¿Trajiste el pan dulce? ¡Grande, sos
un maestro! ¿Español o argentino?
Bueno, qué importa de dónde venga, acá
en Francia no hay, ni lo conocen. Para
las fiestas el gobierno nos manda libros,
videos, equipos multimedia, pero lo que
los viejos necesitamos son mejores
anteojos… Pasa que en el geriátrico la
rotación es muy rápida, no alcanzás a
confesarte que ya salís por la puerta de
atrás en el sobretodo de madera. Mirá,
cortá el pan dulce que te voy a leer una
carta de Conrad a su amigo Edward
Garnett: «Tiene razón en su crítica de mi
novela.
La estructura es mala. Es mala porque la decidí conscientemente y yo no tengo ningún discernimiento artístico. Cuando las cosas se escriben a sí mismas, me gustan. Hallan una forma propia y son tolerables. Pero cuando yo quiero escribir, cuando intento a sabiendas escribir y construir, entonces aparece mi ignorancia y la calidad de mi inteligencia, mezquina y obnubilada, se revela ante la mirada escandalizada de mi padre literario. Siempre he dicho que soy una especie de impostor inspirado».
La estructura es mala. Es mala porque la decidí conscientemente y yo no tengo ningún discernimiento artístico. Cuando las cosas se escriben a sí mismas, me gustan. Hallan una forma propia y son tolerables. Pero cuando yo quiero escribir, cuando intento a sabiendas escribir y construir, entonces aparece mi ignorancia y la calidad de mi inteligencia, mezquina y obnubilada, se revela ante la mirada escandalizada de mi padre literario. Siempre he dicho que soy una especie de impostor inspirado».
¿Qué tal? ¿Falsa modestia?
¿Extrañeza ante su propio genio? El
creador de lord Jim, del capitán Kurtz,
del Negro del Narciso, solo podía
escribir escondido de sí mismo. En el
momento en que intervenía «a
sabiendas», se jodía. Con esto quiero
decirte que no quiero correr ese riesgo.
Mis memorias serán breves, pequeñas
historias mías y de otros;
interrogaciones y blasfemias. ¿Qué otra
cosa puedo hacer ahora que estoy en
tiempo de descuento? Mirarme para
adentro, buscarme, eso es todo.
Hoy me encuentro en el Congo,
viviendo o soñando aquel viaje con el
General. Entro en la choza a orillas del
lago Tanganica y me lo encuentro de
traje y corbata sentado en el camastro,
jugando a la perinola con unos soldados
africanos como los que se ven en las
películas, armados hasta las orejas. No
sé cómo hacía pero les había ganado
todo lo que llevaban: brazaletes,
collares, granadas, morteros. Se reía sin
ofender, ese era uno de sus secretos.
También Conrad tenía pasión por el
juego, solo que no era hombre de suerte.
En Montecarlo intentó suicidarse a la
salida del casino; no sabía que pronto
iba a cambiar de idioma, que se
convertiría en uno de los más grandiosos
escritores ingleses. Se lo comenté al
General, delante de aquellos
desplumados que tenía enfrente, pero no
sabía quién era, no tenía afición para las
lecturas que no fueran de estrategia.
Le dije que Patrice Lumumba nos
esperaba esa noche para una cumbre
entre libertadores de pueblos y se
desconcertó un poco: «Che, no me meta
en líos ajenos que ya tengo bastante con
Vandor y Frondizi. Vine a conocer el
África, no a que me fusilen por tonto».
Intenté tranquilizarlo: se trataba de que
vistiera uniforme de guerrillero por un
día y luego, para dirigir el partido de
fútbol, prometí que le conseguiría unos
pantaloncitos cortos. No parecía muy
convencido pero ya no podía dar marcha
atrás. Lo ayudé a calzarse la ropa de
combate y como no tenía espejo para
mirarse anduvo un rato nervioso,
paseándose por la choza. Al caer la
noche lo ayudé a subir al sidecar. El
coronel Ngaza se apretó a su lado y nos
condujo por senderos oscuros hasta un
campamento al que llegamos cerca de
medianoche. El General dormitaba con
el gorro calzado hasta las patillas y de
tanto en tanto se despertaba sobresaltado
levantando los brazos como si estuviera
en el balcón de la Rosada.
No voy a extenderme en los detalles
de la recepción. Todos los milicos, de
derecha o de izquierda, del Primer
Mundo o del Tercero, saludan igual,
gritan igual, se paran igual de tiesos y
dicen las mismas tonterías antes de
entrar en tema. Traduciendo, yo retocaba
las frases del General y al ver que
Lumumba llevaba un gato colorado en
brazos, atenué el entusiasmo del líder
por perros y caballos. Lumumba nos
invitó a pasar a su carpa mientras
empezaba a garuar. Sobre la mesa había
un mapa de lo zona y, pinchado a un
pizarrón, un mapamundi con alfileres
rojos indicaba los lugares en los que
despertaban movimientos de liberación.
