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Vacaciones tranquilas.
Se lo juro, yo me lo había prometido también. Este año nada de hacerme mala
sangre por el fútbol. Desde el 2000 que tengo una úlcera por culpa de Ferro.
Juré que el año pasado iba a ser el último, y arranqué esperanzado este año.
Por eso me fui con la bruja y los pibes a pasarla a Brasil, lejos de todos.
Tranquilo, con los chicos correteando por la playa mientras la madre y yo nos
tomábamos una caipirinha mirando los
fuegos artificiales.
A mí me gusta andar con la camiseta de mi querido Ferrocarril Oeste por
todos lados, Brasil no iba a ser la excepción. A mi esposa no le gusta, porque
más de una vez termine puteándome o peleándome con algún gil de lechería, de
esos que abundan en la costa argentina. Por eso pensé que en Brasil la cosa iba
a ser diferente, aunque siempre hay algún argentino medio termo, porque somos
como las hormigas. Si te vas al Himalaya seguro te cruzas también con un
argentino. Copamos el planeta. “Rodolfo, vestite decente para recibir el año
por favor”, me rogó Beatriz esa noche. Pero no la escuche y me puse la vieja
camiseta modelo 99 de mi amado club de Caballito. La gente en el lobby me miraba medio raro, para
calentura de mi mujer. “Mirá a los nenes, se visten mejor que vos” me hinchaba
las pelotas ella. Y sí, claro, si ni siquiera salieron hinchas de Ferro, uno me
salió de Boca por culpa de los compañeritos de la escuela y el otro de Banfield
por culpa del pelotudo de mi cuñado ¡Mierda les iba a permitir salir vestidos
con alguna de esos clubes! En mi casa estaba prescripto usar otra cosa de fútbol
que no sea del glorioso Verdolaga. Soy muy abierto en todos los sentidos. Pero
con los colores de mi equipo que no jodan. La mejor herencia que me dejó mi
viejo, aparte del apellido, fue el amor a estos colores. Es más, a mis hijos
siempre les regalo para cumpleaños y navidades cosas de Ferro, yo sé que por
cansancio algún día les voy a ganar.
Hay muchos argentinos en Brasil, y ni hablar en año nuevo. Por eso a mi mujer no le gustaba mi
vestimenta. Todavía estaba medio fresco el recuerdo de las vacaciones pasadas
donde en Necochea me agarre a piñas con uno de Vélez. No es que yo sea un matón
o un pendenciero, pero si me provocan, reacciono. Hasta el Papa Francisco la
termea cuando le hablan de Huracán, no jodamos. Está bien, hay ocasiones en la
que me descontrolo, pero todo tiene un porqué. En la navidad anterior le revoleé
una ensaladera llena de ensalada rusa al estúpido de mi cuñado, el hincha de
Banfield. No tenemos pica con Taladro, casi que ni nos conocemos. Nos chupamos
un huevo mutuamente. Pero que lo ponga en contra a mi pibe es mucho, uno no es
de telgopor, hermano. Yo tengo sangre.
No voy a tolerar que este salame le regale una camiseta de Banfield en mis
narices, no señor. Debo confesar que
también me la agarré con mi suegro en un cumpleaños. Pero él se lo buscó, eh.
El tano no entiende una goma de futbol, pero decirme que me saque “ese trapo
sucio” para sentarme en la mesa, haciendo alusión a mi camiseta, le juro que me
jodió. Está bien, venia de jugar al fútbol y estaba todo chivado. Pero llamarle
a esta gloriosa camiseta de la locomotora del Oeste, “trapo sucio”, es una
falta de respeto para más de 112 años de historia. Ojo, por ahí el viejo no
tenía ni la más pálida idea que era la camiseta de un club, pero no importa: a
los colores hay que defenderlos siempre y en todo lugar.
Por todo eso, le prometí a mi señora que no me iba a pelear más. Mucho no
me creyó, menos cuando me vio ponerme la camiseta para ir a la playa a recibir
el año. Pero yo me lo había prometido a mí mismo también. Así como prometí que
iba a dejar de fumar y lo deje de un día para el otro, me había prometido esto.
