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La que yo digo era en blanco y negro, se llamaba “Match en
el infierno “ y la dieron hace mil años.
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "El caso Noel"
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Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Un clásico navideño, "Te digo más..."
¿Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es
mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje
el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque, decime
vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá
Noel.
Sábados de Fontanarrosa: La Hermana Rosa ya sabe quién será el campeón del Mundial.
Esta "predicción" es del inicio al Mundial de Alemania 2006.
*****
"Las promesas hay que cumplirlas", gimotea la
vecina del octavo que, por una promesa, hace 45 años que está casada con un
imbécil. Mi departamento ha sido elegido subsede. Ya hay 27 personas, entre
conocidos, amigos y favorecedores, que han reservado su sitio (sean sillones,
sillas o cajones) frente al televisor.
Es un grupo heterogéneo que, dada la elevada edad de alguno
de sus componentes se conoce como "El grupo de la muerte". La airada
vecina se refiere a la supuesta promesa hecha por Carlos Bilardo y su plantel a
la Virgen de Copacabana del Abra, de Punta Corral, cerca de Tilcara, poco antes
de la obtención del título en México 86. "No se cumplió con la promesa
—continúa mi vecina— y desde ese momento cayó sobre nuestra Selección la
"Maldición del Coya".
Es cierto que corren enormidad de rumores sobre el tema. Hay
quienes afirman que integrantes de aquel plantel, confundidos con la mención de
la Virgen de Copacabana, intentaron saldar la deuda viajando a Río de Janeiro,
malográndose el intento. Otra versión, malintencionada tal vez, cuenta que
Bilardo, en una ocasión anterior, cumplió una promesa con la Difunta Correa
llevándole un bidón de agua, al parecer, igual al denunciado por el brasileño
Branco, y la ofrenda desató un verdadero escándalo en el santuario. Y ya se
anuncia en Jujuy el lanzamiento de una versión corregida y aumentada del best
seller El Código Da Vinci echando luz sobre el tema. La aparición de este
libro, afirma el filósofo, semiólogo y cosmetólogo Juan José Serenelli (Jota
Jota, el Yaya Serenelli) empalidecerá la aparición milagrosa de una imagen de
un Menem sufriente en una pared de la Catedral de La Rioja.
La Hermana Rosa se sincera conmigo, exigiéndome absoluta
reserva. Me confía que, por supuesto, ella ya sabe qué equipo saldrá campeón
del Mundial, pero debe callarlo para no destruir el suspenso del evento. Ha
recibido varias llamadas de Joseph Blatter rogándole que no haga público su
pronóstico. El hombre fuerte de FIFA le prometió, de regalo, una de las pelotas
con las que jugará Argentina en su debut. "La pelota— exagera Rosa— tiene
inscripto en sus gajos el día, la hora y los nombres de absolutamente todos los
concurrentes al partido".
Nuevamente participa la vecina del octavo. Anuncia que
traerá a su sobrino a ver los partidos. "El está en la edad de los por
qué, en que todo lo quiere saber —se enternece—. Todo lo pregunta, todo lo
averigua". Veridiana, asistente de la Hermana Rosa, consulta. "Qué
amor —dice—. ¿Cuántos añitos tiene?". "32 —responde la vecina—. Es
inspector de Robos y Hurtos".
En efecto, poco después llega el sobrino y plantea una nueva
incógnita destinada a dividir a los argentinos: "¿Pueden jugar juntos
Crespo y Tevez?". Sin duda, como bien lo afirma el filósofo Serenelli,
nuestro pueblo está condenado a las divergencias, desde Civilización o Barbarie
hasta Braden o Perón, pasando por La pata o La pechuga.
Roberto Fontanarrosa.
ESPECIAL PARA CLARIN
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "Bramuglia"
Bramuglia no podía hablar de cosas intrascendentes. Escuchar
sí, a lo sumo, fumando, mirando hacia otro lado, como distraído y, a veces, condescender
con una sonrisa cuando se decía algo gracioso o intencionado. Pero él no
hablaba de cosas intrascendentes. Y tenía la virtud de los grandes insiders de
nuestro fútbol: profundizaba de inmediato. Si alguien, inadvertido, le tiraba
un tema que no respondía a su densidad de lucubración o a su perspicacia
analítica, Bramuglia enseguida lo encarrilaba hacia la condición humana, la
insoportable levedad del ser y la empecinada tenacidad del hombre en modelar su
destino. Uno se sentaba con él, le comentaba algo sobre lo húmedo de la tarde o
el inquietante lomo de una señorita cercana y, de pronto, se encontraba
hablando sobre el Todo y la Nada, lo Finito y lo Infinito, o la particular
conformación de los cenáculos en la antigua Grecia.
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Inodoro Pereyra en "La alpargata de oro al gaucho del año"
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "El mundo ha vivido equivocado"
—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose,
pensativo, la punta de la nariz. Pipo meneó la cabeza lentamente, sin mirarlo.
Estaba abstraído observando algo a través de los ventanales.
—Suponete... —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos,
acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el
sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite-... que
vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica,
ponele, Barbados, no sé... Saint Thomas.
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Boogie el aceitoso en: "Hágalo usted mismo"
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Nuevos aforismos de Ernesto Esteban Etchenique
Ernesto Esteban Etchenique es un hombre, fundamentalmente,
sensible. ¿Cómo podría no serlo, alguien que ha dedicado toda su vida, susdesvelos,
sus esfuerzos, a la escritura de aforismos? ¿Podría abrevar la insensibilidad,
acaso, nos preguntamos, en un ser humano que tensa su cuerda vital, tan sólo en
procura de apresar, en la breve continencia de mínimas palabras, el Universo de
un significado, de un significante, de un mensaje esplendoroso que nos ilumina
y hace pensar? ¿Podría? "Recua", en oportunidad de su segunda edición
(año 1975) recogió, como recoge el pescador el fruto de su jornada, el
pensamiento vivo de Ernesto Esteban Etchenique, en un sucinto pero emotivo
reportaje. Y allí, en aquella oportunidad, pudimos palpar, aprehender, captar,
la infinita profundidad espiritual del escritor, del poeta, del artista...
