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Heavy Metal

"Lo amo. Él es Sir Arsene Wenger. Pero a él le gusta tener la pelota, jugar al fútbol, los pases... es como una orquesta. Pero es una melodía silenciosa. Me gusta más el heavy metal”
Jürgen Klopp.

Hay muchas formaciones, el 4-4-2 o el  4-3-3 o el 3-5-2 y muchas variantes más que podríamos estar enumerando todo el día. Pero la más linda, la más poderosa, esa que hace sentir inferior a todo el resto, la que se le anima a cualquiera y que gana cualquier tipo de campeonato es la 1-3-1. Una batería atrás, al medio dos guitarras y un bajo y, adelante, el cantante. A veces puede variar a un 2-2-1, cuando un teclado usurpa un lugar junto a la batería o a veces el sistema puede mutar a un 1-3, cuando hay un guitarrista-cantante.  El mejor equipo de futbol es una banda de heavy metal, señores. Duro, agresivo y que siempre va al frente. Un fondo compacto, un medio laborioso y más adelante un virtuoso que le ponga la pelota en el balero al delantero —que ni siquiera hace falta que sea un buen delantero; tiene que cumplir y llevar al equipo adelante. Que haga ruido, como la hinchada.

El guitarrista, claro, no gambetea a nadie y en muchos casos lo único redondo que puede llegar a tener atado es una barriga cervecera… pero, igual que aquel que tiene la 10 en la espalda, dibuja gambetas. Ambos son la magia del equipo, son los virtuosos, en un segundo te pintan la cara de arriba abajo. Un solo de guitarra tiene que ser como ese jugador que la agarra en su campo, que gambetea el sonido del bajo, que pasa limpiamente entre el doble bombo que ya está vencido y le da paso al rayo furioso en la que se convirtió esa guitarra. Su compañera, la otra guitarra, acompaña en silencio, como un testigo, como Valdano a Maradona en el segundo gol a los ingleses. Mientras el solo se va aproximando al área penal, el silencio va apoderándose del recinto, de los cuatro costados, como un trueno que no tiene apuro. Ya vimos el furioso relámpago y el trueno esta por caer,  se hace oír, y hasta ver. Ahí es cuando el solo, lejos de disminuir, la pone contra un palo para volver a fundirse en un único sonido con la otra viola, el bajo, y la batería, mientras la voz cargada de emociones del cantante parece la nerviosa voz de un relator prediciendo una nueva y magistral jugada del 10.

Allí está el bajista, casi en el medio, como un volante central. Silencioso, nadie lo ve, nadie lo siente. Pero allí está firme con su instrumento, sabiendo que todo el trabajo invisible es suyo. Si está nadie lo siente, si falta todo se viene abajo. Un trabajo en silencio, el del mártir invisible. Siempre es la figura pero las cámaras miran para otro lado. El relámpago de la gloria es para los otros, para los que meten goles, para los que dibujan solos en el aire.

Atrás, abajo, resistiendo los embates  y montado como si fuese una defensa antiaérea, esta apostada la batería. Un doble bombo que hace  sentir toda la brutalidad de la tierra. Que meta miedo, que no deje un hueco sonoro. El silencio es el enemigo y ese no entra acá, no entra al área. Y si entra sale lastimado, ultrajado y sin dignidad. Los arqueros tienen que ser alemanes y los bateros también, porque esos saben de artillería pesada. Son los latidos de una bestia que indican que el fin está cerca. No son humanos, tampoco maquinas. Son una especie de bestias míticas de cuatro brazos, como un Kintaro de rostro despiadado. Nadie se le atreve a hacer frente.

El momento crucial es cuando todos los elementos se juntan. La batería desde atrás lo empuja todo. Ambas hachas afiladísimas,  gritándole al mundo, desafiando la velocidad. Y allí, el cantante con la garganta hecha corazón, como ese relator que nos cuenta la poesía más hermosa: la jugada del equipo yéndose con todo al área rival.  Pegajosos, sudorosos saltando en un éxtasis de locura, de felicidad. No importa que te hagan pelota, que te duelan los huesos… ardiendo de locura y pasión en el mismísimo infierno.  Una multitud que se ha transformado en una única masa abrazada y saltando, moviendo la cabeza en un pogo o gritando gol. Da igual: el fútbol y el Heavy Metal no tienen ninguna frontera.

Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor


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Cortitas por los clubes

 


Un emperrado

Juan Carlos Poli era un misionero como cualquier otro. Trabajaba en la cosecha de yerba, estaba casado, tenía tres hijos y, como cualquier hijo de vecino, se ponía contento cada vez que veía a la selección. Deliraba con Messi; su sueño era sacarse una foto con él. Pero había algo en la vida de Juan Carlos; se emperraba o se transformaba en hombre lobo, como quiera decirle. Hombre lobo o Lobizón. Como gente del norte, nosotros le decimos emperrado o lobizón y a otra cosa. Muchos se imaginan como las películas de los yanquis, que los lobizones son mitad lobos y mitad humanos, todos musculosos, con ropa rota, justo a medida, parados en dos patas sembrando el terror. Créame que no.

