sábado, ese hombre,
vino.
Al patio humilde del club de barrio llegó un joven distinguido, de hermoso porte y
ropas elegantes. "Un príncipe" cuchichearon las madres, asombradas. "Un hombre rico"
comentaban las jóvenes, entre ellas, entretejiendo sueños de bailar con el desconocido.
Pero una sola mujer hubo esa noche para el recién llegado, y fue Rosita, pobrecita, quien
ya no se sintió tan solo una obrerita. Esa noche ella fue, entre los brazos gentiles de
aquel muchacho, una princesa, una muñeca fina bailando sobre nubes de algodón.
Más tarde que otras veces, volvió a su casa, y le contó a su madrecita buena el sueño realizado. Con sus ojos buenos le contó del príncipe aquél, de sus palabras, y de la
promesa que le había dejado al partir, antes de alejarse en su lujosa vuaturé: "Vendré a
buscarte".
Desde aquella noche la cara buena de Rosita, era una fiesta. No le importaba ni el
frío cortante de la mañana, ni el sucio aire oscuro del taller, ni su rebelde tos, tan
reiterada. Era feliz Rosita, la obrerita. Pobrecita. Gorrión temprano.
Sólo tenía que esperar, e hilvanar sueños: la casa grande de ventanales por donde
la luz se derramara generosa, la pieza alegre para su madrecita y volver cada tanto hasta
su barrio bueno, a ver a los amigos, a quienes la vieron crecer, a los testigos sencillos de
su vida.
Pero pasó más de un año y del muchacho aquél no tuvo ni una flor, ni una
noticia, ni un recado apenas, pobrecita. En su pecho, la congoja, comenzó a apretar su
corazón joven con un puño duro. Y fue una tarde, volviendo del taller, aquel taller que le
compraba su juventud por un puñado de monedas, que Rosita se encontró con don
Nicola, el tano viejo y bueno que había venido hasta aquí en el "Conte Grande" a poblar
nuestra tierra con sus hijos, también buenos.
El organito de don Nicola desgranaba su melodía cadenciosa y algo triste, que
sabía tararear una cotorra. Una cotorrita de la suerte. Y Rosita quiso saber si su futuro
podría encontrarse entre los dobleces desprolijos de un papelito. Un papelito que la
cotorrita buena le alcanzó a Rosita con su pico. Y allí decía, estaba escrito: "Se está
casando, el muchacho aquél, en la parroquia, de San Miguel".
Pobrecita Rosita, la obrerita. Deshecha en lágrimas, un mar de llanto, cayó en su
lecho quebrado el pecho por la tos convulsa. En la pobre humildad de su altillo, pálida y
apagándose como una llama de un fósforo de cera, dos cosas nada más pidió a su pobre
madre: que le trajese la muñeca vestida de colombina, y que fuese a buscar al ingrato
que la engañase con promesas vanas. En la noche de cierzo zafiro, salió la anciana
arrebujada en una pañoleta, mientras, en la cama, Rosita, la obrerita, acunaba en un
tango a su muñeca.
Era un salón lujoso, brillaba el piso de mármol como un espejo caro, y una gran
orquesta esparcía por el aire los evanescentes giros del vals de los novios. Él, flotando en
el aire su pelo rubio, trigal al viento, no supo de la entrada de la viejecita humilde
cuando ella llegó bañada en lágrimas, hasta la escalinata de la fiesta rica. Pero cruzó el
salón la pobre anciana y la orquesta calló, como una ofrenda. La pobre anciana tomó del
brazo al petimetre y sólo dijo: "Mi hija se nos marcha, camino del Señor". Del brazo de la
otra se desprendió el mancebo. Y en su lujoso coche, perseguido quizás por la culpa, se
lanzó en busca de aquella que lo había esperado en vano, tanto tiempo, y que ahora se
marchaba en busca de otra cita, allá en el cielo.
Cuando subió al altillo, Rosita lo miró con esos ojos, resecos de llorar y sólo dijo:
"Estos son mis compañeros. Julio y Franco". Y señaló a dos obreritos, con ropa de
trabajo, sudor honesto. Y los dos obreritos, pájaros buenos le dijeron al muchacho aquel,
al elegante, con ese tono simple y sencillo del que se educó en la escuela popular de las
veredas, que sería mejor si retomaba a esos quince operarios, despedidos.
Y el muchacho aquél, el elegante, del taller tejedor único dueño, quizás ante el
tono convincente de esos hombres, de esos hombres puro sudor y herramientas de
trabajo, quizás ante la vista de esas manos que sostenían tal vez un fierro en "U", alguna
llave en cruz, una barreta, firmó con mano veloz cuanto papel le pusieron adelante los
muchachos.
Y siguió el barrio viéndola pasar a la obrerita, de la casa al taller todos los días. Se
curó de la tos y sigue alegre, sencilla y buena. Las mujeres amigas de su madre, viejitas
buenas, dicen al verla: "Allá va Rosita, la obrerita. Pobrecita".
O suelen comentar, curiosas ellas: "Desde que vio Norma Rae ¡cómo ha
cambiado!".
Y Rosa sigue esperando el sábado, su día dilecto, como un pájaro gris, gorrión
temprano.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído del libro "El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos". Ed. De La Flor 1998. Planeta 2012.
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