El hijo de Butch Cassidy no conoció a su padre pero la leyenda del cowboy le pesó toda la vida. Al muchacho le hubiera gustado estudiar filosofía pero todos
querían verlo con un revólver a la cintura, igual que su padre. Si luego
William Brett se convirtió en uno de los árbitros más temibles que el fútbol
haya tenido en todos los tiempos, eso fue fruto del azar y de la rapidez con
que desenfundaba el revólver.
Cuando en 1942 le tocó arbitrar el Mundial que ganaron los
indios mapuches, la justicia argentina lo buscaba por dos asesinatos y varios
asaltos a los bancos de la provincia de Santa Cruz. Al otro lado de la
Cordillera de los Andes los chilenos le reprochaban haberse llevado todo el oro
de Villarrica y secuestrado a las dos mujeres más hermosas de la comarca. Pero
así como su padre, la hermosa Edna y el Sundance Kid habían robado mil trenes y
bancos en la Patagonia, William Brett andaba por el mundo siempre solo y
desamparado.
Llevaba una vida errante y soñaba con llegar un día a las
praderas de Texas y Arizona donde su padre se había hecho fama de ladrón
inapresable. A todos les decía que era norteamericano y en las conversaciones
fingía un inglés de cinematógrafo aunque había nacido en una estancia y era
desertor del ejército argentino.
Nadie lo conocía más allá de los desiertos de la Patagonia
hasta que dirigió el olvidado Mundial del 42 y tuvo que escapar hacia el norte
para no caer en manos de los alemanes despechados por la derrota. Así se hizo
cowboy y arbitro de fútbol e iba de pueblo en pueblo —siempre en dirección de
la lejana Arizona— ganándose la vida en partidos legendarios que se jugaban
sólo para que él los dirigiera.
La gente de esos parajes lo creía ecuánime porque llevaba
una bolsa llena de libros y en los partidos nunca expulsaba a un jugador sin
presentarle excusas aun si después le disparaba un balazo a los pies. Iba a
caballo por los caminos de tierra y conocía a todos los viajantes de comercio y
a los aventureros que recorrían la región, incluso los que se hacían pasar por
Jesucristo resucitado. Aparte de los que se veían en las películas, Cassidy era
el único cowboy en un país de gauchos. Eso le granjeaba algunas simpatías y el
odio de todos los comisarios de policía que soñaban con arrastrar su cadáver
hasta Buenos Aires para ganarse un ascenso.
Una noche del invierno de 1943, Cassidy estaba durmiendo en
el prostíbulo de Mendoza en la cama de la señora Brigitte-La Tempete, cuando lo
sorprendió un espantoso dolor de muelas. Era la primera vez que le ocurría y
pensó que esa tortura era una señal de que el destino empezaba a jugarle en
contra. Tal fue su desesperación que empezó a correr por el prostíbulo
disparando al techo y dándose la cabeza contra las paredes. Las pupilas más
novatas pensaron que se trataba de un cliente descontento e intentaron hacerlo
entrar en razón a botellazos, pero Cassidy siguió a los balazos hasta que se
topó con un profesor llamado Sandro Folcini, que lo desmayó de un ladrillazo.
Al despertar, el cowboy le señaló la muela que lo atormentaba y como allí no
había dentista ni barbero, el profesor pidió una pinza de mecánico y le arrancó
todas las muelas del lado dolorido.
El hijo de Butch Cassidy le quedó agradecido por el resto de
su vida y la amistad de los dos hombres no se alteró ni siquiera cuando el
cowboy se enteró, escuchando a través de la puerta, de que el profesor Folcini
era un enviado de los comunistas italianos para organizar el frente popular
antifascista en las estancias de la Patagonia. William Brett no tenía la menor
idea de lo que era la Tercera Internacional pero de inmediato la relacionó con
algún campeonato de fútbol jugado o a jugarse y esa noche mientras vaciaba unas
cuantas botellas con el profesor se ofreció para dirigir la final cualquiera fuese
el lugar donde se jugara.