¿cómo llamarlo? ¿Simplemente, "el ser humano", quizás?Así y todo, en
esta segunda y regocijante cita, a pesar de marchar prevenidos sobre el cúmulo
de afecto y nivel perceptivo con el cual nos íbamos a encontrar, Ernesto
Esteban Etchenique ha vuelto a sorprendernos, a conmovernos, a estremecernos.
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Inodoro Pereyra en "la última voluntad".
Extraído de Inodoro Pereyra 16. De la Flor 1991. Planeta 2012.
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Sábados de Fontanarrosa. Hoy Jorge, Daniel y el Gato
—¡Qué verga somos, viejo! ¡Qué verga! —Jorge se inclinó con
un gesto de dolor y se quitó, uno a uno, los botines embarrados. Se masajeó,
siempre con rostro dolorido, los dedos del pie bajo la tela gruesa de las medias
de fútbol.
—Qué le vamos a hacer —dijo el Gato, el vaso de cerveza en
la mano, por decir algo, casi distante, como resignado. Más atrás, en la misma
mesa pero alejada su silla como dos metros, las piernas abiertas, el Dani lucía
abstraído, totalmente ausente.
—¿Cómo mierda podemos perder tantos goles, digo yo, cómo
podemos perder tantos goles? El otro día contra La Cortada, lo mismo, querido,
erramos una barbaridad... Después ellos, cuando tienen una oportunidad, te
abrochan y anda a cantarle a Gardel...
—¿Te duele? —preguntó el Gato, señalando con su mentón hacia
los pies de Jorge.
—El tobillo —señaló—; pisé un pozo y me lo torcí. Me lo hice
percha.
—Párate —recomendó el Gato.
—Si me paro me duele más, pelotudo.
—Que no jugues, te digo, forro. Párate quince días porque si
el próximo partido se te llega a torcer de nuevo después se te hace crónico.
—Ahora le meto hielo —desestimó Jorge—. Y cuando se
deshincha me vendo bien y no hay problema. —Te lo vas a cagar, Jorge.
—Si no vengo yo, creo que el próximo sábado no juntamos ni
siete como para entrar a la cancha.
—O anda a lo de la curandera que dice el Niki —insistió el
Gato.
—¿Qué curandera? —Jorge se reía, pese al dolor.
—Dice que las terceduras te las cura con un vaso de agua. La
vieja tira granitos de trigo, ¿viste la especie de semillitas de cuando
desarmas las espigas?, en un vaso de agua. Las semillitas que se van al fondo
son los nervios que tenes sacados. Las
que flotan son los que están bien.
Jorge lo miró al Gato, incrédulo.
—O al revés —se cubrió el Gato—. Al Niki lo curó así. Bah,
eso dice el Niki.
—Al Niki lo que hay que hacer es internarlo en un
psiquiátrico —murmuró Jorge—. Me vendo bien, y a la lona —reafirmó. Después
recogió los botines, parándose. Se tomó la cintura con las dos manos y estiró
un quejido gutural—. La concha de su madre —dijo—, me duele todo.
—Para colmo está pesadísimo —el Gato se pasó la manga de la
camiseta sobre la frente calva empapada de sudor—. Y hace transpirar esta
porquería —elevó un tanto, mostrando, el vaso de cerveza.
—Hay que decirle a Enrique que el sábado que viene traiga
las camisetas de manga corta. No puede ser tan boludo —dijo Jorge, ya con las
llaves del auto en la mano, como demorando la retirada.
—¿Las blancas? Están hechas mierda esas camisetas, Jorge.
—No, están bien... Bah... Se las aguantan...
—Faltan números.
—El boludo del Ñaqui que se quedó con una cuando se cabreó
por lo de Gustavo.
—Hay que decirle que la traiga. Al Mosca también.
—Al Mosca que lo hable otro, yo no lo hablo... ¿Vos venís el
sábado, Daniel?
Jorge señaló con la llave del auto al Dani que, hasta ese
momento, no había salido de su mutismo, la vista perdida hacia el ventanal que
daba al bulevar Rondeau, despatarrado sobre la silla.
—No. Creo que no.
—Uy —arrugó la cara, Jorge—. Cagamos —se dirigió al Gato—.
No sé si juntamos once si éste no viene.
Tito tampoco puede venir, al Pinza lo echaron hoy, el boludo. Le van a
dar como cuatro fechas...
—¿Por qué Tito no viene? —preguntó el Gato.
—Qué sé yo... Tiene un bautismo, una de esas boludeces que
siempre tiene.
—¿Otro bautismo?
—¿Podes creer?
—¿Qué es Tito? ¿Monaguillo?
Jorge soltó una risa corta.
—Cagamos —repitió—. Para colmo, el otro forro de Aníbal hoy
se fue cabrero...
—¿Por qué se fue cabrero?
—Porque el Coló no lo puso de arranque. Y... ¡viejo! Somos
once. No podemos jugar todos. Si al final de cuentas, vos bien lo sabes, al
final, jugamos todos. Hoy faltas vos, mañana falto yo...
En silencio, Dani osciló la cabeza, como desaprobando, pero
no dijo nada.
—¿Vos no venías, entonces? —insistió Jorge.
—No. Creo que no. Creo que tengo que viajar —dijo Daniel,
serio.
—¿Contra quién es? —dijo el Gato.
—Cerámica, creo... ¡No! No. Palermo, Palermo.
—No es tan jodido.
—¡Para nosotros son todos jodidos, Gato! —se rió, irónico,
Jorge—. Mira vos hoy, estos muchachos no le habían ganado a nadie, a nadie, son
unos chotos, Gato. Y se vienen a desvirgar con nosotros, a nosotros nos hace la
fiesta cualquiera... Déjame... Somos una verga nosotros, Gato, no me digas...
