La entrevista a Dios.
Como cada mañana al despertar, Franco seguía, al pie de la
letra, el ritual que mantenía desde hacía tiempo: abrazaba rápida e
interminablemente a su madre -quien con
precisión quirúrgica le llevaba el desayuno, lo ayudaba a terminarse de vestir
y le preguntaba si tenía todo lo que necesitaría en el día; se lavaba, peinaba
y perfumaba; jugaba unos segunditos con Dollberg, el torpe gran danés que tanto
sufría la ausencia del niño en horario escolar, como el calor y la falta de
alimento en algún día de descuido; y, entrando al escritorio, le guiñaba un ojo
a su padre, mientras repetía, para sus adentros que "ojalá estés algún día
tan orgulloso de mí, como yo estoy de vos".
Agarraba su
mochila, íntegramente enfundada con los colores del club de sus amores, y se
asomaba a la puerta, a esperar que el auto del padre de Nico, su compañero y
amigo, lo pase a buscar para acercarlo a la escuela.
Franco era un
alumno ejemplar. Hijo de una abnegada
maestra que, en base a esfuerzo, dedicación y cursos había llegado a Directora
de la Escuela Nº 1, y de un padre periodista de raza, profesión, oficio y
vocación, el pequeño era un avanzado estudiante, y a sus 8 años recién
cumplidos, alternaba sin problemas la lectura de revistas infantiles, con El
Gráfico (con la que había aprendido a leer, prematuramente, antes de los 5),
algunos diarios y publicaciones de actualidad, y algún que otro libro que,
misteriosamente, quedaba desacomodado en la biblioteca, y que buscaba el cómo,
dónde, cuándo y porqué de las cosas...
Su nombre,
especialmente elegido por su padre (un poco por su ascendencia italiana, otro
poco por su devoción por Franco Baresi, "el 2 que le faltaba al River de
Ramón para ser más que el Brasil del ´70", pero sobre todo por lo bello de
su significado) definía como nada al pequeño.
Inteligente,
familiero, curioso, buen amigo, Franco, sin embargo, hacía de la franqueza su
rasgo distintivo.
Nadie tenía,
entre sus compañeros y amigos de su edad, tanta certeza como el pequeño Franco
acerca de lo que sería cuando fuera grande: Periodista. Periodista como su
padre. Periodista. Y es que, desde pequeño (o mejor dicho, desde más pequeño
aún) el niño era capaz de sacar una sonrisa entre los mayores cuando les decía,
a boca de jarro, que sería periodista, y que iba a entrevistar a Dios...
Tal vez por la
disposición de la casa (propicia para la lectura, con muebles devenidos en
bibliotecas en cada ambiente), o quizás por alguna razón genética o, quien
sabe, por algún guiño del destino, el pequeño Franco evidenció una asombrosa
facilidad para la escritura, que le valió obtener, pese a cursar segundo grado,
un lugar entre los redactores del Diario de la Escuela, que cada año realizaban
algunos chicos de séptimo.
Donde estuviera,
sin importar distancia, horario o coyuntura, llevaba consigo Franco un anotador
de tapa dura ("porque la noticia no te da tiempo de buscar un lugar donde
apoyarte"), tres biromes ("porque siempre alguna falla, y otra se le
presta a quien la necesite") y la explicación de cómo y cuándo
utilizarlos, regalo de su padre, que eran su pequeño gran tesoro.
Esa noche, como
todas las noches, Franco se acostó imaginando cómo sería la entrevista Divina,
la que le abriría, definitivamente, las puertas a su gran pasión.
La lluvia trajo
consigo una ráfaga de viento que abrió una de las ventanas de la pieza. La
Tango, que alojaba la firma de cada uno de los ídolos del club de los amores de
Franco (que, no casualmente, era el mismo club que su padre había amado desde
niño) rodó por el escritorio hasta llegar a la altura de las biromes, quienes,
frágiles en defensa (como la actualidad defensiva de River, sin Baresi alguno a
la vista) sucumbieron, para caer al suelo.
El chillido del
metal en el piso despertó al niño quien, no sin asombro, descubrió -tras una luz tan blanca como intensa,
brillante, maravillosa e imposible de describir- que no estaba solo.
No hizo falta
presentación. El Invitado saludó a Franco y le pidió, como único requisito para
comenzar la entrevista, que todo lo hablado esa noche quedara entre ellos, ya
que, como buen periodista que el niño iba a ser (o que ya era) no debería
violar el off the record.
El niño asintió,
y comenzó a indagarlo sobre los orígenes de la Vida, por las dificultades a la
hora de la Creación, y hasta se atrevió a comentarle (luego de haberle
consultado, sin éxito, de qué cuadro era) lo contrariado que se encontraba por
la cantidad de mala gente que habitaba en la Tierra, habiendo sido alguien tan
bueno quien la había Ideado (a su Imagen y Semejanza).
Luego de haber
escuchado, con tanta atención como sueño y sorpresa, cada una de las respuestas
de su Celestial entrevistado (que no podría publicar, por lo anteriormente
acordado), Franco, saliéndose por un segundo del rol de periodista -que había
cumplido con creces- y con una lágrima
recorriendo su mejilla, le preguntó a Dios por qué carajo le había robado a su
padre, tan joven, con tanto sufrimiento, y con tanto aún por vivir...
Como cada
mañana al despertar, esa mañana, Franco siguió al pie de la letra el ritual que
mantenía desde hacía tiempo: abrazó más fuerte que nunca a su madre; se lavó,
peinó y perfumó; jugó un segundito con Dollberg; y, entrando al escritorio, le guiñó un ojo a
la foto de su padre, la última que se habían sacado juntos, la que, tal vez por
la lluvia que no cesaba, tenía una gota
-en forma de lágrima- recorriéndole
la mejilla…