El Mono abre los ojos mientras
despunta la mañana. No por obligación (está desempleado), no por ansiedad, no
por falta de sueño. Lo despiertan los gritos. Afuera, la discusión se torna
cada vez más áspera. Navegando en esa sensación de irrealidad que acompaña su
despertar, percibe fragmentos del griterío. Chorra, facho, inflación, presa,
recesión, corrupto, negros, gorilas. Reconoce la voz de una vecina del fondo,
discutiendo con otra voz femenina. La sensación opresiva que siente desde hace
bastante tiempo se agudiza. ¿Será todo el día así? No importa. Su partido hoy
es otro.
Antes de salir, revisa por enésima vez
el mensaje de texto. “Pasate por mi estudio al mediodía, es por lo adeudado”.
La decena de palabras, tan importantes para el Mono, descansan en un celular
arcaico. Ni cámara, ni WhatsApp, ni abono. Tarjeta para esporádicas recargas, y
a racionar. Así viene soportando estos últimos meses. Racionando.
El San Martín viene repleto. Colgado,
el Mono rememora su trabajo en el Club del cual es hincha desde siempre. Entró
para dirigir las categorías menores de Futsal, y en ese par de años ha hecho de
todo: pintar, reparar cañerías, vender entradas los partidos de local, y por
supuesto dirigir a los pibes. Salir de la fábrica, rajar para el Club, quedarse
hasta tarde charlando con los tres o cuatro locos que le ponían el lomo al
asunto contra viento y marea... el tren deja atrás las elegantes torres de
Palermo, y es imposible no acordarse de lo más reciente y triste: reducción de
personal en la fábrica, el despido, Mica y su último “te lo dije” antes de
bajarse del barco (de un barco hundido hacía rato, naufragado en cuotas fijas).
Y antes, un poco antes, la frase de Agüero, el Secretario del Club. “Estamos
fundidos pibe. Lo lamento, pero para vos no hay nada. Ni laburo ni sueldos
atrasados”. El tren se acerca a Retiro, a la izquierda la 31 es un concierto de
martillazos, gritos, paleadas. La villa avanza hacia el cielo. Al principio no
le había importado. Si nunca lo hizo por guita… Hasta el día en que supo que al
resto de los empleados les habían terminado por pagar todo. A él no. Por no
protestar, quizás. Así que mandó carta documento, hizo llamados, se movió. Y
ahora Rama, hermano del Tesorero y antiguo amigo suyo, lo cita en su oficina.
El Mono sale de la estación y se
encuentra con un infierno. Gritos, corridas, gases, piedrazos. Una
manifestación se repliega para el lado de la villa, apaleada por la policía
montada. Otro grupo, evidentemente enfrentado con el primero, aprovecha para
cascotear a los que se refugian en la villa, desde atrás de los caballos. El
Mono corre hacia la Plaza San Martín junto a otro montón de gente, en su
mayoría oficinistas asustados que intentaban llegar a su trabajo y se
encontraron con la guerra. Cruza Libertador entre un ulular ensordecedor de
carros hidrantes que avanzan hacia Retiro. Como puede, llega hasta la oficina
de la calle Paraguay.
Por unos instantes, el escote de la
secretaria le hace olvidar su nerviosismo. Pero Rama (el Contador Ramírez) lo
recibe en un estado de ansiedad comprensible. “¿Viniste en tren? La TV
transmite boludeces, los celulares están colapsados, pero leí en Internet que
ya se pudrió todo, contame”. El Mono no tiene ganas de hablar de nada, pero le
cuenta. “Estos hijos de puta…” la cara encendida , se enfurece, descarga el
puño sobre el escritorio Rama. “En un rato voy para San Martín y Córdoba, de
ahí sale una columna para Comodoro Py, si es que se puede llegar. Decime,
¿pueden ser tan desgraciados? El mismo día que se presenta espontáneamente a
declarar él, la citan de nuevo a ella… quieren eso Monito. Lo quieren. Y se lo
vamos a dar, ya no se aguanta más. Recortes, despidos, hambre. Vos viste el
país que les dejamos, ¿no Monito? Una pinturita hermano… y mirá lo que
hicieron. Ni un año pasó. Ahí los tenés a estos cogotudos. Como a ellos les
sobra la guita, que los negritos se caguen. La historia de siempre. ¿O qué te
pasó a vos, eh? Decime, ¿qué te hicieron? Te echaron como a un perro, Monito.
