Hoy se habla y se
clasifica a los jugadores con una liviandad absoluta. Uno es un “mercenario” o
un “pesetero” por cualquier pequeñez. Bueno también es cierto que últimamente
se juega más por amor al dinero que a los colores. En mi época uno le tenía
algo de cariño al club donde jugaba, por más que uno no sea hincha de ese club.
A ver, a uno que es profesional, o pretende serlo, le dan la oportunidad de
jugar al fútbol y encima pagarle. Porque peor sería laburar, no me
malinterprete, el ser jugador de fútbol también es un laburo bastante digno,
por cierto. Uno tiene que levantarse
temprano para ir a entrenar, hay que resignar días de estar con la familia para
poder concentrar o ir a la pretemporada, hay que hacer sacrificios y evitar los
excesos —aunque cada vez menos lo hacen— como la joda, la noche, el pucho y
miles de cosas más. Es un poco sacrificado, pero peor sería ser, no sé,
remisero u oficinista. O cargar bolsas en el puerto. Nosotros, los futbolistas,
somos unos privilegiados al poder “trabajar” de esto. Por eso —y a mi entender—
tendríamos que ser más justos con los equipos que nos contratan. Las nuevas generaciones se cagan —discúlpeme
la expresión— en la gente de su club. Se van de joda, se dejan estar
físicamente… y lo peor es que les importan tres pepinos los colores que
defienden, todo lo hacen por la plata. Cuando yo jugaba, la cosa no era tan
así. Ojo que le estoy hablando de hace tan solo veinte años atrás, tampoco es
tanto tiempo si uno se pone a pensar, pero todo cambio para mal. Antes para ser
considerado un “mercenario”, mínimo se tenía que pasar a la contra y gritarle
un gol en la cara a su ex equipo. Ahora cualquier pelagatos de no más de 19
años que se va a jugar por plata al exterior ya es un calificado como
mercenario… no es tan así. Es más, en mi época yo muy injustamente fui
calificado como tal, usted tal vez conozca mi caso. Digo “tal vez” porque fue
muy conocido en el ascenso. Pero por aquellas épocas lo que pasaba en el
ascenso quedaba allí. Solo conocían los que eran hinchas de los equipos de la
B. “El mercenario de Miguel Alibour” fue el injusto título con el que
bautizaron injustamente los medios partidarios del Club Atlético Buena
Esperanza ¡Y usted puede creer que me quedo ese apodo!
Yo ataje durante casi 21
años, debute a los 19 y me retire a los 40. En el último año de carrera jugué
ese partido cruel en el que me bautizaron de esa manera. Lo triste es que ese
inefable apodo es con el que me
recuerdan. Ningún hincha de ese equipo recuerda como me rompí el lomo —para no
decir otra cosa— para sacarlo campeón de primera ¡Campeón de Primera! Nada más
y nada menos. Nunca nadie defendió esos colores como lo hice yo, viejo. Pero
toda mi carrera se olvidó, todo por un maldito partido. Todo muy injusto. Todo
por un partido en el que demostré toda mi profesionalidad. Por eso hoy le
quiero contar todo bien como fue. Quiero aclarar bien punto por punto. Es
incompresible como un tipo tan
profesional y tan honesto como yo, haya caído bajo la cruel y helada connotación
negativa de esa palabra nefasta.
Usted por ahí es un
futbolero de ley y conoce mi nombre. Miguel Ángel Alibour. Tengo ya 60 pirulos.
Si no me conoce o es un jovencito, use la internet —o el internet— para buscar
mi nombre. En 20 años de carrera salí campeón de primera una vez, me fui al
descenso la misma cantidad de veces y tan solo jugué en dos equipos. Podrá comprobar que no soy tan “mercenario”
como me quisieron pintar. A veces la gente en su afán de “ocultar” o “mitigar”
los errores propios, busca culpables. Y encontraron uno en mí, una injusticia
total.

No me quiero ir por las
ramas; soy oriundo de Salta. Oran, puntualmente. Un buen día fui con el Chelo
—somos amigos desde pibes— a probarnos a Club Atlético Buena Esperanza.
