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    ~~  -"Darío Antonio, la aceptás como tu legítima esposa, amándola y respetándola, en las alegrías y en las tristezas; en la salud y en la enfermedad, y hasta que la muerte los separe...?" ~~
  
     Por un instante, el alborotado pueblo ensayó uno de esos estruendosos silencios que cuesta encontrar en la vida de cualquier pueblo, y la respiración de sus habitantes se detuvo, al unísono, esperando la respuesta que nunca nadie había imaginado escuchar...

     El Zurdo Fratti, talentoso y cerebral volante, dueño de la 10 del Ateneo Cultural, el Club más representativo del lugar -quien hacía culto de esquivar a cada uno de los defensores del oponente que se atreviera a enfrentarlo, con la facilidad con la que un adolescente termina una gaseosa bien helada en una tarde de verano- cansado de desplegar su fantasía futbolística dentro y fuera del (no tan) verde césped del Estadio Municipal (donde era capaz de romper corazones de admiradoras como capaz era de descolocar caderas de contrincantes), había sentado cabeza, y luego de llevar con orgullo la cinta de capitán (en forma de parche de pirata) del equipo de los Solteros, haría estallar en mil pedazos el mercado de pases, con su transferencia al team de los Casados.

     Sus familiares, amigos y compañeros del Ateneo -sorprendidos como ante cada enganche con perfil cambiado, con posterior chanfle al segundo palo- asistieron atónitos al Municipal, improvisadamente caracterizado de Iglesia. El Padre Soria, sacerdote del pueblo, quien en sus años mozos supo compartir los hábitos con la chaqueta negra de la Liga de Árbitros de la Zona, fue el encargado de oficiar de nexo entre los Enamorados y Dios, logrando controlar al Zurdo (nadie nunca lo había llamado Darío Antonio), sin la necesidad de apercibirlo, siquiera, con la tarjeta amarilla.

     La fanaticada del Ateneo, especialmente invitada a la Ceremonia, fue la encargada de tirar serpentinas y papel picado -cuando su máximo ídolo ingresó, subiendo uno a uno los escalones que separan a los vestuarios del terreno, impecablemente enfundado en el smoking negro, la casaca alternativa de la institución (que combinaba mejor con el oscuro tono de la principesca chaqueta), y los botines que brillaban como nuevos- y permaneció detrás de la alambrada entonando cánticos de aliento, para darle un marco, aún más futbolero, a esta boda inolvidable.

     El altar, estrategicamente ubicado en la medialuna del área que da al centro del pueblo, la que cobija al arco de los goles importantes en la Historia del Club (portería que fue testigo del tiro libre del Tano Ferrarotti, férreo marcador central del Once de Todos los Tiempo del Ateneo, que sirvió para lograr el único Ascenso del Club del Pueblo al Torneo Regional; y portería donde Tito Zuviría, tan hábil como discontinuo inside derecho de la década del ´50, marcó el único tanto del Combinado del Pueblo, en el festejado 1-11 obtenido la tarde que enfrentó a algunos de los integrantes del Seleccionado Nacional con un rejunte de próceres del balompié del terruño, , en un amistoso benéfico que sirvió para inaugurar la tribuna de tablones de atrás del arco y para recaudar fondos para el Hospital Vecinal), hizo las veces de Palco de Honor del Ateneo.

     Rodeando al Padre Soria, era posible divisar a Tito Zuviría y al primer Presidente de la Institución, apellidado Cortés, apersonados como padrinos de la Boda. Nadie quería perderse la Ceremonia, de la que todo el pueblo estaba hablando y seguiría comentando hasta que el Zurdo los volviera a sorprender, con otro chanfle al segundo palo. Todo el pueblo colmaba el Municipal: hombres y mujeres; niños y ancianos; futboleros y curiosos... Hasta Jarabina, el torpe ovejero alemán del sacerdote, era parte del festejo (cómo se lo iba a perder, si el humo que provenía de las parrillas encendidas a espaldas del arco opuesto, le auguraban una provisión de huesos y recortes de carne, digna del mejor de los banquetes...)

     Incómodo por el estruendoso silencio del alborotado pueblo, y por el retraso en la respuesta del Zurdo, quien miraba enamorado a su amada, pero aún sin contestar, el Padre Soria repitió la pregunta, con el tono con el que cualquier Árbitro de la Liga de la Zona advierte al defensor infractor, que esa patada fue la última:
 
        ~~ -"Darío Antonio, la aceptás como tu legítima esposa, amándola y respetándola, en las alegrías y en las tristezas; en la salud y en la enfermedad, y hasta que la muerte los separe...? ~~

     El Zurdo la miró fijo, le sonrió, y giró la cabeza, como buscando un interlocutor posible para ensayar una de esas paredes, imposibles de descifrar, aún, para la defensa mejor plantada. Hizo la pausa, y tomándose las manos detrás de la espalda (como quien le quiere hablar con respeto a un Árbitro de la Liga de la Zona), contestó que sí, que aceptaba...

     Soria, a quien se le veía la chaqueta de Árbitro, prolijamente acomodada debajo de la sotana, los declaró unidos en Matrimonio, y con un silbatazo, invitó (¿u obligó?) al Zurdo a besar a la Novia.

     El talentoso volante, dueño de la 10 del Ateneo y titular indiscutido, desde este mismo momento, del equipo de los Casados, se acercó a su Amada, quien brillaba blanca, radiante e inmaculada, la abrazó con su botín izquierdo para levantarla del piso, y con un suave pase de empeine la depositó en su pecho, donde la durmió junto a la casaca alternativa del Club de sus amores.

     La acarició gajo por gajo, la besó en la boca, le dijo al oído cuánto la amaba, y volvió a bajarla al (no tan) verde césped,  haciendo jueguitos con ambos muslos. La pisó, enganchó con el perfil cambiado, y la envío, de chanfle al segundo palo, justo al ángulo, a ella, a su esposa, a la Tango, quien desde ahora era la Señora Tango de Fratti...

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