El Gato hizo un visaje con la cara, de aprobación, negación
o duda.
—Chau. Nos vemos —dijo Jorge, y se fue rengueando hacia el
auto—. Chau, Daniel —incluyó, de última, ya desde la vereda de "El Morocho
del Abasto". Daniel y el Gato se quedaron en silencio. El Gato apuró lo
último de su cerveza y liberó luego un eructo suave.
—¿Y el Mosca por qué no viene? —se preguntó después, en voz
alta. Daniel había apoyado sus codos sobre las rodillas peludas y miraba hacia
la calle. El sudor le resbalaba por la frente hasta la nariz y luego caía por
ésta, para precipitarse desde su punta sobre el bolso que estaba entre sus
pies. Daniel se encogió de hombros.
—Qué sé yo —moduló con la boca, sin emitir sonido alguno.
Después empezó a sacudir la cabeza hasta girarla para mirar al Gato.
—¿Vos viste cómo me puteó el Quique? —le preguntó"—.
¿Vos viste cómo me reputeó el Quique, ese pedazo de pelotudo? —repitió, antes
de que el Gato contestara nada. El Gato abrió mucho los ojos, simulando.
—No... ¿Cuándo? —mintió.
—Cuando me erré ese gol, en el segundo tiempo... —¿Cuál?
—¡En el segundo tiempo! —se exasperó Daniel—. Que íbamos uno
a cero. Si lo hacía nos poníamos uno a uno...
—¿Ése que pasó todo frente al arco? ¿Que...?
—¡Ese! Que se fue la Pioja por la izquierda y metió el
centro atrás...
—Ah, sí... Pero no lo vi muy bien... Yo estaba afuera.
—¡Pendejo pelotudo! ¡Como si uno errara los goles a
propósito, viejo!
—Sí... Pero no escuché. La verdad que no escuché. Vi la
jugada pero...
—Arriba me putea el hijo de puta. —Te venía alta, me
pareció...
—¡Acá me venía! —como impulsado por un resorte, Daniel se
paró, señalándose a la altura de la ingle—. ¡Acá! ¿Cómo mierda quería que le
pegara? La tocó el arquero, picó y se levantó...
—No bajaba nunca.
—¡Nunca bajaba, la concha de la lora! Y el otro pelotudo me
viene a putear. El sorete ese de Quique... —Bueno, pero... Qué sé yo...
—¡Mira si nosotros tuviéramos que putearlos a ellos por las
cagadas que se mandan ahí abajo! —Daniel ya estaba un tanto descontrolado—.
¡Mira si nosotros tuviéramos que putearlos a ellos por los cagadones que se
mandan ahí abajo! Hoy mismo, hermano... ¡Raúl, Raúl, otro, otro que me puteó en
la misma jugada! ¿Me querés decir qué carajo quiso hacer Raúl en el segundo gol
de ellos? ¿Me querés decir qué carajo quiso hacer?
—Quiso cancherear...
—¡Si no tiene resto para cancherear, querido! ¡La va de
crack y no sirve ni para tirar flit, no me vengas! Y después te chillan cuando
vos erras un gol, hermano... Y no hace ni un año que están jugando, Gato, haceme
el favor... No hace ni un año... —se volvió a sentar, como si no pudiera
quedarse quieto—. ¿Cuánto hace que estamos jugando nosotros, Gato, cuánto hace
que estamos jugando?
—Uhhh... —enarcó las cejas el Gato.
—Cinco años. Cinco, seis años hace. Empezamos nosotros, ¿o
no es así?, con el Coló, con Ñaqui, con Marcelo...
—Claro, claro...
—¡Y ahora resulta que cada sábado que uno viene aparece un
pendejo nuevo! ¿Cómo es eso? Uno viene y ya ni siquiera conoces a tus
compañeros... Como ese pibe, el Huguito... ¿Quién lo trajo a ese pibe? ¿Quién
lo anotó al Huguito? ¿Me querés decir quién lo trajo?
—El Coló...
—¡El Coló, claro! Porque él sabe que no le saca nadie la
camiseta de cinco. Pero como no le dan más las tabas se tiene que rodear de
pendejos que corran y se rompan el culo por lo que él no corre ni se rompe el culo
en la mitad de la cancha, ¿es así o no es así?
—Sí, Daniel... Pero también tenes que comprender que en una
liga como ésta, sin límite de edad, si no mechas algunos pibes con los jovatos,
te pasan por arriba. ¿Viste los de "25 de Diciembre", que son todos pibes?
Son aviones esos pendejos, Daniel, no los agarras ni con un lazo...
—Sí, sí, pero no hay derecho, Gato, no hay derecho...Porque
cuando a esos pibes, esas estrellitas, esos cracks que, entre nosotros, no son
tan cracks como se piensan porque si no no estarían jugando acá, estarían jugando
en Central, en Nubel, en Central Córdoba... Bueno, cuando a esos cracks resulta
que se les canta las pelotas irse a jugar a Provincial, o al campo, o a la
concha de su madre... ¿a quiénes tienen que recurrir para armar el equipo? ¿A
quiénes tienen que recurrir?... A Norberto, al flaco Suríguez, al Narigón... a
vos... ¿O por qué te crees que se chivó el Mosca y no viene más? ¿Por qué te
crees? Porque lo dejaron afuera dos partidos,seguidos y no lo pusieron más,
hermano. Con el verso ese de que eran partidos chivos, de que eran partidos importantes,
que eran contra el puntero, contra Social Lux, contra Minerva, contra la
pinchila de Mahoma y todo eso... Decí que vos, o el Narigón Anselmi, son de
fierro y se la aguantan y vienen y vienen y vienen... Pero el Mosca se hinchó las pelotas...
—Es verdad... Eso es verdad —asintió el Gato, golpeteando
con el culo del vaso sobre el nerolite de la mesa.
—¿Querés que te diga más? —retomó Daniel tras un silencio—.
Yo prefiero perder con el Narigón, con el Mosca, con vos, con Norberto... y no
con todos esos nuevos que ha traído el Coló. Porque bien que cuando el Raúl, el
Quique o alguno de ésos te caga, bien que salen echando puta a buscarlo al
Norberto, al Mosca, a todos ésos...
—Es el eterno problema... —dijo el Gato, calmo. Daniel
pegaba palmaditas sobre la mesa. Había vuelto a
mirar hacia afuera y procuraba regularizar el ritmo de su respiración.
—No me vengas, viejo... —machacaba.
—Es el eterno problema, Daniel... Formar un equipo de
amigos, para divertirse. O formar un equipo para ganar el campeonato.
—¡Si nosotros no podemos ganar el campeonato, Gato! —lo miró
Daniel con infinita indulgencia, abriendo los brazos. Nosotros no podemos ganar
ningún campeonato, querido, si somos unos perros, unos perros somos, unos
muertos de hambre...
—Sí, pero vos viste cómo son estas cosas. Al principio se
dice que vamos a formar un equipo de amigos,
para divertirse, pero cuando de pedo se ganan un par de partidos ya
todos piensan que se puede ganar el campeonato.
—Míralo al otro —volvió a menear la cabeza Daniel, y
cambiando de tema—. ¡Qué fácil que la hace Jorge, qué fácil que la hace!
"Al final jugamos todos lo mismo", te dice. "Al final entran
todos." ¡Mira qué turro! Sí, entran todos... ¡pero unos arrancan jugando
todos los partidos, como el Coló y él, y el Taca... y otros, como el Narigón,
entran veinte minutos! ¡Entran todos los partidos, sí, pero veinte minutos! "Jugamos
todos." ¡Mira qué turro!
—Decímelo a mí —susurró cabizbajo el Gato, tristemente.
Daniel chistó, como desinflándose.
—Encima hay que aguantarse que te puteen cuando erras un gol
—dijo—. Hay que joderse —se rió, ácido—. A mi edad tener que venir a amargarse
la vida. Uno que espera toda la semana el sábado para venir a jugar y pasarla
bien y hay que amargarse la vida con estos pendejos. O con el Raúl mismo que no
es tan pendejo...
—Son cosas del juego, Daniel...
—Y ojo que no lo digo por el Huguito, que es un flor de
pibe, un pan de Dios. Pero los otros... No sé... Tienen mierda en la cabeza
y... ¿sabes qué es lo que más me calienta? —Daniel se volvió hacia el Gato como
si hubiese encontrado el quid de la cuestión. Retomó, incluso, el ritmo
acelerado de su discurso.— Que te putean porque te erraste el gol pero, en
realidad, lo que te quieren remarcar es que te lo erraste por viejo choto.
No por tronco, o porque sos de madera, por mal jugador...
¡Por viejo choto, porque no te dan más las tabas, ni las articulaciones, ni los
reflejos! ¡Eso es lo que te quieren remarcar, lo que quieren poner en evidencia
estos cabrones!
—No, Daniel...
—¡Sí, señor! Sí, señor... Porque el otro día, en el partido
contra Mercadito, el Cacho, el Cacho, se erró un gol igual igual al mío, pero
igual, calcado.
—Es cierto...
—Le quedó alta, a dos metros del arco, sin arquero y...
¿sabes adonde la tiró? —A la mierda.
—¡A la concha de su madre! ¡A la recalcada concha de su
madre la tiró! Mucho más alta que la que tiré hoy yo. Ahí la tiró. Y lo
putearon. Pero seguro que nadie pensó que lo había errado por viejo choto,
porque el Cacho tiene veintidós pirulos y tiene un lomo así y es un toro el
Cacho... Pero cuando un tipo de treinta y seis años hace lo mismo que hizo el
Cacho ya todos piensan que lo erraste porque estás hecho un fósil de mierda, un
viejo choto y que le tenes que dejar tu lugar a los pibes. ¡Mierda se lo voy a
dejar! ¡A mí nadie me regaló nada cuando yo empecé a jugar! Veinticinco años
hace que juego al fútbol... Y encima tenes que aguantar que te erras un gol y te putean...
Se quedaron un momento callados. El Gato, abstraído, hizo
girar con la punta de un dedo el tíquet que había dejado el mozo y que había
quedado planchado bajo el culo del porrón húmedo. Lo despegó con cuidado y unos
numeritos en celeste quedaron impresos sobre el nerolite. El Gato parecía
estudiar el tíquet pero, de pronto, quedamente, dijo:
—Daniel... Daniel... Oíme.
Daniel seguía con los ojos clavados en la ventana.
—Oíme, Daniel —siguió reclamando el Gato—. ¿A vos te jode
que te puteen por un gol errado?
Daniel osciló la cabeza, considerando estúpido responder.
—¿A vos te jode? Entonces déjame que te cuente una cosa. ¿Me
dejas?
El excesivo preámbulo atrajo, por fin, la atención de
Daniel, quien miró de reojo al Gato.
—¿Te acordás el sábado pasado, que jugamos contra Teléfonos?
Daniel asintió con la cabeza.
—¿Te acordás que yo entré en el segundo tiempo? Habré
entrado a los veinte minutos del segundo tiempo...
—Sí, que entraste porque se jodio el Tito, que si no el Coló
tampoco te ponía...
—Por lo que sea, por lo que sea... Cuando yo entré íbamos
perdiendo dos a uno...
—Sí, dos a uno.
—Faltando unos quince minutos ¿te acordás? hubo un centro
sobre el área de ellos, un rebote, y me quedó servida a mí, picando, casi en el
punto del penal, un poco más atrás, pero casi en el penal, sobre la derecha...
—¡Uy, sí! Me acuerdo.
—Le pegué de prima y la tiré a la mierda. Así de simple. La
tiré a la mierda.
—Arriba del travesano, me acuerdo.
—Arriba. Y... ¿querés que te diga una cosa, Daniel? ¿Querés
que te diga una cosa? Daniel lo miró.