Ya me había hecho bastante mala sangre el campeonato pasado también. Por eso no
dije nada cuando vino un hincha de Huracán a
bolacearme. Lo dejé pasar, justo
él me viene a cargar que bajó más veces que la tanga de la Cicciolina. Pero
bueh, lo dejé ir. Mi mujer no lo podía creer. Tampoco podía creer cuando vino
uno de Argentinos Juniors y ni le di pelota. Y mire que me dijo de todo. “Está
bien flaco, estas en la B conmigo, callate la boca”, pensé. Pero no se lo dije.
La sonrisa de mi señora hizo que valiera la pena morderme los codos para no
contestarle y mandarlo a la concha de su madre.
Después pasaron un par de Boca y River, que también eran para putearlos
de arriba abajo. No porque me hayan dicho nada, sino porque esos te ningunean
con la mirada. Te miran despectivamente, y no hay cosa que me dé más por las
pelotas. Con guita y favores, todos son
grandes ¡Por favor!
Pasaron las doce, llegó el año nuevo y mi señora me abrazó fuerte con todo
el cariño del mundo. Yo sabía que lo hizo porque no había reaccionado frente a
esos pelotudos. Que no le había fallado. Y la verdad yo también me sentí
bastante bien. Hasta que claro, vino ese
brasilero hijo de puta y empezó a gritarme “Palmeiras, no sé qué”. Y lo repetía
como loro con sobredosis de anfetaminas. Vi como otros se sonreían. “No, Ferro,
Ferrocarril Oeste” trate de explicarle. No hay cosa que me irrite más que
confundan mi club con otro. Claro, Parmalat también estuvo de Sponsor en el
Palmeiras, pero hay que ser muy burro y ciego para confundírsela con la de
Ferro. O Capaz que me estaba ninguneando. El punto de no retorno fue cuando
tuvo la osadía de tocar mi camiseta y estirármela, diciendo siempre
“Palmeiras”. Lo emboque y se armó un tole-tole de aquellos. Cayó la policía,
repartió más palos que los de Qatar a los de la FIFA. Terminamos todos adentro.
Y acá estoy, adentro de la gayola esperando a que mi mujer me venga a
buscar. Me va a matar, lo sé. Acá al lado tengo al hincha de Huracán, otro que
se metió en la pelea a fajar brasileros. Me explico que el morocho no se había
confundido mi camiseta con la del Palmeiras, sino que el tipo era hincha del
Palmeiras y quería mi camiseta. Que estaba fascinado con la casaca verdolaga. También agrego que él se metió a pelear porque
no se banca a ningún brasilero. La verdad que me pareció bastante intolerante
de su parte, mire que pelearse por pelearse…. no veo la hora de que la bruja me
venga a buscar, el quemero está fumando y la verdad que estoy por pedirle un
pucho. Espero que no sea muy cara la fianza acá.
T. Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
Sábados de Fontanarrosa. Hoy Jorge, Daniel y el Gato
—¡Qué verga somos, viejo! ¡Qué verga! —Jorge se inclinó con
un gesto de dolor y se quitó, uno a uno, los botines embarrados. Se masajeó,
siempre con rostro dolorido, los dedos del pie bajo la tela gruesa de las medias
de fútbol.
—Qué le vamos a hacer —dijo el Gato, el vaso de cerveza en
la mano, por decir algo, casi distante, como resignado. Más atrás, en la misma
mesa pero alejada su silla como dos metros, las piernas abiertas, el Dani lucía
abstraído, totalmente ausente.
—¿Cómo mierda podemos perder tantos goles, digo yo, cómo
podemos perder tantos goles? El otro día contra La Cortada, lo mismo, querido,
erramos una barbaridad... Después ellos, cuando tienen una oportunidad, te
abrochan y anda a cantarle a Gardel...
—¿Te duele? —preguntó el Gato, señalando con su mentón hacia
los pies de Jorge.
—El tobillo —señaló—; pisé un pozo y me lo torcí. Me lo hice
percha.
—Párate —recomendó el Gato.
—Si me paro me duele más, pelotudo.
—Que no jugues, te digo, forro. Párate quince días porque si
el próximo partido se te llega a torcer de nuevo después se te hace crónico.
—Ahora le meto hielo —desestimó Jorge—. Y cuando se
deshincha me vendo bien y no hay problema. —Te lo vas a cagar, Jorge.