Folcini, que venía de Cerdeña, tenía serios problemas con
los socialistas que en la isla de Tierra del Fuego se habían aliado con
radicales y conservadores y no aceptaban el pacto de unidad propuesto por los
comunistas. Naturalmente, no podía expresárselo a Cassidy en esos términos, de
modo que siguió la lógica futbolística de su amigo y mientras se bañaba en una
palangana le trazó un cuadro de relación de fuerzas que incluía equipos
imaginarios, jugadores díscolos, transferencias inesperadas, algunos cambios de
camiseta y varios arbitrajes nefastos.
William Brett Cassidy creyó comprender el problema y propuso
un partido pacificador en el cual el perdedor tendría que aceptar la unidad con
el que consiguiera la victoria. El profesor Folcini advirtió entonces que
Cassidy no era tan imbédl como le había parecido hasta entonces y corrió al
telégrafo para transmitir esa propuesta a los socialistas de Tierra del Fuego.
Al regresar encontró al cowboy sumido en una honda
depresión: su sueño de llegar a Arizona, o al menos a Texas, se alejaba cada
vez más porque esas tierras quedaban diez mil kilómetros más al norte y el
partido que acababa de proponer debía jugarse en el extremo sur del continente.
Folcini comprendió la congoja de su amigo, que ignoraba las miserias del
american way of Life, y en nombre del futuro Frente Popular de la Patagonia le
aseguró que después del partido le costearía un pasaje a Nueva York en el
primer barco que pasara por el Estrecho de Magallanes.
Los socialistas no eran tan ingenuos como para caer en la
trampa del hijo de Butch Cassidy y si hasta entonces habían rechazado la unidad
era sólo por precaución y orgullo. La propuesta del profesor Folcini les
pareció ecuánime y cualquiera fuese el resultado del partido la unidad les
daría un respiro para reponerse de la ruidosa agitación de los comunistas. De
manera que enseguida se dieron a la tarea de formar un equipo con lo mejor de
las fuerzas democráticas de la isla.
Los radicales propusieron tres jugadores de menos de
cincuenta años e insistieron en formar un medio campo sólido, que les evitara
las malas sorpresas. Los conservadores juzgaron que lo mejor sería el juego
defensivo, con cinco hombres en línea y por lo menos uno que los respaldara.
Los socialistas, en cambio, querían pero bastante ágil cuando practicaba
esgrima) y por lo menos un mediocampista que pudiera pasar al ataque si las
cosas se presentaban bien. El mayor problema surgió a la hora de buscar un
zurdo, alguien que pudiera atacar por la izquierda hasta la línea de fondo y
lanzar los centros que debía recoger el abogado González.
Folcini y Cassidy tardaron un mes en llegar por ferrocarril
y por barco hasta la Tierra del Fuego. En el trayecto acordaron que el
arbitraje sería riguroso y neutral pero Cassidy se negó terminantemente a
deponer el arma que llevaba a la cintura. Los marineros británicos intentaron
enseñarle algunas reglas de fútbol que él no conocía, pero no consiguieron
hacerle entender la del fuera de juego. Por las noches, mientras imaginaba las
Montañas de Arizona y los calientes desiertos de Texas, el cowboy leía a
Spinoza y a Hegel y de esas lecturas recogió algunas experiencias que luego lo
pusieron mil veces en peligro.
El profesor Folcini no conocía a sus jugadores por que casi
todos vivían en la clandestinidad, pero había diseñado una estrategia de juego
ofensivo que le parecía digna del discurso leninista.
El problema era que para eso hacían falta cinco delanteros.
El profesor había jugado en Cerdeña pero jamás había visto cinco atacantes
juntos. En sus equipos los curas ponían uno solo y si los fascistas alguna vez
habían usado dos lo hacían por pura prepotencia, sin ningún sentido de
conjunto. Desde alta mar Folcini envió a los suyos un mensaje cifrado para que
buscaran a todos los delanteros fieles a la causa que se pudieran hallar en
aquellos parajes de hielo y de viento. Así fue como, entusiasmados por la
fiebre del fútbol, los cinco hermanos Moretti entraron al primer Partido
Comunista de la Patagonia y tuvieron por el resto de su vida al ejército y la
policía mordiéndoles los talones.
