Todavía queda esperanza.
Sentí un golpe en el ventiluz que
tienen las carpas que nos provee la ONU. Es como una carpa normal pero que
tiene una pequeña ventana desmontable de un material transparente. No sé si
alguna vez han visto alguna. El rectángulo da hacia el campo de refugiados,
como recordándonos el horror cada vez que miramos hacia afuera. Aunque el
horror también está adentro. Le atribuí el golpe al viento o a algún soldado
con su fusil y seguí escribiendo. Afuera como siempre: gritos y más gritos en
un idioma que no comprendo. Tampoco comprendo la guerra que allí se desata.
El terror es un idioma universal,
basta con verlo para comprender de qué se trata. Como si en mi alma no pesara
el tormento, el diario me ha mandado aquí como corresponsal. Antes me era más
fácil gambetear estas brutalidades, porque me mandaban a una base y desde allí
podía redactar tranquilo. Pero ninguna de las bases de la ONU, ni ningún hotel
ha quedado en pie en este lugar olvidado por Dios. Estamos en un enjambre de
carpas en el medio de la nada. En el medio de la desolación. No hay angustia
más grande que la desolación. Quedarse sin nada, ser la nada. Porque esta pobre
gente ha sido degradada a la nada misma. Y yo acá, en medio de ellos. De la
nada ¿También seré nada? Mi familia está en la otra punta del planeta. Estoy
solo, solo me hablo con el fotógrafo de la cadena española por una cuestión
idiomática. Pero él está prácticamente todo el día lejos con su cámara, porque
en ella encuentra compañía. Yo ni eso tengo... a mi lado, solo una notebook sin
acceso a internet en la zona. Las notas las envío en un CD a la noche cuando
los soldados van a la ciudad.
Otro golpe más en el ventiluz.
Pero tengo que seguir escribiendo. El horror allá afuera se apodera de mi hoja
en blanco. Mi mente está igual. Nunca tuve tantas ganas de huir. Pero pagan
bien y necesito el dinero porque la salud de mi viejo es delicada. Esta es la
única forma de mantenerlo con vida. Vida, eso que acá no hay. Afuera se
necesita dinero para vivir, pero acá el dinero no sirve: no hay qué comprar. El
poco alimento que hay lo trae la ONU y a cuenta gotas…
Otro golpe más, y ahora se
escucha el grito de un niño. Se querrá escapar, lo estarán castigando sus
padres. No lo sé. No me importa, es una gota de lodo en este pantano, uno se
acostumbra a eso. Estoy viviendo el más oscuro de los inviernos en esta carpa.
Nunca tuve tanto frío en el alma. Ni siquiera el sol sale. Hay un aroma rancio en el ambiente. Si existe el
infierno, se queda corto al lado de este lugar. Necesito escribir y dejar de ahogarme
en mis pensamientos, pero no puedo. Estoy encallado en este horroroso paraje en
cuerpo, alma y mente.
Nuevamente un golpe. Esta vez más
abajo. Se escuchan gritos. Necesito salir a ver que pasa, pero tengo que
escribir… termino y veo qué pasa. El Word en blanco me amenaza como uno de los
rebeldes de esta guerra civil. Si en dos
horas no termino, mañana no habrá columna en el Times. Chau trabajo,
chau dinero para el tratamiento de mi padre. Me esfuerzo, algo se me tiene que
ocurrir. Escucho nuevamente el sordo ruido de algo que impacta contra la carpa.
Mi inconsciencia se la agarra con esos golpes y les echa la culpa de mi
bloqueo, pero en realidad es mi cerebro perturbado que no me deja escribir. Ya
sé, voy a escribir sobre la última feroz matanza que hicieron los rebeldes. Ya
lo hice, pero le daré alguna vuelta de rosca como para que se note diferente…
Puta madre, otro golpe más y
ahora los gritos de niños subieron de tono. Tengo que salir a ver, para
despejarme de la oscuridad de la hoja en blanco. Por lo menos a tomar aire, por
más enrarecido con olor a pólvora y orín. Sí, voy a salir igual, no aguanto más
esos golpes, debo saber qué pasa.
El espectáculo está a años luz de lo que me imaginaba: un
enjambre de niños perseguían una pelota desgajada que iba rebotando
erráticamente por el terreno irregular. Entre tanto invierno sentí un
paréntesis de primavera atrás de mi carpa. Los niños iban y venían corriendo
felices. A su alrededor solo había guerra, destrucción y muerte, pero ese balón
desgarbado funcionaba como un ángel dando paz a aquellos que la tocaban. Me
senté a un costado, me prendí un cigarrillo y me puse a disfrutar de un hermoso
espectáculo de fútbol, ensimismado en un oasis de paz en medio de tanta mierda.
Uno de los niños, tendría unos seis años, corría en unas muletas con mucha
dificultad... pero eso era un mero detalle en medio de su alegría. Suplía su
falta de pierna con una enorme felicidad.
Me quedé un rato largo mirando,
reflexionando. Sinceramente a mí nunca me gustó el fútbol. No por el deporte en
sí, sino por todo lo que lo rodea: el negocio, los barras, la corrupción. Pero
eso no es fútbol, sino el resultado de
una maquinaria de facturar… esto es fútbol. No ese que me venden en la
televisión o en los diarios. Me quedé un largo rato. Hasta que recordé que
debía volver a escribir. Volví a mi carpa como si hubiese ido a un retiro
espiritual. Estoy limpio de mente. Hasta ya tengo el título: “Todavía queda
esperanza”.
Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor