Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió
asegurarse el sueño de la noche previa a la del día del partido con medio
somnífero porque estaba inquieto, y no le faltaba razón.
El hábito lo despertó a las siete de la mañana, e
instantáneamente un cosquilleo nervioso en el estómago le anunció que era
domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un poco más en la cama a pensar en
el partido. Consumió varios minutos parando penaltys en idénticas versiones.
Era su sueño favorito, su fantasía recurrente: 0-0 faltando un minuto y penalty
en contra; silencio expectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él
en el aire abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de
los aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones
de cientos de aficionados; 0-0 final.
A veces imaginaba lo mismo con ventaja de 1—0 para su
equipo, pero esa historia le gustaba menos porque tenía que repartir la gloria
con el compañero que había marcado el gol. A Juan Antonio Felpa, obrero de
Fábricas Unidas y portero del Sportivo Atlético Club, se le dibujaba una
sonrisa estúpida cuando paraba penaltys mentalmente aunque él no se daba
cuenta. Se acordó del tiempo con la preocupación de un agricultor; saltó de la
cama y se fue hasta la puerta rogando que no lloviera. Aquel 16 de septiembre de
1964, la primavera se había adelantado cinco días al calendario.
Era una mañana irreprochable. Ese sol que invitaba a vivir
le recordó la enfermedad de su padre: hubiera dicho él. Luego pasaría a
visitarlo para hacerle olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.
Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su
costumbre dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista
en un póster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la
pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River
Plate. Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de distancia,
pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de su portero
legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico. Como admirar es
identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le emulaba algunos gestos
y hasta había conseguido una gorra a cuadros parecida a la que el portero
riverplatense usaba para defenderse del sol. «Grande maestro», le murmuró Juan Antonio
a la foto de Amadeo en el preciso instante que su mujer, con ojos todavía
dormilones, entraba en la cocina:
—Hablás solo.
—No, pensaba.
Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos
hablaron durante largo rato de simples cosas suyas.
Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido: «A
las cinco de la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las Parejas
se juegan el título de Liga en el partido más esperado del año». Esa voz
emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes
altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera importante.
Piel de gallina se le ponía.
Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el
campeonato, y los dos equipos que dividían el pueblo, los celestes del Argentino
y los verdirrojos del Sportivo compartían el primer puesto de la Liga Cañadense
de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego para definir de
una vez por todas quién era quién en la Liga.
Desde hacia una semana no se hablaba de otra cosa.
Circulaban las apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se
habían cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se
jugaba era el clásico más importante de los últimos tiempos.
—¿Que tal en la fábrica? —preguntó Mercedes.
—Y… esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras
cosas, que el patrón, palmeándole la espalda le había dicho: «Juan, el domingo
te tenés que portar, ¿eh?».
Felpa era un buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía
mucho tiempo y con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular,
era de esa clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con
ropa de domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la
habitación del hijo dormido y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.
En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde
convalecía su padre de una operación estomacal, recibió con paciencia consejos
futbolísticos. Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con
diez años, salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre a la que el
padre había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se
escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose sobre
cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca más. En esa
época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter fuerte, que
amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al Argentino, nunca
estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no sólo porque le espantaba
las liebres, sino porque siempre había pensado que los porteros eran medio
imbéciles.
Pero quería tanto a su único hijo que mudó el prejuicio y
terminó mirando los partidos desde detrás de la portería, aunque era más lo que
molestaba con Sus gritos que lo que respaldaba.
En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía
mejor; pero no poder ver ese clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que
conformarse con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos
que llegaran desde la cancha.
A doscientos metros de distancia era capaz de identificar,
aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que dominaba y, sin dudar,
a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba. Treinta y cinco años viendo al
Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre mujer tenía que soportar en
silencio el relato aproximado que don Jesús hacía de las jugadas.
Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última
recomendación paterna:
—Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.
En el camino volvió a fabricar un penalty en la cabeza.
Siempre se tiraba hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que
llegaba a media altura. «La esperanza es el sueño de los despiertos», escuchó
un día.
En la sede encontró más gente que nunca y un clima
prebélico. Las manos se le posaban en los hombros como mariposas brutas y
contestó con una sonrisa los comentarios de siempre: «No te preocupes, que hoy
ni se acercan…». «A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?…» «¿A quién le
ganaron ésos…?» Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus
compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía desde
el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad que tenía
el Argentino para formar jugadores del pueblo.
El Tano Perazzi lo explicaba bien: «Los del pueblo juegan
por la camiseta, y los de afuera juegan por la plata». Pero siempre había sido
así, y, la verdad, mucha plata no había.
Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja
Mirage, ex jugador y en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las
cuatro tonterías de siempre con tono de haber inventado el fútbol.
Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había
defendido el fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más
contento estaba. Además, jugaba sin wínes, y tácticamente se equivocaba mucho.
Los dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos
en mitad del bar Victoria:
—¿Cómo te va, embrague?
—¿Por qué embrague? —preguntó el entrenador con poca
prudencia.
—Porque primero metés la pata y después hacés los cambios —le
soltó el Negro para que se riera todo el mundo.
Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.
Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en
cuatro coches particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por
la puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario
empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El
partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios, se
vistieron, se masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como si se
tratara de un ritual.
El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez
en vez tiraba algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y
unos pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de
las caídas. No usaba guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos.
Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que
le gustaba repetir: «Me quitan sensibilidad». Los hierros entre los que
trabajaba durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba
sentir la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un
corro y todos encimaron las manos sobre las del capitán para dar tres gritos de
guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos. De
rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo.
Se fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre
el suelo y cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza
estalló la mitad roja—verde del campo. Los celestes ocupaban el lado opuesto y
homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el pueblo.
Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante
semanas; banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no
faltaba nada.
El sermón arbitral fue breve: «A jugar y a callar», dijo a
los capitanes en el centro del campo antes de sortear las porterías.
El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en
juego dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los
dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso sí,
sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado
futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.
Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le
resumió el primer tiempo a su mujer:
—Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.
Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas
se metían fuertes y entre los jugadores se escucharon palabras duras.
El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron
poco las áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron
fruto de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por
piernas cansadas.
Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo.
Certero otra vez don Jesús, le advirtió a su paciente mujer; faltando unos
quince minutos, que «todavía podía pasar cualquier cosa». En ese segundo
tiempo, Juan Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de
frente.
Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad,
salvo aquella pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño
tirándose para atrás. Una parada más espectacular que difícil. Desde atrás dio
órdenes, animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta
el momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el
partido no se había dado para que él se luciera.
Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo
Santoni, siempre tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado
ese momento en el cual los menos interesados miraban el reloj con ganas de que
aquello terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos
estaban trepados a las vallas totalmente desencajados. El córner venía fuerte y
el Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de
camino. El Oso Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar para
cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura no podía
marcar a nadie por arriba y que en los córneres era el encargado de cuidar el
primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás podía llegar a esa
pelota, y la despejó de un manotazo. ¡ Penalty!
Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos
y hasta calló a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y
la gente del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les
dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía de
Juan Antonio Felpa.
El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de
los cipreses, y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la
gorra muy resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor
agradable en la cabeza sudada y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.
A once metros de distancia el Befo Nieva ya estaba frente a
la pelota. Se cruzaron una mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina.
Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas y con los
ojos fijos en el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión
tomada. Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del
sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes de
caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su vida.
Ahora era la mitad rojo—verde del campo la que se había
puesto de fiesta al grito de «Felpa», «Felpa», «Felpa». Yo no sé lo que le pasó
en ese momento, porque en veinticinco años nadie logró hablar con él del tema
sin que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron y eso lo
llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se levantó del
suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico, cometió el error de
ir a buscar la gorra dentro de la portería con la pelota debajo del brazo.
El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo entero tardó
en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas risas celestes y sorprendidos
lamentos verdirojos. El extraño coro de murmullos que quedó flotando en el
ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa, que había sufrido con el penalty
(«hay que reconocer que fue justo, vieja») y se había alegrado con el paradón.
Intuyó que algo malo había pasado, y con una mínima esperanza de haberse
equivocado, miró a su santa mujer y le comentó entre triste y preocupado.
—Vieja, creo que tu hijo… la cagó.
Jorge Valdano
Cuento extraído del libro "Cuentos de Fútbol", editorial Alfaguara 1998.
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