Dos de los Moretti, Darío y Carlos, eran bibliotecarios en
la parte chilena de la isla; los otros tres, Lucas, Manuel y Lorenzo, eran
maestros de escuela e ignoraban cómo debía jugarse sobre el hielo. Darío, el
mayor, tenía cuarenta y cinco años y ya estaba bastante achacoso, pero los
otros todavía podían correr una hora seguida antes de sufrir los primeros
calambres.
Cassidy releyó a Hegel e hizo veinte veces el camino entre
la sede de los socialistas y el escondite de los comunistas. Por las noches se
torturaba el alma para disipar la tentación de tomar partido por los unos o por
los otros. No podía olvidar que el profesor Folcini le había arrancado aquel
terrible dolor de muelas, pero cuando los comunistas se ponían a teorizar sobre
la injusticia en las reglas del fútbol el cowboy se alteraba y perdía el rumbo.
Como las dos partes se decían internacionalistas, Cassidy
decidió construir la cancha en la misma frontera: entre la Argentina y Chile.
El partido se jugó un domingo por la tarde ante un público heterogéneo de
familias; nómades e indios mapuches que festejaban todavía su título mundial de
1942. Antes de disparar el balazo inicial, Cassidy palpó de armas a todos los
jugadores y amonestó a Lorenzo Moretti por esconder una petaca de whisky en la
cintura del pantalón. El final del partido se fijó a la puesta del sol y los
incidentes más serios fueron provocados por un grupo de indios tehuelches que
surgieron de un bosque cercano dando vivas a León Trotsky cuando el partido
estaba empatado en cuatro goles.
Como en ese tiempo no existían las tarjetas de amonestación
y expulsión, a cada fallo discutido Cassidy sacaba la Etica y se sentaba en el
medio de la cancha a explicarles a los jugadores las definiciones de Spinoza
sobre el amor, el orgullo, la envidia y los celos. Eso provocaba largas demoras
porque los socialistas y los comunistas, abrumados por las citas de Cassidy,
acudían para replicarle con los prohibidísimos textos de Marx, Engels y Lenin.
Fue inevitable que el porcentaje de juego real, que ahora se
mide por cronómetro y computadora para divertimento de la televisión, resultara
bastante bajo y los intelectuales de los dos equipos, un poco desbordados por
los acontecimientos, tuvieran el tiempo suficiente para recuperarse y elaborar
algunas hipótesis de trabajo que les permitieran aguantar la fatiga hasta el
final.
En el momento que llegaron los trotskistas tehuelches, los
mapuches empezaron a danzar para invocar a sus dioses y el partido volvió a
interrumpirse porque tanto socialistas como comunistas sintieron la necesidad
de repudiar el extremismo de unos y el populismo de los otros. Para entonces el
profesor Folcini había errado un penal porque ignoraba que a la pelota hay que
pegarle con el empeine y no con la punta del pie y su tiro fue a parar a la copa
del árbol más alto. Los mapuches campeones, obligados a abandonar sus danzas,
se reían a más no poder de aquellos intelectuales que pateaban una pelota por
primera vez en su vida; los tehuelches, en cambio, improvisaban cánticos que
descalificaban por igual a stalinistas y socialdemócratas mientras Cassidy
tenía serias dificultades para distinguir entre las camisas rojas de un equipo
y las rosadas del otro.
El sol había bajado sobre los cerros cuando con el marcador
7 a 7 Darío Moretti quiso alejar la pelota de cabeza pero tuvo la desgracia de
batir su propia valla. Esa acción desafortunada provocó un inmediato y
descalificador cólico intestinal al arquero vencido, que era también el
tesorero del Partido, y como dos de los radicales que vestían la camiseta socialista
se pusieron a hacer consideraciones que afectaban el honor del enfermo, Cassidy
los expulsó de inmediato.
