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El futbol es mucho más que un arte, es música, poesía, literatura, etc. Ya lo escribió el “Negro” Fontanarrosa en “Un viejo con árbol”, seguramente ya lo leyó o habrá visto su adaptación en la televisión.  El fulbo es arte. Es un espectáculo único. ¿Qué le voy a explicar a usted? Seguro va a la cancha todos los fines de semana y me entiende perfectamente.

Desde el vamos, que uno ya al bajarse del colectivo, o si tiene la suerte de poder ir en auto también le es válido, ya comienza el disfrute. El caminar hacia cancha conlleva a percibir ese aroma a carbón, ese olorcito a asadito (que en todo caso son hamburguesas o chorizos o bondiola, dependerá de la variedad del gentil parrillero). Por qué el olor a asado siempre nos hace un poco más felices. No señor, no me confunda, no es un pensamiento de gordo ni de muerto de hambre. Fíjese usted, el asado o una choriceada con amigos siempre nos lleva a la felicidad de compartir momentos de alegría, un par de cervecitas ¿Le gusta más el fernet? Bueno, un fernet entonces.  Son anécdotas, risas, el sentimiento de compartir con amigos o conocidos o compañeros, la unidad viejo. Y ahí estamos llegando a la cancha con esa aroma de chorizos y hamburguesas que nos envuelve y, por lo menos, olfativamente ya estamos medio contentos y mejor predispuestos.

Y si de olores se trata mi amigo, la fragancia del pasto es algo que no le puedo explicar. Porque generalmente cuando entramos a la popular o si quiere a la platea, y cuando la cancha es medio chiquita, sentimos ese elixir mágico que emana del pasto. Ese perfume de “pasto recién cortado” nos entra por la nariz y nos acaricia un poco el alma, llevándonos quizás en un viaje cósmico hacia nuestros años mozos. Por lo menos a mí, ese perfume a pasto me traslada a distintos rincones de mi vida. Y uno cuando siente ese olorcito húmedo del pasto instantáneamente como un reflejo del alma, inhala y exhala con más fuerza, y lo disfruta. Yo digo que solo a aquel que no tiene alma puede disgustarle el olor a pasto.
Como verá, viejo, si bien todavía esto del “olor” no es un arte, tiene su ciencia. Fíjese los perfumes importados sino, el aroma de un vino (ahora con tanto sommeliers dando vuelta por ahí), todo tiene un valor y yo le digo, hermano, que esos olores de cancha son mucho más valiosos que cualquier perfume franchute que uno pueda llegar a comprar.

Allí lo tiene al entrenador, parado casi sobre la línea de cal, dando indicaciones como un director de orquesta. Todo tiene que salir perfecto. Los músicos que son los jugadores no pueden desafinar ni una nota. Gritos, indicaciones, poses extrañas, a veces saltitos de bronca, el director técnico esta en cada detalle de su “orquesta” de jugadores. En una sinfónica un error en una nota puede ser la vergüenza para el músico y para su director. En la cancha un error en los “intérpretes” puede ser un gol, o la derrota y eso señor, es mucho peor que la vergüenza yo se lo aseguro.

Hablando de música, dígame si no hay música más gratificante y que venga desde el alma que las canciones de cancha. A usted le puede gustar el tango, a mí el folclore, al pelilargo de su lado el heavy metal, o a aquel peladito la cumbia. Sin embargo yo le puedo certificar que ni bien empiece el partido, usted tanguero, el pelilargo heavy, el calvo cumbiero y yo amante del folclore estaremos recitando la misma melodía de cancha en pos de aliento al equipo. ¡Ni a Beethoven se le hubiese ocurrido componer semejante magnificencia! Porque todo rima, todo encaja, ¡que me vienen a mí con las cuatro estaciones de Vivaldi! ¡Por favor! Música es lo que se escucha en la cancha, viejo. Muchas  otras hinchadas cantaran el mismo tema pero con su equipo en las letras, pero aun así esa canción será más que propia y la defenderemos hasta que la campanita de la garganta se nos irrite y casi salga expulsada por la fuerza con la que cantamos.