Contrato basura, raje y a otra cosa. Esta película la vimos mil veces. ¿Y sabés
qué es lo peor? Que muchos aplauden. Que se jodan por inútiles, por ñoquis, que
se revuelquen en la miseria como unos chanchos, eso dicen. Son tercos,
incapaces de reconocer que se equivocaron al votarlo… pero contame algo Monito,
estás callado”.
“Vine a buscar la guita, Rama.”
Evidentemente el Mono no se encuentra muy comunicativo. Ramírez le dirige una
mirada censuradora. “¿Qué te pasó Monito? ¿Interesado vos? No tengo tu plata,
en todo caso tenés que pedirla en Devoto. Vos sabés lo que pasó con el Club…
descenso y desafiliación en fútbol, fundidos, la gente que no llega a fin de
mes y no puede pagar la cuota… a los otros desalmados hubo que pagarles, pero,
¿ahora pedís plata, Monito? Decime, ¿qué pensás que diría el Pelado? Ustedes
eran muy amigos”. “Hace tiempo que no pienso en el Pelado, Rama. Y seguramente
me diría que no te haga caso, que siempre fuiste un garca”. El reproche en la
mirada de Ramírez ahora es evidente. Espera una disculpa, una retractación.
Pero en su lugar recibe un borrador de argumentación. “Necesito esa plata.
Estoy viviendo en una pocilga, ahí a la vuelta de G.V.P. De prestado. Son
veinte lucas, me sirve para tirar un tiempo y ver si sale algún laburo”. Sin
entender del todo el motivo, la vergüenza va creciendo en el pecho del Mono a
medida que habla. La vergüenza y esa sensación indefinible, esa opresión en el
pecho. Enfrente, el contador no se entera, o parece no importarle. Con voz
suave, persuasiva, empieza a castigarlo. “Cómo cambiaste Monito… ¿te acordás
cómo jugábamos al fútbol cuando éramos chicos, cuando la cancha era un potrero,
que nos llevaba Jorgito, aquel amigo de mi hermano? Hincha de Comunicaciones
era, y nos llevaba igual, un fenómeno… nos compraba caramelos Media Hora y nos
hacía pelotear. Tardes enteras nos pasábamos. Siempre amigos, siempre
desinteresados, siempre preocupados por el otro… ¿Qué te pasó en el camino,
Monito?” “¡Monito las pelotas!” Rama había visto aquella película de Gatica más
de una vez, pero la sorpresa por el estallido del Mono le impide detenerse en
el plagio a Leonardo Favio. Y hay más. “¿Te da la cara para venir a
sermonearme? Ya sé que se está yendo todo a la mierda, si me estoy cagando de
hambre igual que casi todos, peleándola solo como un perro. No fuiste capaz de
llamarme cuando pasó lo de mi viejo, no te interesó que me haya dejado Micaela,
te cagaste en la agonía del Pelado, ¿y yo soy el interesado, el mal tipo?
¡Hasta el trámite ese del monotributo me cobraste, que era una pelotudez!” La
cara desencajada, la vena hinchada, y enfrente la voz del contador, ahora
bastante apinochado ante la furia inesperada. “Disculpame Mono, yo…” “¡Eduardo
decime! ¡Eduardo! Mono me dicen mis amigos, no los garcas que hicieron fortunas
en estos años y ahora me tratan de materialista. Metete la guita en el culo, se
la voy a ir a cobrar a tu hermano a ver si puede mirarme a la cara”. El
vendaval de ira da un portazo y se marcha.