—Si no vengo yo, creo que el próximo sábado no juntamos ni
siete como para entrar a la cancha.
—O anda a lo de la curandera que dice el Niki —insistió el
Gato.
—¿Qué curandera? —Jorge se reía, pese al dolor.
—Dice que las terceduras te las cura con un vaso de agua. La
vieja tira granitos de trigo, ¿viste la especie de semillitas de cuando
desarmas las espigas?, en un vaso de agua. Las semillitas que se van al fondo
son los nervios que tenes sacados. Las
que flotan son los que están bien.
Jorge lo miró al Gato, incrédulo.
—O al revés —se cubrió el Gato—. Al Niki lo curó así. Bah,
eso dice el Niki.
—Al Niki lo que hay que hacer es internarlo en un
psiquiátrico —murmuró Jorge—. Me vendo bien, y a la lona —reafirmó. Después
recogió los botines, parándose. Se tomó la cintura con las dos manos y estiró
un quejido gutural—. La concha de su madre —dijo—, me duele todo.
—Para colmo está pesadísimo —el Gato se pasó la manga de la
camiseta sobre la frente calva empapada de sudor—. Y hace transpirar esta
porquería —elevó un tanto, mostrando, el vaso de cerveza.
—Hay que decirle a Enrique que el sábado que viene traiga
las camisetas de manga corta. No puede ser tan boludo —dijo Jorge, ya con las
llaves del auto en la mano, como demorando la retirada.
—¿Las blancas? Están hechas mierda esas camisetas, Jorge.
—No, están bien... Bah... Se las aguantan...
—Faltan números.
—El boludo del Ñaqui que se quedó con una cuando se cabreó
por lo de Gustavo.
—Hay que decirle que la traiga. Al Mosca también.
—Al Mosca que lo hable otro, yo no lo hablo... ¿Vos venís el
sábado, Daniel?
Jorge señaló con la llave del auto al Dani que, hasta ese
momento, no había salido de su mutismo, la vista perdida hacia el ventanal que
daba al bulevar Rondeau, despatarrado sobre la silla.
—No. Creo que no.
—Uy —arrugó la cara, Jorge—. Cagamos —se dirigió al Gato—.
No sé si juntamos once si éste no viene.
Tito tampoco puede venir, al Pinza lo echaron hoy, el boludo. Le van a
dar como cuatro fechas...
—¿Por qué Tito no viene? —preguntó el Gato.
—Qué sé yo... Tiene un bautismo, una de esas boludeces que
siempre tiene.
—¿Otro bautismo?
—¿Podes creer?
—¿Qué es Tito? ¿Monaguillo?
Jorge soltó una risa corta.
—Cagamos —repitió—. Para colmo, el otro forro de Aníbal hoy
se fue cabrero...
—¿Por qué se fue cabrero?
—Porque el Coló no lo puso de arranque. Y... ¡viejo! Somos
once. No podemos jugar todos. Si al final de cuentas, vos bien lo sabes, al
final, jugamos todos. Hoy faltas vos, mañana falto yo...
En silencio, Dani osciló la cabeza, como desaprobando, pero
no dijo nada.
—¿Vos no venías, entonces? —insistió Jorge.
—No. Creo que no. Creo que tengo que viajar —dijo Daniel,
serio.
—¿Contra quién es? —dijo el Gato.
—Cerámica, creo... ¡No! No. Palermo, Palermo.
—No es tan jodido.
—¡Para nosotros son todos jodidos, Gato! —se rió, irónico,
Jorge—. Mira vos hoy, estos muchachos no le habían ganado a nadie, a nadie, son
unos chotos, Gato. Y se vienen a desvirgar con nosotros, a nosotros nos hace la
fiesta cualquiera... Déjame... Somos una verga nosotros, Gato, no me digas...
El Gato hizo un visaje con la cara, de aprobación, negación
o duda.
—Chau. Nos vemos —dijo Jorge, y se fue rengueando hacia el
auto—. Chau, Daniel —incluyó, de última, ya desde la vereda de "El Morocho
del Abasto". Daniel y el Gato se quedaron en silencio. El Gato apuró lo
último de su cerveza y liberó luego un eructo suave.
