Arístides Reynoso era un prócer del fútbol en el Valle de
Río Negro y llegó a jugar en Platense en sus años mozos, allá por el cincuenta
y dos, mientras Elvis aparecía en los discos de pasta y Evita se moría. Ya de
vuelta, Arístides agarraba la pelota y empezaba a silbar. Silbaba aires
camperos, cuecas chilenas y alguna vidalita de su tierra natal. Atrás de esa
música, claro, escondía una historia inconfesable.
Recordé su andar cansino
durante un partido, en el instante en que el Gallego González, con treinta y
tres años a cuestas, metió sobre el final el gol del triunfo de San Lorenzo.
Unas horas antes había perdido a su padre. Lenta, dolorosamente, lo venía
perdiendo desde hacía dos años y su madre pasaba casi todo el día en el
hospital. A lo largo de su vida dentro del área, el Gallego llevaba marcados
ciento cinco goles en no sé cuántos clubes y ahora, a esta edad, esperaba una
nueva oportunidad en el banco de suplentes. Veira lo llamó para que entrara en
los últimos veinte minutos y allí fue el Gallego, sin haber dormido, recién
venido del velorio, a ponerle la cabeza al primer centro decente que le
tiraron.
Así son las novelas del fútbol: risas y llantos, penas y sobresaltos.
González corrió con los brazos en alto a saludar la memoria de su padre.
Llevaba lágrimas en los ojos y sus compañeros lloraban con él. De esa pasta
están hechos los goleadores. Fantasmas que salen de ninguna parte. Arístides
Reynoso fue uno de ellos y yo, que jugué con él a los diecisiete años, lo
admiraba tanto que lo trataba de usted, le imitaba la pinta del pantaloncito
caído abajo de la cintura y las medias atadas con una cinta color punzó. A
veces, cuando perdía un mano a mano con el arquero, él se acercaba a sacudirme
la melena con sus patas de oso hormiguero. Recuerdo que una vez recibió de
espaldas al arco, empujado por un estóper que lo seguía a todas partes; no sé
cómo hizo, pero con una voltereta se le tiró encima, le aplastó la nariz y me
la sirvió en el punto del penal. Hice el gol, pero antes de entrar la pelota
pegó en el arquero y en el travesaño. Al día siguiente me llamó a charlar en un
bar, cerca de la estación de ómnibus, y me contó que también él, de pibe,
quería asomarse a la ventana y solo encontraba una persiana cerrada. «Pero si
uno aprende a mirar, por la ranura ve la luz, pibe», me dijo. «Pasala por ahí,
como pasan las mariposas». Sí, le dije, pero ¿cómo acertar, cómo resolver el
dilema de las tinieblas? ¿Qué hacer con mi angustia de cazador solitario?
El
fútbol es duda constante y decisión rápida. De pronto, un gesto torpe parece
irreparable pero la pelota va y viene en gracia y desgracia. Arzeno, el de
Independiente, también lloró al comprender que el referí lo echaba y dejaba a
los suyos a merced de River. Raro instante de arrepentimiento en un zaguero:
casi siempre, los defensores se van con el pecado a cuestas, dispuestos a
repetirlo mañana mismo. Arzeno, en cambio, moqueaba y eso, me parece, dejó a
los otros con el ánimo por el suelo. Y los golearon.
Al llegar a la primera de
Platense, Arístides Reynoso se fue a vivir con una bailarina de la calle
Corrientes y empezó a salir de noche, a tragarse Buenos Aires. Amanecía en los
bares con la gente de teatro y un día lo encontraron durmiendo en un quiosco de
diarios. Pronto perdió el puesto de número diez en la época en que no había
banco de suplentes y pasó al largo insomnio de la división reserva. Ahí se
encontró con tipos que estaban de vuelta, con los que erraban penales y hacían
goles en contra, con los que nunca habían visto la luz que pasaba por la
rendija de la persiana. Eso le tocó el amor propio: hizo tantos goles que al
poco tiempo volvió a los partidos importantes y le puso un sombrero a Carrizo
en la cancha de River y un taquito a Blazina en el viejo Gasómetro. Metido en
la alucinante noche de la Buenos Aires justicialista y en las luminosas siestas
de estadios repletos, aprendió las cosas de golpe. Fue en ese tiempo, me contó,
que empezó a silbar en la cancha. El cuerpo le dolía horrores, pero su mente
volaba: podía ver, mientras devolvía una pared y picaba al vacío, la sonrisa de
un chico en la primera fila de plateas; veía a los carteristas en acción y a
los que meaban desde la tribuna de arriba. Una tarde, seguro de ser como una
mariposa, decidió pasar gambeteando entre Colman y Otero, los roperos del Boca
campeón. Esperó su oportunidad tirándose atrás, ofreciéndose de enganche, hasta
que un tal Maldonado se la dio en un claro inmenso desde donde los otros
jugadores parecían cucarachas.