Eduardo sale a la calle completamente
alterado. Baja por Esmeralda envuelto en griteríos, pancartas, aire viciado de
violencia. Cruza frente a un local de Frávega ante el cual se agolpan curiosos
para ver las imágenes en las pantallas de los LED en exhibición. Ahora sí, la
televisión transmite lo inocultable: marchas, represión, enfrentamientos. Un
tipo de traje, parado junto a Eduardo, señala dos monitores que están juntos,
en la parte inferior. En uno, que sintoniza un canal de noticias, se muestra a
la policía corriendo a uno de los grupos, y se acusa a los partidarios de la
“dictadora derrotada” de provocar el caos. En el otro, que sintoniza un canal
diferente, se puede observar lo contrario: ahí los incidentes son provocados
por “comandos fascistas de civil y fuerzas de seguridad del actual régimen
represivo”. De improviso, la señal del segundo canal se corta, y enseguida es
reemplazada por un programa infantil. El tipo de traje junto a Eduardo pierde
completamente la calma. “¡Nos están cargando! ¡Nos toman por un montón de
salvajes ignorantes!”. Como para corroborar lo atinado del supuesto
diagnóstico, un piedrazo certero hace añicos la vidriera del local. Eduardo
gira: un grupo de cuarenta personas viene corriendo desde la vereda de
enfrente, arrasando con quien se les pare adelante al grito de “¡ahí están los
vendepatria!”. Antes de que lo muelan a golpes, alcanza a ver un taxi que frena
de repente, una puerta que se abre, una voz que grita quién sabe qué cosa. Se
zambulle sin pensarlo dos veces.
“No hay nada que agradecer flaco, no
iba a dejar que te amasijaran estos desgraciados. Voy por Rivadavia hasta la
General Paz, ¿te dejo en algún lado?” Eduardo balbucea que gracias, que podía
dejarlo en Bermúdez y Rivadavia. En el primer semáforo, el tipo gira y le da la
mano. “Oscar Ferreyra, mucho gusto. Hoy es un día especial, ¿sabés? Desde hace
tiempo lo vengo esperando”. El taxi avanza alejándose del Centro, a contramano
de una marea humana desigual, ansiosa, enfervorizada, que parece confluir desde
todas partes, desalojando una ciudad que durante las próximas horas va a
existir sólo en un radio de veinte cuadras violentas, decisivas. “Yo perdí lo
poco que tenía en estos meses, pibe. El otro tacho, los ahorros. Trece horas
por día me estoy rompiendo el alma arriba de esto. Trece horas. Hay días que
siento… no sé, como si fuera a explotar”. Continúan por una Rivadavia cada vez
más desierta. Pasando Plaza Once, cruzan dos patrulleros apedreados junto a un
local de videojuegos. Después, a la altura del Parque Rivadavia, Eduardo ve a
varias personas peleándose frente a un almacén clausurado. Treinta de cada
lado, dándose palazos y trompadas en la vereda (algunos incluso sobre la
calle), entre gritos de furia y puteadas. Oscar Ferreyra, cincuentón canoso,
sin aminorar la marcha y mirando de reojo el despelote, retoma sus reflexiones
“Mirá lo que provocaron… una guerra civil. Esto es un desastre. Pero hoy… al
fin, pibe. Porque la culpable es Ella. Tenían que tomar todas estas medidas,
tenían que sincerar los precios, si lo que dejó es tierra arrasada, ¿entendés?
Te lo explican clarito por la tele, yo no sé como todavía hay gente que se deja
engrupir. Son necios, no piensan… si yo la veo ir en cana, pudrirse adentro,
voy a saber que todo esto valió la pena”. Llegan a Bermúdez. El taxista gira y
vuelve a estrecharle la mano. “Mucha suerte flaco. Tenés pinta de ir barranca
abajo… ánimo pibe. Vas a ver que estos ladrones no vuelven más. Se va a pudrir
encerrada la yegua esta, ella y todos los negros de mierda que la siguen, y el
país va a salir adelante”. Eduardo se baja. No ha dicho más de diez palabras en
todo el trayecto.
Camina y camina por Bermúdez. Por un
buen rato no cruza un alma. Llegando a Jonte vuelve a oírse alboroto. Los pocos
negocios que no cerraron en estos meses (la pizzería San Pedro, la casa de ropa
Vogue) tienen todas las vidrieras rotas. Eduardo ve salir corriendo a varios
pibes, los rezagados, llevándose lo poco que quedó del saqueo. Por Jonte llegan
las luces y sirenas de los patrulleros, y los mocosos rajan. Eduardo,
indiferente, sigue adelante por Bermúdez. Relojea la hora en el celular. Cuatro
y media.
No hay nadie en la entrada del Club.
Como siempre que cruza el portón de ingreso, Eduardo piensa en el Pelado. El
Pelado y su zurda endiablada, gambeteando una, dos, tres veces, hasta perder la
pelota y ganarse las puteadas de sus compañeros en los picados. El Pelado,
alborozado y radiante, repitiendo “subimos y no bajamos más” en aquella tarde
gloriosa de ascenso en el 98. El Pelado equivocándose de nuevo, “ahora se va el
Turco, y la Derecha no vuelve más Monito”, el día de las presidenciales del 99.