—¿Y el Mosca por qué no viene? —se preguntó después, en voz
alta. Daniel había apoyado sus codos sobre las rodillas peludas y miraba hacia
la calle. El sudor le resbalaba por la frente hasta la nariz y luego caía por
ésta, para precipitarse desde su punta sobre el bolso que estaba entre sus
pies. Daniel se encogió de hombros.
—Qué sé yo —moduló con la boca, sin emitir sonido alguno.
Después empezó a sacudir la cabeza hasta girarla para mirar al Gato.
—¿Vos viste cómo me puteó el Quique? —le preguntó"—.
¿Vos viste cómo me reputeó el Quique, ese pedazo de pelotudo? —repitió, antes
de que el Gato contestara nada. El Gato abrió mucho los ojos, simulando.
—No... ¿Cuándo? —mintió.
—Cuando me erré ese gol, en el segundo tiempo... —¿Cuál?
—¡En el segundo tiempo! —se exasperó Daniel—. Que íbamos uno
a cero. Si lo hacía nos poníamos uno a uno...
—¿Ése que pasó todo frente al arco? ¿Que...?
—¡Ese! Que se fue la Pioja por la izquierda y metió el
centro atrás...
—Ah, sí... Pero no lo vi muy bien... Yo estaba afuera.
—¡Pendejo pelotudo! ¡Como si uno errara los goles a
propósito, viejo!
—Sí... Pero no escuché. La verdad que no escuché. Vi la
jugada pero...
—Arriba me putea el hijo de puta. —Te venía alta, me
pareció...
—¡Acá me venía! —como impulsado por un resorte, Daniel se
paró, señalándose a la altura de la ingle—. ¡Acá! ¿Cómo mierda quería que le
pegara? La tocó el arquero, picó y se levantó...
—No bajaba nunca.
—¡Nunca bajaba, la concha de la lora! Y el otro pelotudo me
viene a putear. El sorete ese de Quique... —Bueno, pero... Qué sé yo...
—¡Mira si nosotros tuviéramos que putearlos a ellos por las
cagadas que se mandan ahí abajo! —Daniel ya estaba un tanto descontrolado—.
¡Mira si nosotros tuviéramos que putearlos a ellos por los cagadones que se
mandan ahí abajo! Hoy mismo, hermano... ¡Raúl, Raúl, otro, otro que me puteó en
la misma jugada! ¿Me querés decir qué carajo quiso hacer Raúl en el segundo gol
de ellos? ¿Me querés decir qué carajo quiso hacer?
—Quiso cancherear...
—¡Si no tiene resto para cancherear, querido! ¡La va de
crack y no sirve ni para tirar flit, no me vengas! Y después te chillan cuando
vos erras un gol, hermano... Y no hace ni un año que están jugando, Gato, haceme
el favor... No hace ni un año... —se volvió a sentar, como si no pudiera
quedarse quieto—. ¿Cuánto hace que estamos jugando nosotros, Gato, cuánto hace
que estamos jugando?
—Uhhh... —enarcó las cejas el Gato.
—Cinco años. Cinco, seis años hace. Empezamos nosotros, ¿o
no es así?, con el Coló, con Ñaqui, con Marcelo...
—Claro, claro...
—¡Y ahora resulta que cada sábado que uno viene aparece un
pendejo nuevo! ¿Cómo es eso? Uno viene y ya ni siquiera conoces a tus
compañeros... Como ese pibe, el Huguito... ¿Quién lo trajo a ese pibe? ¿Quién
lo anotó al Huguito? ¿Me querés decir quién lo trajo?
—El Coló...
—¡El Coló, claro! Porque él sabe que no le saca nadie la
camiseta de cinco. Pero como no le dan más las tabas se tiene que rodear de
pendejos que corran y se rompan el culo por lo que él no corre ni se rompe el culo
en la mitad de la cancha, ¿es así o no es así?
—Sí, Daniel... Pero también tenes que comprender que en una
liga como ésta, sin límite de edad, si no mechas algunos pibes con los jovatos,
te pasan por arriba. ¿Viste los de "25 de Diciembre", que son todos pibes?
Son aviones esos pendejos, Daniel, no los agarras ni con un lazo...