—Nadie me dijo nada —ahora era el Gato el que miraba
fijamente a la mesa, las cascaras de maní, los
círculos dibujados con espuma por los vasos sobre el
nerolite—. Nadie me dijo nada... Hubo un silencio... Un silencio total...
—Bueno... Es mejor. Te juro que...
—No, Daniel. No es mejor... Cuando ya nadie te dice nada es
que ya nadie espera nada de vos... Es una cosa, ¿cómo decirte?... piadosa. Un
silencio... comprensivo, ¿entendés? Me di vuelta y lo vi al Coló que le hacía
señas al Quique como diciendo "Déjalo. No le digas nada. ¿Qué le vamos a
hacer? Bastante hace el pobre viejo...". Por eso...
—Es que...
—Por eso te digo Daniel… alégrate que todavía te putean, alégrate.
Quiere decir que todavía te consideran apto para jugar, para meter goles, para
mezclarte con ellos…
Daniel aspiro hondo.
—Puede ser — dijo y pidió la cuenta.
Roberto Fontanarrosa
Extraído de Uno nunca sabe. Ed. De La Flor 1993/ Ed Planeta 2012
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "Vidas privadas"
El edificio no es muy alto o, al menos, no parece muy alto
entre los demás. En el último piso, donde se adivinan los tejados color
pizarra, hay una ventana iluminada. Si nos acercamos podemos ver que la ventana
da a un despacho cuya decoración y amoblamiento coinciden con la elegancia de la construcción. Cambiando un
poco el ángulo de visión, advertimos que, sentado detrás de un amplio
escritorio de madera oscura, hay un hombre. La luz que llega desde la lámpara
de armonioso diseño ubicada a un costado del escritorio baña generosamente al
hombre y nos permite estudiarlo con detención. Es una persona que ya ha
superado los cincuenta años, tiene un rostro de rasgos distinguidos, cabello
algo ralo en la parte superior del cráneo, abundante y prolijo sobre las
sienes. Pero un tanto encanecido, es cierto. La camisa es de un color celeste
cauto, surcada verticalmente por unas casi invisibles líneas blancas. La
corbata, azul.
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: el chiste del día... 6 de agosto
Siempre se dijo que los chistes de Fontanarrosa siempre están vigentes y hoy lo vamos a demostrar nuevamente. En la sección de hoy perteneciente al Negro, tenemos "el chiste del día". La consigna es publicar un chiste del Negro que publicado un día como hoy, o sea, un 6 de agosto. Es por ello que van chistes de ese día que salieron publicados en Clarín, desde el '98 al 2006.
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Sábados de Fontanarrosa. Hoy. "El penani"
El que puso el dedo en la llaga
fue, sin quererlo, el "Gamuza".
—Che, Penani —le preguntó—. A
vos ¿Por qué te dicen Penani?
El flaco bajó la sexta que
estaba leyendo, lo miró un momento y, encogiéndose de hombros, dijo:
—Qué sé yo.
—¿Cómo no sabes, gil? —insistió
el otro.
—No. No sé.
—Otario —se puso agresivo el
Gamuza—. Te dicen Penani y no sabes por qué te dicen Penani. . .
El flaco dejó de prestarle
atención, volvió a levantar el diario buscando la página de deportes.
—Qué se yo, Gamuza —concluyó—.
No hinches las bolas.
El Gamuza se levantó, riéndose,
mirando hacia los demás.
—¡Qué otario éste! —lo señaló—.
Ni siquiera sabe por qué mierda le dicen así.
Pero, a pesar de la aparente
indiferencia con que el Penani había tomado la pregunta, al día siguiente quedó
demostrado que la cosa le había dejado una cierta preocupación.
—Vos sabes que el rompebolas de
Gamuza —arrancó, sin aviso previo, el flaco en tanto masticaba aparatosamente
unos saladitos—. Ayer me metió un dedo en el culo. . .
Guilloti lo miró, expectante.
—Me preguntó —siguió el flaco—
por qué a mí me dicen "Penani". ¿Y vos sabes que es una buena
pregunta? Mira vos, mira vos cómo son las cosas. A mí nunca se me había
ocurrido preguntármelo. Mira vos. . .
—O sea. . . —empezó Guilloti— .
. .a vos te dicen Penani desde muy chico, me imagino.
—Siempre. Desde siempre —volvió
a atacar los saladitos el flaco. —Y son esas cosas que vos ya las aceptas así.
Que ni se te ocurre preguntarte por qué carajo son o de dónde carajo salen. Te
llaman así y chau, a la lona, nadie entra a averiguar por qué. . .
—Claro —aceptó Guilloti— . .
.como a mí Cacho.
—Bueno. . . Pero en el caso
tuyo. . . nadie va a pensar que Cacho puede tener algún significado especial.
—Eso es verdad —aprobó
Guilloti.
—No vas a ser un cacho de algo,
un pedazo de alguna cosa.
—No —casi sonrió Guilloti.
—Qué joda ¿no? —el flaco se quedó pensativo. Cacho también.
Pero a poco aportó lo suyo.
—Generalmente —dijo—Esos
apodos raros que vienen de muy pendejos, son por alguna palabra que decías mal,
o que le llamabas así a alguna cosa, o. . . —a Guilloti se le terminaron los
argumentos.
—Sí —consintió el flaco— . . .
pero "Penani". . . ¿Qué sorete es "Penani"?
—La verdad. . . —admitió su
ignorancia Guilloti.
—Puta. . . se me ha despertado
la curiosidad —se estiró el flaco en su asiento rascándose la entrepierna.
—¿Y por qué no le preguntas a
tus viejos? —le dijo Guilloti.
—Sí. Sí. Les voy a preguntar
—anunció el flaco. Y se pusieron a hablar de fútbol. Lo cierto, y para no
hacerla larga, es que el flaco esa misma noche le preguntó a la madre. La madre
primero lo miró con extrañeza, luego se puso algo nerviosa y, finalmente, le
dijo que ella tampoco sabía.