Tendríamos 16 o 17 años. Vinimos de mandados que somos. Me acuerdo que nos metieron en un equipucho
horrible. Enfrentábamos a la cuarta o quinta, ya no recuerdo bien. Ese día yo
atajé de todo, salvo tres pelotas que fueron imposibles de atajar. Terminamos
perdiendo tres a dos. El chelo había
metido los dos goles nuestros. El coordinador de inferiores quedó encantado
conmigo, o eso parecía. Resulta que tenían pocos arqueros y quedé. El pobre del
Chelo se quedó afuera, una lástima. Él se volvió para Oran y yo me quede a
vivir mi sueño de futbolista en la pensión del club. Una pensión bastante
humilde, pero para qué queríamos lujos si estábamos cumpliendo un sueño. Me
toco debutar a los 19 años en un partido durísimo contra San Lorenzo. Ernesto
Sivio, el arquero titular se había ido expulsado en el partido anterior contra
Atlanta, partido que todos los hinchas recordamos, porque termino atajando un
defensor nuestro, el brasilero Olindes. Ganamos cuatro a tres y nos alejábamos
del tan temido descenso. A mí me toco debutar, como le decía, contra San
Lorenzo. No pude dormir durante toda la semana previa. Es más, ya desde el
momento en el que echaron a Sivio, me
empezaron a temblar las piernas. Pero había compañerismo, Sivio me aconsejo
durante todos los entrenamientos previos a mi debut. Me decía como debía
pararme, me contaba las mañas de los delanteros rivales y todo lo que a un pibe
le servía para dar sus primeros pasos en primera. Ahora no pasa eso, viejo. Todos
se comen el hígado, los mismos compañeros se matan por un puesto o por un mango
más. Discúlpeme que me vaya de tema pero hoy ya se perdieron todos los valores
o los códigos, como le llaman ahora. Y bien, debate contra San Lorenzo. Y no me
lo va a creer, pero fui la figura. Tape todo, empatamos cero a cero gracias a mí,
no se equivoque no soy de esos agrandados, pero hasta los rivales me
felicitaron una vez terminado el encuentro. Saque dos mano a mano nada más y
nada menos que contra el Negro Manfredi. Ese día todos los diarios me pusieron
como la figura de la cancha, por ejemplo el diario Clarín, me puso del apodo de
“la pantera Alibour”, por mi forma de caer siempre parado y mi tez morena.
Empecé con el pie derecho, como quien dice. Luego volvió Sivio a ocupar su
lugar en el arco y yo volví al banco. Alterné banco y titularidad como por
cinco años más, bah “alternar” es una forma de decir, porque ataje muy pocas veces.
Cuando se lesionaba o lo expulsaban a Sivio. Hasta que en el 78 a ambos nos llegó
la gran oportunidad. Vinieron desde Atlético Nacional de Colombia y se lo
llevaron. Yo, en cambio, quede como el arquero titular.
Y así pasaron los años,
yo me fui consolidando. Tuvimos épocas regulares, buenas malas. Pero nunca
descendimos. Molestábamos y bastante. Hasta nos metimos en la Libertadores en
más de una ocasión. En la liguilla pre Libertadores siempre rompíamos los cocos
y nos respetaban bastante. En el 89 conseguimos algo que jamás pensamos
conseguir con este humilde club. Salimos campeones de primera división. Lo más
cerca que este equipo estuvo de salir campeón fue un subcampeonato de pura
casualidad en el 63 pero nada más. ¡Qué manera de meter, Dios mío! Cuanto huevo
tenía ese equipo. Teníamos cada nene en
el equipo que mama mía. El negro Pintos, Hermenegildo Sosa, Walter Ramón,
Manuel Duró, abajo, un volante central de
la talla de Furriel —que después se fue a River—, a Quinteros, Romualdo
Costiña, el Rifle Perea y el Moncho López arriba cabeceando hasta los
ladrillos. Después alternaban José Rio, Eduardo Tomassi, el ardilla Francesco…
Ya en la fecha 10 le habíamos sacado ocho
puntos al segundo. Recién perdimos el invicto por la fecha 13. Déjeme decirle
algo que me llena de orgullo: yo era el capitán de ese equipo, encima
terminamos con la valla menos vencida. Me acuerdo la noche en la que ganamos el
campeonato. Niños, adultos y gente grande llorando. Todos venían y me
abrazaban. Que lindos recuerdos. Había un chico que había venido en sillas de
ruedas, me conto cual había sido su sueño; era el de vernos campeones. El pibe
no soñaba con volver a caminar ¡Solo soñaba con vernos campeones! Le juro que
llore como un nene cuando lo escuché.