No fueron ésas las únicas expulsiones del partido. Antes
Cassidy había echado a dos de los Moretti por insubordinación y muy a su pesar
había tenido que amonestar al profesor Folcini que se bajó los pantalones para
repudiar la acción desleal de los conservadores que durante las lecturas
doctrinarias de los rojos habían aprovechado para correr los postes y achicar
el arco que defendían. Del otro lado, uno de los bibliotecarios Moretti había
aprovechado un córner para robarle los anteojos al abogado González que era el
atacante más peligroso de los socialistas. Desde entonces, cada vez que tomaba
la pelota, González corría en cualquier dirección fuera de la cancha y dos o
tres veces los mapuches tuvieron que ir a sacarlo de las aguas del lago o de
los espinillos del bosque para recuperar la pelota. Los socialistas mantenían
un gol de diferencia y por consejo de radicales y conservadores se habían atrincherado
en una defensa cerrada en torno del arco. Faltaban pocos segundos para que todo
terminara cuando el árbitro temió que la derrota de los comunistas le hiciera
olvidar al profesor Folcini la promesa de subirlo a un barco que lo llevaría a
Norteamérica. Entonces recordó las consideraciones de Spinoza sobre la congoja
y el placer y no bien vio que uno de los socialistas desviaba la pelota con una
mano disparó un balazo al aire y cobró el penal con un gesto aparatoso y muy
aplaudido por el público.
Todos se quedaron mirándolo incrédulos porque el único
resultado que no servía para sellar la unidad antifascista era el empate. El
propio Cassidy había propuesto al profesor Folcini la fórmula del triunfo o la
derrota para terminar con las disputas y por eso los comunistas no se habían
esforzado para remontar el resultado.
Mientras Cassidy medía a pasos largos los once metros
reglamentarios, todos los jugadores que quedaban en la cancha lo miraban con
asombro. El arco socialista había sido achicado tantas veces que apenas había
lugar para que entrara la pelota, pero también en eso Cassidy mostró una
autoridad y una honestidad dignas de sus lecturas. Antes de que Lorenzo Moretti
se acomodara para tirar el penal, el hombre que soñaba con Texas y Arizona les
pidió a los espectadores mapuches y tehuelches que pusieran los postes en el
lugar en que debían estar. Eso provocó el penúltimo disturbio de aquel domingo:
los tehuelches llamaron a una asamblea para saber si el finado Trotsky hubiera
aprobado que ellos se inmiscuyeran en los asuntos de la Tercera Internacional
en lugar de ocuparse de la Cuarta. Los mapuches, en cambio, juzgaron que
acomodar los arcos en un partido como ése significaba tomar partido en asuntos
ajenos y como por cosas menos graves sus antepasados habían sido diezmados y
perseguidos por los blancos, decidieron retirarse a sus tolderías, detrás de
los cerros.
El sol desapareció detrás de las montañas pero Cassidy
recordó que los marineros británicos le habían dicho que la única prolongación
reglamentaria consentida en un partido de fútbol era la ejecución de un tiro
penal y se mantuvo firme, pelota en mano, en el lugar de la sentencia. A esa
hora gris del día, mientras los trotskistas tehuelches seguían en asamblea
permanente y los jugadores trataban de persuadir a Cassidy con citas de todos
los teóricos del proletariado, las primeras tropas de la policía chilena y una
columna del ejército argentino aparecieron por encima de las montañas y cargaron
sobre esa confusión de rojos en desacuerdo.
Aquellos esbirros del orden se llevaron a todos los
jugadores y también al cowboy y filósofo William Brett Cassidy, acusado de
todos los delitos cometidos en la región. Los que tenían domicilio en Chile
fueron deportados a los desiertos del Perú donde acordaron una política de
unidad más por principio que por necesidad ya que no había en esos parajes
proletarios ni campesinos. En cambio los que vivían en la Argentina pasaron
varios años en la cárcel de Tierra del Fuego y sólo Cassidy pudo fugarse en un
descuido de la guardia hacia el otoño de 1945.
En sus apuntes para Una verdadera historia de la Patagonia,
el investigador inglés Charles Everton señala que el profesor Folcini regresó a
Cerdeña después de la Segunda Guerra Mundial para dar cuenta detallada a
Palmiro Togliatti de su trabajo con el proletariado de Tierra del Fuego. El
arbitro Cassidy, obsesionado por la suerte de su padre y el Sundance Kid, se
largó un día camino de Norteamérica, aunque un viajero alemán de nombre Brucher
dice haberlo visto hacia 1950 dirigiendo un muy extraño partido de fútbol en el
Altiplano, a más de cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar.
Osvaldo Soriano
Extraído del libro “Cuento de los años
felices” Ed. Sudamericana, 1993
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