—Vieja —se enojó el Penani—.
¡No me vas a decir que vos me conociste cuando a mí ya me decían así!
Pero la madre se mantuvo en lo
suyo. Le dijo que si lo sabía se había olvidado, que debía ser por alguna
tontería y que posiblemente el que tenía conocimiento del asunto era su padre.
El flaco quedó muy preocupado,
no sólo porque su padre había muerto cuatro años atrás al chocar con el
Rastrojero, sino porque esa noche la madre no quiso cenar y estuvo lloriqueando
durante todo el tiempo que se mantuvo mirando televisión. Al día siguiente, el
flaco abordó a Brígida, la abuela. La anciana sólo le brindó una información
somera.
—Nene —le dijo—, si siempre te
han llamado así —justificó.
—Sí, pero quiero saber por qué
me llaman así.
La abuela miró hacia todos
lados, se asomó a la puerta de la cocina, y después le dijo:
—No sé, querido. Me olvido de
las cosas. Vos sabes que no ando muy católica de la memoria.
Penani tuvo que contenerse
para no pegarle. La vieja aquella tenía una memoria prodigiosa que le permitía
recordar qué vestido había usado su prima Etelvina cuando el casamiento de tía
Eloy, a mediados del año 27, o el número de teléfono de su hermana Ruth, en
Saladillo, de donde ésta se había mudado hacia fines del 31.
Penani tomó férreamente a la
vieja por un brazo y amenazó torturarla con un tirabuzón. La abuela chilló un
poco, le rogó después que no la comprometiese y, finalmente, vomitó.
Aquello ya sacó de quicio al
Penani. Al día siguiente no apareció por el taller. Se tomó un ómnibus y se fue
hasta el instituto psiquiátrico de Oliveros, a ver a su tío Tomás, internado
allí desde hacía algo más de 25 años, año más año menos. Nunca había quedado
bien en claro si Tomás estaba realmente loco en el momento de la internación,
lo que produjo a través del tiempo más de una controversia airada en la
familia. Pero Penani sabía que el tío había vivido sus
últimos años de cordura en su casa, cuando él era chico, y podía saber algo
respecto de su apodo.
El recuerdo de su tío Tomás
era muy borroso para el flaco. Recordaba una escena de una Navidad cuando él
mismo, el flaco, tendría cuatro o cinco años, con Tomás levantando un fuentón
con barras de hielo, y otra escena, con su tío peinándose frente al espejo del
baño de servicio, con un tenedor de postre.
Penani fue a ver a Tomás ese
día, y volvió ya de noche.
De allí en más su conducta
cambió mucho. De común alegre y dicharachero, se tornó un muchacho serio y
reconcentrado.
Un día antes que los
compañeros de la barra lo abordaran para preguntarle qué le pasaba, hizo las
valijas y se fue del barrio.
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Ciudad Sagrada
Un buen día, Chichan, Shogun de Narita, heredero del
oreganato Ming, visitó sorpresivamente la ciudad sagrada de Kyoto. Grande fue
la sorpresa de los guardias apostados en las murallas de la ciudad cuando
vieron aparecer ante sus puertas la comitiva de Chichan que, con sus armaduras
de acero, brillaba bajo el sol como un puñado de piedras preciosas. Pero
también grande fue el estupor del Shogun cuando advirtió que el puente levadizo
que permitía el acceso a la ciudad sagrada no funcionaba por desperfectos en el
mecanismo.
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "Fontanarrosa y la política"
Sábados de Fontanarrosa. Hoy "No se puede tener todo"
En un momento dado, Eduardo se quedó mirando hacia un
costado.
—¿Che? —preguntó—. Aquel que está sentado en la mesa contra
la ventana ¿no es Rearte?
—Sí. Es Rearte —dijo Adolfo sin darse vuelta a constatarlo—.
Lo vi al entrar. Creo que no me reconoció.
—Pero... —Eduardo frunció la frente—. Está hecho bolsa ese
muchacho. Se le cayeron todos los años encima.
—Sí —admitió Adolfo.
—Uhhh... —Eduardo seguía consternado—. ¡Pero si parece que
tuviera setenta años!¡Qué avejentado que está!
—Anduvo jodido.
—Tiene mi edad Rearte. Fuimos compañeros en la secundaria.
—Parece que tuviera veinte años más.
—¿O nosotros estaremos igual? —se alarmó Eduardo, volviendo
a mirar a su acompañante de mesa luego del estudio exhaustivo de la precaria
actualidad de su ex compañero de estudio. Adolfo soltó una risotada sorda.
—No jodas —aconsejó.
—¿Estaremos igual, che? ¿Él nos verá igual a nosotros?
—No. Es que no anduvo bien ese muchacho — insistió Adolfo.
Eduardo no pareció oírlo. Se había metido por otra vertiente de la
conversación.
—Porque a veces es un poco la forma de vestirse ¿No es
cierto? La actitud —arriesgó—. Yo veo tipos que siempre han sido muy formales
para vestir. Pero muy formales. Siempre de traje y corbata... Ropa oscura...
—En la puta vida los ves de sport...
—Claro... Y eso los avejenta un poco.
—Sí, pero en este caso...
—Sí... —Eduardo sacudió la cabeza, reflexivo—. Pero en este
caso no es así. Éste se viste de traje y todo eso pero además está achacado.
Pelado, con lentes...
—Te decía que...
—Medio panzón —arremetió Eduardo, ensañado—. Eso es lo que
te caga. Porque uno no puede evitar quedarse pelado. O tener que usar lentes.
Pero se puede evitar engordar como un chancho. Eso es cuestión de voluntad.
—Tampoco éste está gordo como un chancho, Edu.
—Te digo en forma genérica. Panzón está. Claro, que yo
recuerde, éste no hizo deporte en su puta vida.
—Te digo que anduvo para la mierda —Adolfo golpeó con los
nudillos suavemente sobre la mesa como para reafirmar su conocimiento y, de
paso, llamar la atención de su amigo.