—Sí, sí, pero no hay derecho, Gato, no hay derecho...Porque
cuando a esos pibes, esas estrellitas, esos cracks que, entre nosotros, no son
tan cracks como se piensan porque si no no estarían jugando acá, estarían jugando
en Central, en Nubel, en Central Córdoba... Bueno, cuando a esos cracks resulta
que se les canta las pelotas irse a jugar a Provincial, o al campo, o a la
concha de su madre... ¿a quiénes tienen que recurrir para armar el equipo? ¿A
quiénes tienen que recurrir?... A Norberto, al flaco Suríguez, al Narigón... a
vos... ¿O por qué te crees que se chivó el Mosca y no viene más? ¿Por qué te
crees? Porque lo dejaron afuera dos partidos,seguidos y no lo pusieron más,
hermano. Con el verso ese de que eran partidos chivos, de que eran partidos importantes,
que eran contra el puntero, contra Social Lux, contra Minerva, contra la
pinchila de Mahoma y todo eso... Decí que vos, o el Narigón Anselmi, son de
fierro y se la aguantan y vienen y vienen y vienen... Pero el Mosca se hinchó las pelotas...
—Es verdad... Eso es verdad —asintió el Gato, golpeteando
con el culo del vaso sobre el nerolite de la mesa.
—¿Querés que te diga más? —retomó Daniel tras un silencio—.
Yo prefiero perder con el Narigón, con el Mosca, con vos, con Norberto... y no
con todos esos nuevos que ha traído el Coló. Porque bien que cuando el Raúl, el
Quique o alguno de ésos te caga, bien que salen echando puta a buscarlo al
Norberto, al Mosca, a todos ésos...
—Es el eterno problema... —dijo el Gato, calmo. Daniel
pegaba palmaditas sobre la mesa. Había vuelto a
mirar hacia afuera y procuraba regularizar el ritmo de su respiración.
—No me vengas, viejo... —machacaba.
—Es el eterno problema, Daniel... Formar un equipo de
amigos, para divertirse. O formar un equipo para ganar el campeonato.
—¡Si nosotros no podemos ganar el campeonato, Gato! —lo miró
Daniel con infinita indulgencia, abriendo los brazos. Nosotros no podemos ganar
ningún campeonato, querido, si somos unos perros, unos perros somos, unos
muertos de hambre...
—Sí, pero vos viste cómo son estas cosas. Al principio se
dice que vamos a formar un equipo de amigos,
para divertirse, pero cuando de pedo se ganan un par de partidos ya
todos piensan que se puede ganar el campeonato.
—Míralo al otro —volvió a menear la cabeza Daniel, y
cambiando de tema—. ¡Qué fácil que la hace Jorge, qué fácil que la hace!
"Al final jugamos todos lo mismo", te dice. "Al final entran
todos." ¡Mira qué turro! Sí, entran todos... ¡pero unos arrancan jugando
todos los partidos, como el Coló y él, y el Taca... y otros, como el Narigón,
entran veinte minutos! ¡Entran todos los partidos, sí, pero veinte minutos! "Jugamos
todos." ¡Mira qué turro!
—Decímelo a mí —susurró cabizbajo el Gato, tristemente.
Daniel chistó, como desinflándose.
—Encima hay que aguantarse que te puteen cuando erras un gol
—dijo—. Hay que joderse —se rió, ácido—. A mi edad tener que venir a amargarse
la vida. Uno que espera toda la semana el sábado para venir a jugar y pasarla
bien y hay que amargarse la vida con estos pendejos. O con el Raúl mismo que no
es tan pendejo...
—Son cosas del juego, Daniel...
—Y ojo que no lo digo por el Huguito, que es un flor de
pibe, un pan de Dios. Pero los otros... No sé... Tienen mierda en la cabeza
y... ¿sabes qué es lo que más me calienta? —Daniel se volvió hacia el Gato como
si hubiese encontrado el quid de la cuestión. Retomó, incluso, el ritmo
acelerado de su discurso.— Que te putean porque te erraste el gol pero, en
realidad, lo que te quieren remarcar es que te lo erraste por viejo choto.
No por tronco, o porque sos de madera, por mal jugador...
¡Por viejo choto, porque no te dan más las tabas, ni las articulaciones, ni los
reflejos! ¡Eso es lo que te quieren remarcar, lo que quieren poner en evidencia
estos cabrones!