Al ver señalada la Argentina, me corrió
un frío por la espalda: ¿Interpretaría el
General que la Revolución Libertadora
era juzgada progresista por Lumumba?
¿O se trataba de un reconocimiento a la
Resistencia Peronista? Le pregunté en
francés al coronel Ngaza y me
sorprendió que mencionara la presencia
de una guerrilla en los cerros de Salta.
«Es mi gente», intervino el General
enseguida. «Muchachos que tienen ahí
territorio liberado. También para darle
una mano a Castro mandé a un tal
Guevara a Cuba; le dicen El Che, no sé
si lo ubican».
Era mentiroso pero rápido. Al rato
Lumumba había entrado en confianza:
«¿Y qué lo trae por estas tierras, mi
general?», preguntó. «Quiero aprender,
ver con mis propios ojos la derrota del
colonialismo. Me espera una tarea
igual». Lumumba se recostó en su silla
de paja: «¿Le parece que con un partido
de fútbol podemos distraer a los belgas?
¿Lo dice en serio?». Perón se refregó
los ojos, contento de haber caído bien:
«Les armamos un despelote bárbaro.
Acá mi asistente le puede contar». Me
señalaba a mí: dije que había que lanzar
el desafío por las radios clandestinas y
proponer un referí neutral, en lo posible
sudamericano. Luego, el General se
presentaría como un turista que pasa de
casualidad por el lugar. No podía fallar.
Ahí nomás, Lumumba le ordenó al
coronel Ngaza que redactara una carta
de desafío formal y diera aviso a las
emisoras rebeldes.
Esto que te estoy contando ocurre en
un tiempo y un lugar tan remotos que ni
siquiera habían llegado la tele y las FM
y los lectores de hoy se verán en
figurillas para recurrir a las
enciclopedias y remontarse a Lumumba,
Moise Tshombe y los otros. En aquellos
años el colonialismo necesitaba ocupar
el territorio con soldados y eso era lo
que entusiasmaba al General: las cosas
eran blancas o negras, sólidas y
tangibles, no había software, Internet, ni
tarjetas de crédito. Justamente,
llevábamos algunos cheques de viajero
y un puñado de dólares atados a las
vergüenzas. A veces cavábamos pozos
para enterrar la plata y marcábamos el
lugar con un sistema de señales que el
General conocía de sus tiempos de
montañista. Éramos frugales y llegado el
momento de comprar un silbato para
dirigir el partido y alquilar a dos
gallegos para que hicieran de líneas nos
dolió tener que poner la plata de
nuestros flacos bolsillos.
De aquella aventura africana, que
terminó en desastre para nosotros,
recuerdo sobre todo la pinta del General
vestido en uniforme de combate. Todos
le hacían la venia y le contaban sus
cuitas y él, chocho, los escuchaba
aunque no entendiera nada de lo que
decían. Si se veía en apuros me llamaba
para que oficiara de intérprete.
Detestaba a los borrachos y en aquel
campamento corrían damajuanas de vino
de Argelia. Te confieso que yo mismo,
una noche cerrada en que Lumumba hizo
cantar la Internacional, me agarré una
curda de aquellas. El General, indignado
por la presencia de banderas rojas, me
llamó y me dio orden de que saliéramos
al patio y entonáramos Los Muchachos
Peronistas. Por fortuna los africanos
atribuyeron el gesto al alcohol y hasta
nos acompañaron con palmas y toques
de tambor. Yo cantaba cualquier cosa
porque nunca me supe la marchita de
memoria; de pronto el General advirtió
que lo mío era el repertorio de Carlitos
Gardel y me susurró al oído: «Mejor
rajemos, che, que acá no hay ambiente».
Lumumba festejaba y aplaudía, tal vez
consciente de que a los pocos días lo
iban a asesinar. «Igualito que a
Dorrego», comentó el General al
regresar a Madrid.
El partido se jugó en ausencia de
todo testigo creíble. Yo me estaba
haciendo viejo, pero igual me
embadurné el cuerpo con pomada negra
y jugué de diez, pescando rebotes. Los
belgas eran ágiles como liebres y los
gallegos que contratamos como jueces
de línea de inmediato se nos pusieron en
contra. Para narrar el final
necesitaríamos el talento de Conrad.
Antes de contarte el partido y la sangre
que corrió aquella tarde, te leo un
párrafo de El alma del guerrero. Copiá,
dale: «¿Hay alguna cosa que no seas
capaz de imaginar? —dijo él,
sobriamente—: El mundo entero está en
ti».
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
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