—Y eso con el tiempo se siente —Eduardo desechó el reclamo—.
Cuando no tenés los músculos abdomínales más o menos trabajados, después de los
cuarenta se te relaja todo. Adolfo lo miraba. Eduardo detuvo su discurso y lo
miró también.
—¿Cómo que anduvo para la mierda? —rebobinó, volviendo a
fruncir la frente.
—Estuvo loco.
—¿Loco?
—Sí. Pero loco loco. Loco del bocho. Demente.
—No jodas.
—Sí. No loco lindo o loco divertido. Estuvo internado y
todo, este muchacho.
Eduardo volvió a depositar la mirada sobre su medianamente
lejano ex compañero de estudios. Ahora con otro interés, con otra óptica.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque hará un año o dos lo encontré en El Savoy. Bah, lo
encontré... Es un decir. Yo estaba tomando un café, tenía que hacer tiempo o
algo así... ¡Tenía que ir a lo del escribano, ahora me acuerdo! Que está ahí
nomás, a media cuadra, vos viste... Y en eso, lo veo a este tipo, al Rearte, en
otra mesa. Como si fuera ahora, que también está sentado en otra mesa. También
contra la ventana...
—Se ve que la locura le da por ahí —apretó una sonrisa,
Eduardo.
—No seas hijo de puta. Pero yo no lo veía muy bien, porque
lo tenía medio tapado por una columna. Digamos que lo veía a él pero no veía al
tipo que estaba con él. Porque yo lo veía hablando. Muy animadamente. Meta
hablar y hablar, dale que dale...
—No era un tipo muy conversador, por lo que me acuerdo.
—Se notaba que era una conversación muy interesante. Yo no
escuchaba lo que decía, pero lo veía gesticular, así ¿viste? —Adolfo dibujó
algunos gestos con sus manos, en el aire, ampulosos—. Y se reía. Se reía mucho.
Ahí sí, fuerte. Yo lo escuchaba reírse. Pero, bueno, no le di mayor bola al
asunto. "Estará con algún amigo" me acuerdo que pensé.
—O con alguna mina.
—También. Con alguna mina. Pero me olvidé de la cosa.
Tampoco yo soy un amigo demasiado cercano de este muchacho, después de todo. Y
no sé qué mierda empecé a hacer, aprovechando el tiempo, con unas facturas,
algún trabajo atrasado. Pero me acuerdo que lo volví a mirar porque escuché que
se reía de nuevo, muy fuerte, una risa muy sonora, muy estentórea. Digo
"ahora cuando me levanto voy a ver con quién está este tipo", más que
nada por esa curiosidad de chusma que tiene uno.
—Es que acá en Rosario uno es chusma a la fuerza, Adolfito.
Si uno conoce a todo el mundo — puntualizó Eduardo, profundo.
—Me levanto, me pongo el sobretodo —era invierno— miro como
para saludarlo, y veo que este tipo estaba solo. Estaba solo en la mesa.
—Estaba hablando solo —Eduardo asimiló el golpe.
—Completamente solo. Yo medio que miré para todos lados,
porque por ahí había estado con alguien y el otro tipo, o la tipa, se había ido
recién. O se había levantado para ir al baño. Pero no parecía ser así y aparte
en la mesa de él había un solo café, un solo vasito de agua.
—Qué jodido...
—Jodido ¿viste? Porque la cosa te descoloca. Yo no sabía muy
bien qué hacer...
—Te piraste...
—¡No! Porque él me había visto. Cuando yo me levanté para
ponerme el sobretodo y miré como para saludarlo, él también me vio. Me vio y me
saludó muy efusivamente con la mano: "¡Qué haces, Adolfo!"
—Te dejó pegado.
—Me tuve que acercar, te imaginás. Y ahí corroboré que el
hombre no andaba demasiado bien de la azotea. Primero, que caí en la cuenta que
desde otras mesas también lo estaban mirando. Un poco con interés, otro poco
con inquietud ¿viste? Uno nunca puede saber demasiado bien qué carajo puede
hacer un loco. Algunos otros tipos que estaban en otras mesas me miraban
haciéndose los boludos como diciendo...
—Otro loco de mierda.
—No. Pero... ¿viste? Qué sé yo... Como diciendo, "Este
tipo no se apioló, este tipo no se dio cuenta...". Una cosa así.
—Y... ¿qué pasó? ¿Te sentaste?
—Me tuve que sentar. Medio en el filo de la silla como para
irme, pero me senté. Y ahí me contó. Dentro de su incoherencia me contó cómo
venía la mano con él...
—¿Se lo notaba muy alterado?
—Ah... Eso es lo que te había empezado a contar, aparte del
hecho de que la otra gente lo mirara. Sí... Hacía gestos raros con la cara.
Rictus ¿viste? Visajes. Fruncía la cara. Replegaba los labios y mostraba los
dientes apretados, como si le doliera algo. No siempre, por supuesto, de vez en
cuando. Pero eran como tics. Y transpiraba, además. Y te estoy hablando de
pleno invierno. Un frío de cagarse.
—¿Y qué te contó?
—Que se le había matado en un accidente un amigo muy
querido, y que era...
—A la pucha.
—Y que era con ese amigo con el que había estado hablando.
Que se encontraban muy seguido. Que tenían muchas cosas para contarse. Que el
accidente había sido como dos años atrás, pero que se seguían viendo...
—Mira qué extraño. Iba y venía de la locura — diagramó
Eduardo—. Sabía que su amigo se había muerto pero lo mismo te contaba que
hablaba frecuentemente con él.
—Eso mismo. Con total naturalidad. Por momentos, te juro,
parecía que estaba completamente lúcido y normal...
—Era un tipo agradable, recuerdo.
—Un tipo agradable. Pero también me dijo que cuando su amigo
no aparecía —o mejor, el fantasma de su amigo no aparecía—, él se angustiaba
mucho, que sufría, que se deprimía, que a veces lloraba...
