Mort Kulpitown asintió con un movimiento casi imperceptible
de su cabeza. Se lo veía módico, austero. Todo en él era ahorro. De palabras,
de gestos, de energía. Era notorio que se reservaba. Que en algún lugar de su
físico almacenaba potencias.
La señora Spooner revisó la lista de audiencias. En efecto,
para las 17.24 estaba citado el señor Kulpitown. Oprimió entonces un pequeño
botón amarillo y con voz muy baja informó al general Uppmann la presencia en la
antesala del asesino.
Cuando Mort Kulpitown se depositó en el sillón que
enfrentaba el vasto escritorio del general Uppmann, no había quitado las manos
de los bolsillos de su piloto y tampoco podía afirmarse a ciencia cierta si
había cometido la impudicia de parpadear vez alguna.
El general Uppmann estudió al asesino.
—Muy bien, muy bien, muy bien —acordó para sí, tras haber
hecho resbalar su mirada por los rasgos uniformes del recién llegado. Se quedó
así, frunciendo los labios gruesos bajo el espeso bigote blanco, aprobando
levemente con la cabeza y se hubiese dicho que estaba por dormirse.
—¡Muy bien! —afirmó, por última vez, y con energía. Rompió
su inercia y con un manotazo abrió uno de los cajones de su escritorio, sacando
de allí una carpeta azul no muy voluminosa. La puso enfrente suyo y pegó una
palmada sobre la tapa.
—Le explico, Kulpitown —anunció—. Tenemos asegurada esta
administración y tenemos asegurada la próxima. Vamos por partes. Esta
administración no ofrece demasiadas dificultades, marcha con bastante éxito y
suponemos que llegará a su término con felicidad. Podrá surgir algún pequeño
inconveniente, algún imprevisto menor, pero todo está calculado y previsto para
que llegue a buen término. En cuanto al próximo período. . . —Uppman golpeteó
sobre su escritorio con la punta de su dedo índice derecho— . . . en cuanto al
próximo período. . . —repitió— . . . la cosa no es tan clara, pero también se
encuentra dominada. La oposición presentará sus candidatos, sus fórmulas, sus
plataformas, y es muy posible que nos ganen, máxime si no logramos prontos
acuerdos en este asunto de los misiles. Ahora, muy bien, si el triunfo es
nuestro no existirán problemas de ninguna clase. Si el triunfo es de ellos, ya
hemos concertado un arreglo más que ventajoso para ambas partes que les
permitirá gobernar sin molestias y nos asegura a nosotros la continuidad de
nuestros proyectos y no nos obliga a desarticular nuestros grupos de decisión.
Habrá que aceptar —pareció disculparse Uppmann— la sustitución de un par de
nuestros hombres por hombres de ellos, pero le adelanto que no están en puntos
de excesiva importancia. O sea, mantendremos una oposición aparente, y
continuaremos con lo nuestro.
El general Uppmann se tironeó una de las puntas de su
bigote, juntó sus manos un par de veces como un clérigo y tomó aire para
continuar.
—Ahora bien. . . ¿Qué pasa? —prosiguió—. Hasta acá todo
bien, todo bajo control, todo planificado. Pero. . . pero. . . hoy me llega un
informe de la Oficina de Datos —Uppmann dio unas palmaditas sobre la carpeta
azul.
—Usted sabe que esta oficina se ocupa, exclusivamente, de
acumular información de cualquier tipo para luego procesarla, estudiarla",
e ir conformando un panorama bastante exacto, bastante aproximado, de nuestro
futuro inmediato y mediato. Es así, Kulpitown, que aparece un hombre peligroso.
Un hombre peligroso, Kulpitown.
Uppmann permaneció así un minuto mirando fijamente al
asesino, para dar tiempo a que éste registrase en toda su magnitud la
importancia de las últimas palabras.
—El nombre de este hombre. . . —Uppmann rebuscó dentro de la
carpeta— . . . no le dirá a usted nada, Kulpitown. No le dirá a usted nada,
como no me lo dijo a mí, en su momento —detuvo la búsqueda en una hoja—.
"Víctor . . . —leyó— "Víctor Marvel Gena". Ese es el nombre.
El general cerró la carpeta, volvió a depositarla sobre el
escritorio, la apartó luego y, apoyándose sobre los codos, descansó el mentón
en las manos entrelazadas.
—¿Qué nos llevó a investigar a este sujeto? —continuó
Uppmann—. Nada. Absolutamente nada. Sabrá usted que todos, absolutamente todos
los habitantes de este país, desde el registro de su nacimiento, pasan a
integrar las memorias de las computadoras de la Oficina de Datos.
Automáticamente, cuanto se refiere a cada uno de ellos, se va acumulando, sin
que sea necesario para ello que medie infracción, actividad extraña o detalle
relevante alguno. Se acumula, como simple rutina. Ahora bien, con la inmensa
mayoría nunca sucede nada. Un buen día la computadora escupe una tarjeta con una
perforación triangular en uno de sus ángulos que indica que tal o cual persona
se ha muerto. Se desactiva esa ficha y se la suma al circuito de archivo. Por
más actividad que desarrollemos —se permitió una sonrisa triste Uppmann— por
más infracciones de tránsito que hagamos, por más hijos que tengamos, por más
marcas de dentífrico que cambiemos, Kulpitown, la suma de nuestras acciones
nunca llega a representar un volumen mayor que la punta de una antena de
mariposa, en el filamento definitivo de esa computadora archivo terminal.