Pero como todo lo que
sube tiene que bajar, empezamos a decaer futbolísticamente. Malas decisiones de
los dirigentes, jugadores que se iban de a poco. Lentamente pasamos de
“molestar” a ni siquiera hacerles cosquillas a los otros equipos. Y llego ese último
y fatídico torneo en primera. Últimos cómodos salimos. La gente que antes solo
nos daba gritos de aliento, nos insultaba de arriba abajo. Yo era uno de los
blancos predilectos de los hinchas. Yo le voy a ser muy sincero, cuando un
equipo desciende o es goleado fecha tras fecha, seguramente el culpable directo
es el arquero. Pero déjeme decirle que yo no tuve la culpa en la mayoría de los
goles que nos metieron. No, no pretendo esquivar mi responsabilidad ni echarles
la culpa a otros. Pero yo no tengo la culpa de haber tenido una defensa
horrible y de que los dirigentes hayan traído cada muerto que daba miedo. Yo
soy arquero, un simple arquero. Sin una defensa más o menos buena, por más que
uno sea un Oliver Kahn o un Yashin, mucho no puede hacer. Y me echaron la culpa
a mí. Se dijo cada barbaridad terrible. Que yo andaba mal de la vista, que ya
estaba viejo, que me iba de joda… Justo yo, casado y con dos pibes hermosos. “Ciego”,
“manco”, de todo me decían. Mucho se habló de mí, pero lo que más me dolió es
que dijeron que yo solo jugaba por la guita, que ya debería haberme retirado.
Me fui por la puerta de
atrás. Me echaron como a un perro sarnoso. Pero nuestros destinos se volverían a cruzar. Yo firme con Juventud de Rawson. Un pequeño
equipo, justamente de Rawson. Había ascendido recientemente para disputar por
primera vez el Nacional B y andaban buscando un arquero experimentado. No lo
dudé y me fui a instalar en la paz del sur. Había una linda base en la que
confluían juveniles y jugadores experimentados. Teníamos la difícil misión de
mantenerlo en primera. Yo me tenía fe le confieso. Empezamos perdiendo seis partidos al hilo.
Recién ganamos un partido en la fecha diez y fue frente al otro debutante en la
categoría: Deportivo Iguazú. No fue anda fácil la adaptación pero le poníamos
el pecho y más o menos logramos levantar y empezar a sumar puntos. El último partido de
la primera rueda fue justamente contra mi ex equipo, no lo jugué. Pero no
porque no quise. Tuve un hecho desgraciado que me impidió jugarlo. A mi padre
le había dado un infarto y tuve que viajar de urgencia a Salta. Por suerte fue
solo un susto. Ese partido lo perdimos tres a uno. Ellos venían quintos y
nosotros en el lote de los últimos. Era mucha la diferencia entre ambos
equipos. A pesar de que ellos estaban heridos y fundidos le metían garra.
Nosotros hacíamos lo que podíamos.
En la segunda ronda mejoramos bastante. Metimos cuatro triunfos al
hilo. Sumamos puntos de visitante. Pudimos estabilizar al equipo. Pero al
promediar esta segunda ronda, nos agarró un bajón. Perdimos tres partidos al
hilo y de nuevo estábamos con la soga al cuello. Recién en la última fecha se
definían los descensos y los que quedaban el octogonal. Mire que cruel es el
destino, usted ya se habrá dado cuenta que ese partido crucial lo teníamos que
jugar contra mi ex club, donde fui ídolo y ahora me odiaba. Club al que
amaba. Pero ahora me tocaba defender
otro equipo y yo soy muy recto, muy profesional. Ellos estaban pelando para
meterse en el octogonal para ver si podían ascender. Tenían que ganar o empatar
y esperar a que Dalmine empatara o perdiese por goleada. Yo soy hincha del club y me hubiese dejado
hacer uno o dos goles, pero antes que hincha, yo soy un profesional —y por
sobre todo un tipo agradecido— y me debía a este equipo ahora. Sufría una impotencia bárbara por no poder
ayudar a mi equipo a volver a la elite del fútbol argentino. La semana previa al partido fue una porquería,
una mierda —discúlpeme el vocabulario— una completa basura. Me llamaron a casa
los dirigentes de mi antiguo club.