—La mierda.
—Entonces yo le dije... te imaginás... ¿Qué carajo le iba a
decir en un momento así? Le dije que por qué no iba a ver a un psicoanalista...
—Lógico...
—Y me dijo que había empezado a ir hacía poco. Que su mismo
amigo se lo había aconsejado...
—¿Su amigo? ¿El muerto?
—Y otra gente, también. Familiares, supongo. Y que estaba
muy satisfecho con la terapia, que le estaba yendo muy bien...
—¡Ya veo!— rió, asombrado, Eduardo.
Adolfo se quedó callado. Torció su cabeza para mirar a
Rearte que, algo encorvado, les daba la espalda desde la mesa de la ventana.
—Después me fui —completó—. De ahí conozco este asunto de la
historia ésa. De lo que me contó él.
—Fijate vos —bamboleó la cabeza hacia adelante y hacia atrás
Eduardo, abstraído. También él observó a Rearte entonces—. Y ahora, cuando
entraste —preguntó a Adolfo—. ¿No viste si estaba hablando solo, o si gesticulaba,
o algo así?
—No... No...
—¿No viste o no hablaba solo?
—No hablaba solo. Ni gesticulaba. Al menos en los momentitos
que yo lo miré. Porque lo miré para saludarlo cuando lo reconocí pero él no me
vio entrar.
—Yo tampoco lo vi hacer nada raro —murmuró Eduardo.
—Por ahí está bien. Quién te dice.
—Como suelto, anda suelto.
—Por ahí se curó con la terapia, Edu —Adolfo estaba
recogiendo sus cosas de una silla contigua, como para irse.
—Lo voy a ir a saludar, a ver qué pasa —afirmó decidido
Eduardo también poniéndose de pie.
—Andá, andá y después me contás —lo alentó Adolfo,
acomodándose la bufanda. Se separaron. Adolfo se fue por la puerta de la
esquina de Santa Fe y Sarmiento y Eduardo, abrochándose el saco, se aproximó a
Rearte. Rearte lo recibió con algo de sorpresa y una medida alegría. De cerca
se lo veía más avejentado aún, pero calmo, con cierta transparencia en la
mirada y un leve temblequeo en el labio inferior. Rearte invitó a compartir la
mesa a Eduardo y éste, igual que Adolfo en aquella ocasión, se dejó caer casi
en el borde de la silla, la agenda apoyada sobre sus muslos, como para partir
en cualquier momento.
Eduardo, piadoso, mintió que lo encontraba bien, casi igual
que siempre, lo que dio lugar para que Rearte, casi culposo, lo contradijera
efusivamente y le explicara las causas de su estado de deterioro físico
ligeramente prematuro. En tanto le contaba la historia que Eduardo ya sabía a
través de Adolfo, Rearte se fue entusiasmando, adquiriendo confianza, como si
al principio desconfiara de que Eduardo fuera realmente quien decía ser. Le
habló de su amigo, del terrible accidente, del shock emocional que aquel suceso
le había provocado, de su desequilibrio
nervioso, de sus largas y animadas charlas con el espíritu
("o lo que fuere" aventuró) de su amigo muerto, de su terapia y de su
sostenida mejoría.
—Me hizo muy bien, Lejarza —sonrió, tristemente, rescatando
el apellido de Eduardo, que la cotidiana lista de asistencia escolar había
grabado en su memoria—. Pude hablar el asunto. Pude, como dicen ellos los
psicólogos, elaborar el duelo. Pude asumir que mi amigo había muerto. Convivir con eso. Incorporarlo...
—¿Terminaste la terapia? —preguntó Eduardo.
—Terminé. Terminé. Bah... Voy de vez en cuando. Controles
más que nada.
—Esas cosas nunca terminan del todo —precisó Eduardo como si
supiera.
—Nunca estás sano —la sonrisa de Rearte era desvaída.
—¿Y ahora cómo andas, cómo te sentís?
—Peor, Lejarza. Peor —dijo Rearte, al punto. Eduardo se echó
un poco hacia atrás, sin mudar de expresión, impactado—. Antes al menos tenía
con quien conversar. Me pasaba horas hablando con el espíritu, o lo que sea —se
encogió de hombros— de Aldo. Te aseguro que me iba a algún café, lo encontraba
allí y estábamos horas charlando. Claro, ya no nos veíamos tan seguido como
cuando él estaba vivo —que estábamos juntos todo el santo día, éramos culo y camisa
te juro—, y entonces cuando nos encontrábamos teníamos un montón de cosas para contarnos.
Pero ahora... —Rearte lentificó su
relato—. Ahora me siento muy solo. Muy solo, Lejarza. Vos sabes que yo no me
casé, mi vieja está muy viejita...
Eduardo amagó ponerse de pie. Sentía la incomodidad propia
de quien sospecha que su interlocutor puede ponerse a llorar en público en
cualquier momento. Intuyó que debía hallar una frase de cierre, antes de irse.
—No se puede tener todo —barbotó, mirando hacia el nerolite
de la mesa. Y suspiró profundo.
—¿No querés tomar un café? —Rearte lo tocó en el brazo,
adivinando su intención y retomando, incluso, un tono de voz más festivo.
Eduardo se puso de pie, ligeramente espantado.
—No, Rearte. Me tengo que ir.
—Quédate. ¿Tenés mucho que hacer?
—Sí. La verdad que sí. Me alegro de verte bien, Rearte.
—Un café nomás —Rearte elevó su dedo índice en el aire—.
Contame si viste a alguno de los muchachos. ¿Lo ves a alguno?
—A Ferrer, a veces... A Spiño... pero mejor otro día,
Rearte. La verdad es que ando a los rajes. Discúlpame pero nos vemos en cualquier
momentito.
Apretó la agenda sobre su pecho y salió hacia Sarmiento.
Rearte miró hacia la barra e hizo la seña de un cortado.
Roberto Fontanarrosa
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