—No, Daniel...
—¡Sí, señor! Sí, señor... Porque el otro día, en el partido
contra Mercadito, el Cacho, el Cacho, se erró un gol igual igual al mío, pero
igual, calcado.
—Es cierto...
—Le quedó alta, a dos metros del arco, sin arquero y...
¿sabes adonde la tiró? —A la mierda.
—¡A la concha de su madre! ¡A la recalcada concha de su
madre la tiró! Mucho más alta que la que tiré hoy yo. Ahí la tiró. Y lo
putearon. Pero seguro que nadie pensó que lo había errado por viejo choto,
porque el Cacho tiene veintidós pirulos y tiene un lomo así y es un toro el
Cacho... Pero cuando un tipo de treinta y seis años hace lo mismo que hizo el
Cacho ya todos piensan que lo erraste porque estás hecho un fósil de mierda, un
viejo choto y que le tenes que dejar tu lugar a los pibes. ¡Mierda se lo voy a
dejar! ¡A mí nadie me regaló nada cuando yo empecé a jugar! Veinticinco años
hace que juego al fútbol... Y encima tenes que aguantar que te erras un gol y te putean...
Se quedaron un momento callados. El Gato, abstraído, hizo
girar con la punta de un dedo el tíquet que había dejado el mozo y que había
quedado planchado bajo el culo del porrón húmedo. Lo despegó con cuidado y unos
numeritos en celeste quedaron impresos sobre el nerolite. El Gato parecía
estudiar el tíquet pero, de pronto, quedamente, dijo:
—Daniel... Daniel... Oíme.
Daniel seguía con los ojos clavados en la ventana.
—Oíme, Daniel —siguió reclamando el Gato—. ¿A vos te jode
que te puteen por un gol errado?
Daniel osciló la cabeza, considerando estúpido responder.
—¿A vos te jode? Entonces déjame que te cuente una cosa. ¿Me
dejas?
El excesivo preámbulo atrajo, por fin, la atención de
Daniel, quien miró de reojo al Gato.
—¿Te acordás el sábado pasado, que jugamos contra Teléfonos?
Daniel asintió con la cabeza.
—¿Te acordás que yo entré en el segundo tiempo? Habré
entrado a los veinte minutos del segundo tiempo...
—Sí, que entraste porque se jodio el Tito, que si no el Coló
tampoco te ponía...
—Por lo que sea, por lo que sea... Cuando yo entré íbamos
perdiendo dos a uno...
—Sí, dos a uno.
—Faltando unos quince minutos ¿te acordás? hubo un centro
sobre el área de ellos, un rebote, y me quedó servida a mí, picando, casi en el
punto del penal, un poco más atrás, pero casi en el penal, sobre la derecha...
—¡Uy, sí! Me acuerdo.
—Le pegué de prima y la tiré a la mierda. Así de simple. La
tiré a la mierda.
—Arriba del travesano, me acuerdo.
—Arriba. Y... ¿querés que te diga una cosa, Daniel? ¿Querés
que te diga una cosa? Daniel lo miró.
—Nadie me dijo nada —ahora era el Gato el que miraba
fijamente a la mesa, las cascaras de maní, los
círculos dibujados con espuma por los vasos sobre el
nerolite—. Nadie me dijo nada... Hubo un silencio... Un silencio total...
—Bueno... Es mejor. Te juro que...
—No, Daniel. No es mejor... Cuando ya nadie te dice nada es
que ya nadie espera nada de vos... Es una cosa, ¿cómo decirte?... piadosa. Un
silencio... comprensivo, ¿entendés? Me di vuelta y lo vi al Coló que le hacía
señas al Quique como diciendo "Déjalo. No le digas nada. ¿Qué le vamos a
hacer? Bastante hace el pobre viejo...". Por eso...
—Es que...
—Por eso te digo Daniel… alégrate que todavía te putean, alégrate.
Quiere decir que todavía te consideran apto para jugar, para meter goles, para
mezclarte con ellos…
Daniel aspiro hondo.
—Puede ser — dijo y pidió la cuenta.
Roberto Fontanarrosa
Extraído de Uno nunca sabe. Ed. De La Flor 1993/ Ed Planeta 2012
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