Primero se hacían los sotas. Me decían que yo era un ídolo, un ejemplo para
los más chicos. Lambiscones eran. Me adulaban con palabras vacías y me daban a entender
que querían que vaya para atrás ¡Justo a mí! Los saque corriendo. Al otro día
ya fueron más directos y me ofrecieron plata. Les corte a esos hijos de puta
—perdóneme el insulto— otra cosa no se merecían. Los muchachos me vieron tenso,
muy mal de ánimo y comenzaron a apoyarme. Cuando más o menos logre
concentrarme, mi señora me llamo desde Buenos Aires —donde habían quedado con
mis hijos— para decirme que habían puesto un pasacalle que decía: “Alibour
desagradecido, conociste el agua caliente en Buena Esperanza y nos mandaste al
descenso, anda para atrás o sos boleta”. Quede pálido al escuchar eso. No sabe
la calentura que me pegue. Pero que desagradecidos. Yo que soy el más hincha de
ese equipo. Le pedí permiso al gringo Belini para salir un rato para despejarme
e ir a hablar con una amigo. Fui a la casa del Rubio Finesa. Lucas Finesa fue
uno de mis mejores amigos que me había dado mi equipo anterior. Era mi
suplente. A él también lo habían rajado
por la puerta de atrás del Buena Esperanza. Había pasado por una cantidad enorme de
equipos ya. En ninguno se quedaba fijo. Si un equipo le ofrecía un mango más,
se iba y punto. Él era lo que se dice un mercenario. Hoy por hoy atajaba en
Dalmine y yo sé que a pesar de su interés por la guita, se había ido bastante
dolido del Buena Esperanza y ahora buscaba venganza dejándolo afuera del
reducido. Hable de todo con el Rubio. Me comento que a él también lo habían
llamado los dirigentes de nuestro antiguo equipo. Pero que los había sacado
corriendo ya que se había enterado que los sinvergüenzas ni siquiera les
pagaban los sueldos a los empleados del club y pretendían malgastar guita en
sobornos. Era un mercenario Finesa, pero guardaba algo de códigos aún.
Estuvimos hablando como hasta las tres de la mañana. Me tranquilice bastante y
me hizo bien hablar con él. Volví a la concentración como si me hubiese sacado
una carga de encima.
El día del partido lo
tomé como una verdadera final. Los hinchas
del Buena Esperanza me dedicaban cantitos, me puteaban de arriba abajo ¡hasta
me hicieron una bandera los muy malditos! “Alibour traidor te vamos a matar”.
Juro que me hervía la sangre. No le voy a contar los pormenores del partido ya
que seguramente a usted no le interesara mucho. Pero fui la figura del partido,
viejo, atajé todo. A los cinco minutos había llegado un centro envenado que
cabeceo Soto y la pelota parecía que entraba al ángulo. No sé dónde saque tanta
agilidad a los 39 años y volé para sacarla de un manotazo al córner. En una
jugada posterior, el mismo Soto le pego cruzado, llegue a sacarla de una forma
formidable. Hubo muchas jugadas más y yo me encargaba de ahogarle el grito a
todos esos desagradecido. Sin embargo me dolía que estuviera dejando sin
posibilidades de ascender al equipo de mis amores, pero estaba tranquilo. A los
30 minutos llego nuestro gol. Tiro libre espectacular que pateo Espasa al ángulo.
Nos salvábamos del descenso. En el segundo tiempo el rival se desmorono, ya
casi no nos atacaban y si lo hacían chocaban contra mis seguras manos. Y así se
fue el partido. Ganamos de visitante y nos salvamos. Pero le voy a ser sincero,
la mayor alegría la tuve cuando me entere que Dalmine había perdido por 3-0 y
por diferencia de gol Buena Esperanza se metía en el reducido. Le juro que
salte de la alegría por eso. Yo al principio tuve un poco de miedo por algún
tipo de represalia que pudiesen haber tomado en contra mío o contra mi familia.
Pero la verdad que lo único es que pase de ser un simple “mercenario” a ser un “súper
mercenario”. Aún hoy la gente de Buena
Esperanza me cruza en la calle y me dice que por mi culpa casi se quedaron
afuera del octogonal. Me recuerdan con ese vil calificativo. Es triste que pese
más un descenso y ese partido que todo el resto.
Al otro día de terminado
el partido fui a verlo de nuevo a Lucas Finesa.
Me hizo pasar a su departamento, estaba bastante contento el rubio. Me senté
en uno de los sillones de su living mientras su señora nos servía un café y de
fondo se escuchaba un programa infantil, que estaba mirando su pibe de no más
de cinco años. El rubio miro detenidamente el bolso que había traído.
“¿Trajiste eso?” me pregunto expectante Lucas. Abrí uno de los cierres del
bolso y saque una bolsa con doce mil pesos.
Finesa quedo absorto en las doce lucas y se puso a contar billete por
billete. Yo le di un sorbo a mi café pensando que había hecho la mejor
inversión de mi vida, total cuatro mil pesos por gol no era tanta guita.
Antonio Schweinheim
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