Uppmann se echó de pronto hacia atrás irguiendo la cabeza y
afirmando sus manos en los apoyabrazos del sillón.
—Pero no es siempre así, Kulpitown —pareció enojarse—. No es
siempre así. De repente, en la consola de control de la Oficina de Datos, se
enciende una luz roja. Que titila.—Abriendo y cerrando la mano, como quien
procura proyectar la sombra chinesca de la cabeza de un pato sobre una pared,
el general Uppmann representó la intermitencia de la luz—. Eso es lo que
anuncia que la computadora ha detectado algo. Ha detectado algo sobre alguien.
La máquina anticipa, en base a la información que acumula sobre una persona, lo
que puede llegar a hacer esta persona el día de mañana, o de pasado mañana. Y
no se equivoca nunca. O casi nunca. Jamás nos hemos arriesgado a no hacerle
caso.
Uppmann sonrió de pronto como un niño ante una prueba de
magia.
—No me pregunte cómo lo logra —desalentó—, mi área no
incluye la electrónica. Supongo que debe ser como la obtención de ciertos
compuestos químicos, donde un laboratorista tiene la completa seguridad de que
si mezcla tal ácido con tal otro, obtiene un tercero del cual ya conoce el
nombre, características y propiedades. Más simple, Kulpitown, si usted junta el
azul con el amarillo le da el verde. —Uppmann se encogió de hombros, satisfecho
de haber urdido esa esclarecedora metáfora—. De la misma manera, imagino que si
usted reúne las características físicas, emocionales, psíquicas, raciales,
educacionales, de un individuo, les adiciona el medio en que se mueve, la
condición económica, le aporta datos concretos sobre resultados que ha obtenido
ese individuo en las empresas que ha emprendido. . . pues, muy bien, debe
conseguir un pronóstico casi exacto de cómo será el futuro de ese sujeto. Como
ve, Kulpitown, acá no hay nada de astrología, no hay horóscopos ni bola de cristal
Hay ciencia, nada más.
Uppmann hizo una pausa, ordenando la ilación de su perorata.
—Y el informe que recibo hoy. . . —retomó el ritmo— . . .
viene con tres minúsculas. . . digamos. . . —En tanto sostenía la carpeta con
su mano derecha, Uppmann acariciaba uno de los ángulos superiores de la tapa de
cartulina con desplazamientos circulares de las yemas de los dedos de su mano
izquierda— . . . protuberancias, pequeños granitos en relieve en este ángulo,
que es lo que indica que el asunto está encuadrado en tres condiciones
significantes. Primero: de Urgente Resolución. Segundo: de Máxima Seguridad.
Tercero: de Total Reserva. Porque el diagnóstico es serio, Kulpitown, este
sujeto, "Víctor Marvel Gena", en el curso de no muchos años más,
comenzará a destacarse en el mundo de la política, aparecerá como un hombre
providencial con perfiles casi mesiánicos, creará una nueva alternativa para la
gente, arrastrará multitudes y procurará despojarnos de nuestro poder.
Uppmann volvió a contemplar a Kulpitown a los ojos, deseando
constatar que su atento oyente hubiese registrado perfectamente la información.
—Un hombre peligroso —repitió Uppmann. Retomó la carpeta y
se la alcanzó a Kulpitown—. Aquí tiene. Dirección. Detalles. Horarios. En fin,
lo necesario, —sacó un sobre de un cajón ubicado a la izquierda en su
escritorio—. Aquí tiene su cheque. Ya sabe lo suyo.
Mort Kulpitown se había puesto de pie, guardó el sobre en un
bolsillo interno de su saco, esgrimió un gesto ligero de despedida y abandonó
el despacho. Caminó hasta su coche aparcado en la playa de estacionamiento y
una hora después llegaba al aeropuerto.
Tuvo un buen vuelo y, prácticamente, le insumió más tiempo
el trámite de alquilar un coche a la llegada que el viaje en sí.
Otra hora después, ya de noche, estacionó una cuadra antes
de la dirección buscada. Era un barrio residencial y, salvo un niño en patineta
que pasó cantando desinhibido, no se veía a nadie.
Caminó hasta reconocer la fachada de la casa que había visto
en las fotografías. Por una de las ventanas abiertas se oía el diálogo
monocorde de una serie de televisión. Kulpitown se internó por el jardín,
bordeó la casa hasta encontrar la puerta batiente cubierta por un mosquitero
que accedía a la cocina. Allí no había nadie aunque la luz estaba encendida.
Entró; la habitación de Víctor Marvel Gena se hallaba sobre su derecha. Cruzó
un pasillo y encontró la puerta entornada.
Cuando la abrió, silenciosamente, sostenía el revólver en la
mano derecha. Cuando Gena volvió la cabeza hacia el extraño, ya la mano
izquierda de éste se había unido a la derecha en derredor de la empuñadura del
arma para precisar el disparo.
Un segundo antes de gatillar, Kulpitown pensó que, en las
fotografías, Gena aparentaba un poco más de los cinco años de edad que, en
realidad, tenía. Centró la mira sobre el flequillo y disparó.
Roberto Fontanarrosa
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