 Cada vez que Juan Carlos se emperraba, se convertía en un perro común y corriente, más parecido a la mezcla entre un ovejero alemán y un collie. Nada fuera de lo corriente. Si uno lo veía en la calle, podía pasar como si fuese un perro más. Además, el emperrado adquiría la personalidad del humano que era. En este caso, Juan Carlos era un pan de Dios. Ni siquiera ladraba ni gruñía. La mujer le daba un plato de balanceado y a otra cosa. Los hijos jugaban con él o lo sacaban a pasear. La gente del lugar también lo conocía y más de uno, cada vez que lo veía emperrado, le daba unas palmaditas y unas galletitas. Lo que nadie supo nunca es por qué Juan Carlos se transformaba. No era séptimo hijo, ni siquiera tenía hermanos, ya que era hijo único; nadie le echó una maldición. Solo pasaba y ya. Ni siquiera pasaba en luna llena, ni cada periodo de tiempo. Era más al voleo. Podía emperrarse hoy, o quizás en un mes, o tal vez dentro de seis meses. Eso de la luna llena es otro cuento.

Un día le tocó viajar a Buenos Aires para hacer unos trámites, porque como todos sabemos: "Dios es argentino, pero atiende en Buenos Aires". Eligió una jornada particular para ir y matar dos pájaros de un tiro: un partido de eliminatorias después de la diligencia. Fueron como 26 horas en micro. Ahí lamentaba no emperrarse, ya que como perro podía enroscarse y dormir tranquilamente en el viaje. Llegó a la capital por la mañana, hizo los trámites que tenía que hacer y se mandó para la cancha. Fue a la San Martín baja, porque había ahorrado unos pesos y qué mejor que invertirlos en su sueño: ver a Messi. En realidad, su más grande anhelo era sacarse una foto con Lio, pero ya con verlo cerquita, él se conformaba.

La selección ya estaba clasificada y en frente estaba Bolivia, que todavía venía con chances. Sin embargo, la cancha explotaba. La prensa decía que Messi no iba a ser titular, como para cuidarlo o que iba a entrar unos minutos. Juan Carlos se aferraba a esto último. Tan solo pensar en que no iba a jugar Messi, y que se había gastado sus ahorros, le corría un frío por la espalda. Solo esperaba a que los periodistas se equivocaran. Pero no fue así. El once inicial era sin Messi. Ahora quedaba rezar para que el astro rosarino entrara un rato, así, por lo menos, "cubría" los gastos y lo veía cerquita.

Estaban De Paul, Mac Allister, el Dibu, Tagliafico, el Cuti... todos. Juan Carlos comenzó a disfrutar el partido. El primer gol lo hizo Lautaro Martínez. Se abrazó con todos y con cada uno de los que tenía a su lado. Si bien no estaba Messi, la cosa iba bastante bien. El segundo gol lo anotó Nicolás González. La fiesta seguía. Juan Carlos pensó que por más que no jugara Messi, la cosa estaba ya más que bien. Porque era la primera vez que veía a la selección en la cancha, cosa que muchos no pueden hacer. Se sintió contento y feliz, hasta que una puntada en los colmillos empezó a hacerle temer lo peor: se estaba por emperrarse...

Juan Carlos corrió al baño. Se encerró y la transformación comenzó, primero los colmillos, luego el pelaje, los ojos, el hocico... En cuestión de minutos, Juan Carlos era un lobizón. Pero este percance no lo inmutó; él iba a cumplir su sueño de todas formas. Abrió la puerta, se puso en cuatro patas y salió corriendo. Su aspecto de perro dócil hizo que pasara desapercibido. Pero él estaba nervioso. Empezó a correr como buscando una salida, iba esquivando piernas, gente que se preguntaba cómo llegó un perro hasta ahí. Juan Carlos se perdió, empezó a desesperarse hasta que encontró un pasillo. Olfateó olor a pasto mojado. Ese camino lo llevaba al terreno de juego. Se le cruzó una idea loca en el cerebro nublado. Enfiló por ese camino. Uno de seguridad lo quiso agarrar, fue cuando lo gambeteo y lo dejó culo arriba al gordo. Finalmente salió a la cancha a través de puertas grandes. El partido seguía jugándose. Ya en el campo de juego divisó a un Scaloni dando indicaciones. ¡Ahí estaba el banco de suplentes argentino! Encaró por ahí despacito, como para no levantar la perdiz, aunque jadeaba un poco de los nervios y cansancio. Poco a poco se fue acercando. Fue cuando lo vio, ahí estaba él, ahí estaba el rosarino, nada más y nada menos que Lionel Messi. "¡JUIIIIIRA!" se escuchó que decía un pelado de seguridad a los gritos. Juan Carlos se tiró al suelo y puso sus patitas por sobre su cabeza. Cuando el pelado maldito ese lo estaba por patear, se escuchó una voz mágica, una voz que solo había escuchado por la tele hasta ese momento, una voz que decía: "¿Eh, qué hace'? ¿Cómo le' va a pega' a un perro? Veni pa'ca vo". Sí, señoras y señores, era el mismísimo Messi sentado en el banco con los brazos apoyados en las rodillas. Lio lo llamó golpeando su muslo. Juan Carlos movió frenéticamente la cola, los ojos le brillaban y se acercó con la cabeza gacha. Los fotógrafos estaban extasiados por la tierna imagen del astro, la lluvia de flashes no se hizo esperar. Fue portada de muchos medios, salió en la tele. Juan Carlos lo logró, a su manera y en su forma de vida extraña. Y sí, Messi también tuvo otro récord, aunque sin saberlo: fue el primer jugador de fútbol en acariciar a un lobizón.


Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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¿De qué te ponés contento?

 Yo la verdad es que no te entiendo Cacho, la verdad que no te entiendo. Ni a vos, ni a todos aquellos que van a una cancha. O a esos hincha...


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