Y allá a lo lejos está el número 10. El creador. El hombre encargado de apilar rivales con una gambeta, el mismo movimiento que una pareja bailando tango. Él está ahí, a la espera de tirar sus firuletes, de esquivar con soltura y agilidad los golpes rivales. El diez es como un escritor, cuenta historias, pero con sus pies, dibuja las comas y los puntos con su habilidad, puede ser un Fontanarrosa, que te dibuja una sonrisa o un Cortázar que te deja pensando. Todo eso se escribe maravillosamente en las mágicas curvas de la gambeta de un diez. En los trazos de sus pases en profundidad o en las combas perfectas de sus tiros libres.
Mire al nueve, al centroforward, el pescador del gol. Paciente como un orfebre tallando su creación. Él está allí, esperando el momento, furtivo entre los matorrales de la medialuna del área, aguardando que el rival baje la guardia. Que la defensa contraria se olvide de levantar la puerta del castillo impenetrable que es el arco. Feroces lo esperan las fauces del aguerrido full-back contrincante. Pero el nueve de área sabe aguardar su oportunidad, es el Guillermo Tell de este deporte. Una única oportunidad, dar en el blanco o la muerte. Preste atención también a los laterales, funcionan como un reloj suizo, uno baja el otro sube, simetría pura, coordinación exquisita. Un mecanismo perfecto, lanceros y escuderos a la vez. Atacan y defienden.  Una maquina maestra de herir y proteger. Sublime posición.  Y no se me olvide, mi amigo, de los wings, cuanta sincronización, esas diagonales perfectas que ni siquiera Pedro Benoit cuando trazo en su cerebro los planos de la ciudad de la Plata se hubiera imaginado semejante cosa. Geometría pura

¿Y el cinco? ¿Qué me va a decir del dueño del medio? Cuantas épicas batallas hay sobre ese lomo. Si los rivales de solo verlo comienzan a temblar como una hoja seca en pleno otoño. El cinco es la Ilíada, es la Odisea. Es el bravo luchador que en cada pelota deja el alma y la vida. Es el ave fénix de las posiciones, muere y resucita en cada esférico luchado, porque en él deja la vida y en el equipo vuelve a la vida, recupera y aleja el peligro que sobrevuela el campo propio. Alguno osan llamarlo el mediocentro ¡pero déjese de joder! ¡Es el centro todo! El centro del universo del equipo, es a él a quien le llegan las pelotas de uno y otro arco. Es el  San Pedro que dice quién pasa y quién no por su campo. 

Y ahí bajo los tres palos, el arquero el Superman sin capa que vuela de poste a poste, ahogando los gritos rivales, sus manos han dibujado más sonrisas que un Walt Disney dibujando o  un Matt Groening si quiere ser algo más moderno, mi estimado. Dentro de esos gruesos guantes se encuentran esas manos, esas dos tenazas, esas manos que a veces evitan el sufrimiento y a veces lo acentúan. Las manos de Dante Alighieri han escrito la Divina Comedia, donde están el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Curiosamente el arquero con sus manos también es capaz de crear esos contextos únicos, el Paraíso con sus salvadas, el Purgatorio con sus rebotes o rechazos cortos, y el mismísimo Infierno cuando sus manos no logran detener el tan preciado balón.

Y allá lo tiene al dos, al ríspido defensor. Mire como la revienta. Mire que patadura horrible qué es ¡Muerto! ¡Infeliz! Que picapiedra hijo de puta, por el amor de Dios. ¡Pero que mierda va a ser arte este boludo! Es tan rustico que ni siquiera lo puedo comparar con las pinturas rupestres de las cavernas.  Anda a picar rocas con los presos, bestia. Mire como le pega a los rivales, hermano. Mire que brutalidad viejo, anda a laburar levantando bolsas en el puerto, deforme. ¡Volvé a la cueva cavernícola! 

Antonio Schweinheim

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