Don Fermín —o el Gallego, como le
decían en el barrio— se levantó
tarareando una vieja canción de cancha. Mientras se bañaba, silbaba ese viejo
tema. También lo hacía mientras se afeitaba y se preparaba las tostadas. Charo, su mujer, ya había partido hacia un
par de años. Él la extrañaba como el primer día. El gallego se había quedado
solo. Solo del todo no, porque tenía a Marisa, Martín y Felipe, sus tres hijos.
Además de nietos, muchos nietos a los que disfrutaba los domingos. Pero se quedó
solo en su día a día, en sus amores. Sus
hijos se lo querían llevar a vivir con ellos, Marisa se lo ofreció dos o tres
veces. Que la casa era muy grande, “venite, ¿qué vas a hacer solo?”. “Mirá que
ya te arme una pieza, no molestas, los nenes se van a poner contentos”, le
decían prácticamente a coro Martin y Felipe. Pero Fermín no quiera moverse de
su barrio. Estaba solo, sí, pero solo en casa. Cuando cruzaba la puerta de la
calle estaba acompañado, muy bien acompañado. Estaba el barrio, los vecinos,
los amigos y, sobre todo, el club. El hermoso club en el que había conocido a
Charo, la gallega, la hermosa gallega que le dio bola en los bailes de club
después de tanto insistir. Conoció la época dorada del club, no solo la
conoció: la vivió y la creó. Fue parte del glorioso campeonato que lo deposito
en primera. Defendió al club como un león. Ya retirado, fue testigo del desguace
y del descenso de su querido club, junto con barrio. Pero el Gallego nunca se
iba a ir de su lado, la iba a aguantar como vecino, hincha. El club nunca quedó
solo, él tampoco. Era parte de su vida. Siempre estaba ahí, en los casamientos
de sus hijos, salvo en el de Felipe que se quiso casar en el campo. “Caprichos
de una juventud”, solía decir amargamente. Ahí en el club despidió a varios de
los “muchachos” que junto a él defendieron los colores del barrio. Porque los velatorios de las glorias se hacían
en la sede del club. De la generación dorada o de hierro, solo quedaban un par
de jóvenes de la tercera edad…
Tiró la yerba, enjuagó el mate.
Esa vieja canción de cancha seguía en sus labios. Fue al patio, le puso la correa a León, un
perrito marrón cruza de salchicha y pequinés que salió medio parecido a un
bóxer, pero chiquito. Se calzó la boina
a cuadros y abrió la puerta. El portal a
“su mundo”, al barrio, al barrio de su club. Fue hasta el puesto de diarios y
se puso a charlar con Claudio, el viejo diariero. Ese que conoce el barrio al
dedillo. Para impaciencia del León, se quedó hablando un buen rato en el
puesto. Salud, la juventud perdida, política, fútbol, costo de vida… “temas de
los que hablan los viejos”, le dijo a Doña Rosita, que se acercó a saludar. Con el diario bajo el brazo salió para la casa
a dejar al perro. Volvía a silbar esa vieja canción. No se acordaba de la
letra, pero la melodía brotaba sola, limpia. Le dio de comer a su fiel mascota
y salió a comprar. En la panadería se encontró con Aldo, se viejo compañero
suyo de ataque. La canción le taladraba el cerebro a estas alturas. Sentía una
especie de taquicardia. Una mezcla de amor y miedo. Le gustó. Era la vieja
sensación de jugador. Hablaron un rato largo, del pasado y del presente. Del
futuro no, no sabían si estaba en sus planes. “No te olvides lo de hoy a la
noche. No faltes Fermín”, le advirtió el viejo delantero al despedirse. No,
cómo iba a olvidarse si no pensaba en otra cosa. Por fin iba a reunirse con todos
los que amaba. Hacía rato tenía ganas. Nada de decirles a los hijos, no lo iban
a dejar. Todo en secreto.
Se pidió una tortilla a la
española en la rotisería del Cacho. No tenía ganas de cocinar. Cacho ya se había muerto también, pero quedó
su hijo que la heredó de su padre, un gran arquero. Terminó el almuerzo y de golpe se encontró
tamborileando con los dedos en la mesa ese viejo ritmo de cancha. Salió al
patio a colgar un par de prendas que había lavado el día anterior y se había en
el lavarropas. Por ahí, León le ladraba a algún pájaro en el patio. La canción seguía
ahí, bien presente. Era un compás bien marcado de cancha. Era la hora de la
siesta, pero estaba demasiado despierto penando en lo del noche como para irse
a dormir. Se puso a leer el diario y se puso el noticiero o “noticioso” como lo
llamaba él. Se quedó dormido en un sueño profundo, en él estaba Charo, la corría
y no la alcanzaba, como a esa pelota esquiva en los partidos difíciles. Como en
los primeros bailes donde ella no le daba calce. Se le escapaba una y otra vez.
No llegaba al gol ni al amor. De pronto sonó el teléfono y lo devolvió a la
realidad. Era Marisa, quería ver como andaba. Se quedó hablando con ella un
rato largo. Nada le dijo de lo de la noche, era un secreto. Para qué
preocuparla. Le dio agua a las plantas
mientras escuchaba la radio. La hora iba acercándose y la canción de cancha
cada vez era más fuerte en su mente. Sacudió la cabeza. Ya eran las seis. Faltaban
dos horas. Fue a cambiarse, no podía enfrentar al destino de esa forma. Armo un
bolsito, se lo puso bajo el brazo. Sigilosamente abrió la puerta, no sin antes
darle un beso al portarretrato donde
estaba la foto de la Charo. Siempre lo hacía, hoy se había olvidado y lo
recordó cuando hablaba con Claudio y se sintió culpable. Cerró la puerta
mientras su corazón latía cada vez más fuerte y la canción le retumbaba en la
cabeza.
Caminó las dos cuadras hasta el
club, las emociones se le arremolinaban en el pecho. Capaz era un infarto, no
lo sabía. De tanta emoción, apenas le quedaba lugar en el pecho para el aire.
Llegó al club, el querido club. La
puerta de rejas que daba a la cancha estaba abierta, pero no había ni una luz
prendida. Empujó la puerta y entró. Se detuvo y aspiró el hermoso aroma del
pasto mojado. Se sintió revitalizado. Siguió caminando, como tanteando el
terreno. Hasta que una voz en la oscuridad lo freno: “te estábamos esperando
Gallego”. De apoco se fue iluminando el ambiente y se recortó la imagen de seis
hombres más: Aldo, Carlos, Roberto, Raúl, Tito, Rubén y el Antonio. Era lo poco
que quedaba del viejo equipo, los viejos muchachos. Fermín sintió que iba a
llorar. “¿Todavía no te cambiaste? Siempre lo mismo, todos los jueves lo mismo,
estas viejo y boludo” le dijo Aldo. “Ya voy, ya voy” dijo el Gallego, mientras
sonreía y se sacaba una alpargata. La
canción retumbaba en su cabeza más fuerte que nunca.
Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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