No pegaba una, además era morfón, vago, exagerado. Pero eso sí, un optimista
incurable hasta el final; un amigo de fierro. Y ahora el Pelado está muerto, el
club languideciendo, el Mono desempleado y el país agonizando.
Agüero lo recibe en la cancha de
Futsal. Parece estar diez años más viejo que la última vez que se vieron. Por
la ventana se alcanzan a ver los yuyales de la cancha de once. Agüero le contesta
las preguntas que no hace. “Sí, está hecha mierda. No jugamos por estar
desafiliados, así que se despidió al canchero. Igual es lo mismo, ahora parece
que no dan abasto con los presos así que quieren ampliar la cárcel para este
lado, ya avisaron que en breve nos van a expropiar la cancha…” Eduardo no lo
escucha. De golpe parece haber quedado hipnotizado por una docena de chicos, de
no más de diez años, que pelotean en un costadito, entre los yuyos. Hay uno,
más bajito que los otros, bastante habilidoso, pero no patea nunca. Engancha,
la pisa, vuelva a enganchar, se divierte, e invariablemente la termina
perdiendo. Eduardo lo mira como si fuera el último chico del mundo que se
acuerda de gambetear. “Son unos pibitos del barrio, los dejamos pelotear todas
las tardes, obviamente no tienen para pagar la cuota.” Agüero tiene más
desgracias que narrar. “Mirá, es un secreto a voces que con esta nueva ley que
sacaron, para que los clubes sean Sociedades Anónimas, vamos a tener que
cerrar. Se dice que el mes que viene ya bajamos la cortina. Y me da pena
también por estos pibes, acá están contenidos, se divierten, crecen sanos… pero
bueno, viste como es esto. No hay más empleados, quedamos sólo tres o cuatro
colaborando, los socios se borran. Habrá que cerrar”. Y el rostro de Agüero se
ensombrece, porque mientras nos peloteamos entre nosotros esta vida miserable
nos golea, ratificando que sólo el dinero y los resultados mandan.
“Te puedo dar cinco lucas, Mono. Es lo
último que queda en la Caja. También quiero pedirte disculpas, nosotros no…”
Eduardo lo interrumpe con una voz irreconocible. “No cierres nada Martín.
Mañana, pasado y el mes que viene abrís como siempre. Yo voy a venir a dar una
mano todos los días. Si quieren expropiar la cancha, cerrarnos o hacernos
desaparecer, resistiremos. Tenemos que empezar de nuevo. Ninguna ley va a
clausurar nada…” la voz vibra, brillan los ojos. Y así Agüero contempla
estupefacto como Eduardo vuelve a ser el Mono, porque cada tanto esta vida
miserable tira algún centro llovido, y por un chico desprejuiciado que gambetea
parecido a algún amigo ausente, nos acordamos que vale la pena intentar una y
mil veces remar contra la corriente.
Gasta las suelas por Tinogasta,
mientras a sus espaldas va cayendo la tarde. La calle tiene ahora la serenidad
de cualquier miércoles en esa parte de Buenos Aires, escasos autos, poca gente,
y el Mono se pregunta por primera vez en qué habrá terminado todo el quilombo
de hace unas horas. De frente lo ve avanzar a Jorgito, aquel hincha de Comunicaciones
que hace años le regalaba caramelos Media Hora, cargando una bolsa de lona
llena de verduras. “¿Qué pasa, campeón? ¿No vas a la Plaza? Se dice que está
pasando cualquier cosa allá.” Al Mono, sereno y libre de aquella sensación
opresiva por primera vez en el día (“en meses”, corregiría el Mono, “por
primera vez en meses”) le sonríe la mirada. Jorge le sonríe también, con esos
dientes desparejos y amarillentos que no conocen dentistas. “Se dicen tantas
cosas Jorgito… no es para tanto. Igual no tengo ni para el bondi. Acabo de
entregar lo último que me quedaba, me voy pateando hasta casa”. Y así se pierde
en la penumbra, sin un mango en el bolsillo, con un escudo de Lamadrid tatuado
en el alma tranquila.
Nicolás Monja
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