Arístides Reynoso había empezado a mirar la vida
de reojo. No con cinismo sino con ironía. Tuvo todas las mujeres, había cantado
a dúo con Edmundo Rivero y una madrugada, en El Tropezón, le contó un mal
chiste a Sandrini. Entonces se dijo que ya era hora de hacer las valijas, meter
un gol inolvidable y volver a su pueblo para jugar de nuevo en los potreros. La
pelota que le tiró Maldonado le llegó girando igual que gira la vida. El frente
de ataque estaba cerrado porque cruzaba el Pelado Pescia y solo Mouriño se
acercaba. La tiró larga, con un silbido de cueca, y nadie se animó a quedar
pagando. Arístides Reynoso sintió que Colman esperaba afilando el puñal, que
Otero andaba algo distraído y los encaró con la cabeza alta. No era hábil como
Orteguita ni elegante como Zanetti; más bien se parecía a Márcico, un piloto de
tormentas navegando en calma chicha, un montón de huesos dotados de
inteligencia. Otero quedó en el camino y Pescia se resbaló al segundo amague.
Iba tan entusiasmado Arístides Reynoso que hizo una bicicleta y arqueó el
cuerpo para engañarlo a Colman y tirarle el caño que iba a verse en todo el
país. Pero a Colman lo llamaban Comisario y no había nacido ayer. Adonde
adivinó la intención del otro, lanzó un grito criminal y se le tiró a las
canillas con los tapones de punta. Arístides alcanzó a pasarle la pelota por
debajo del culo, pero el zapato del Comisario le arrancó la carne hasta la
rodilla.
Años después mostraba con orgullo la cicatriz y juraba no haber
abierto la boca para quejarse. No hizo otra cosa que levantarse y seguir porque
la pierna lo sostenía todavía y Musimessi, el Arquero Cantor, ya salía a
enfrentarlo. Eran tiempos del Glostora Tango Club: tipos de traje y gomina
Brancato que escuchaban las charlas de Discépolo; damas y damitas con pollera
hasta abajo de la rodilla. Una década insulsa que preludiaba las tormentas que
cantarían Beatles y Stones. Cine, radioteatro, salón de té, hipódromo, tango…
¡Cuánto había que esperar a que las chicas se decidieran! ¡Cuánto amor y cuánto
odio despertaban Evita y Perón! Todo eso y Arístides Reynoso que pisa el área
con las valijas hechas y el pasaje comprado. Viene medio desacomodado y
Musimessi ya abre el tren de aterrizaje, cae a sus pies con la camiseta que le
marca las costillas. A Arístides le queda una sola: frenar de golpe, tirarla
con los talones por encima de la espalda e ir a buscarla, si llega, por la
rendija que se abre detrás del arquero. Siente el golpe en la rodilla, sabe de
qué se trata, pero escapa y antes de caer por última vez en un estadio porteño,
le pega de punta y cierra la valija.
Después el hospital, el largo viaje
pampeano con una pierna en llagas y la otra enyesada. Así llegó a la estación
donde fuimos a buscarlo: bromeando y dispuesto a seguir en los potreros. Tardó
dos años en reponerse y un día nos encontramos en la misma delantera, yo que
empezaba y él con su monumento a cuestas. Al poco tiempo me contó lo de la
ventana y la rendija. Por ese ínfimo lugar me hizo pasar a su lado, sin hablar
nunca de pesos y medidas, sin decirme por qué la pelota pica y engaña, pica y
obedece, va a buscar un atisbo de luz aunque viva en el corazón de las
tinieblas.
No hay comentarios.: